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– ¿Por qué? ¿Por qué tengo que comportarme como si fuera una acusada? Yo no he hecho nada.

– ¡Ja! -exclamó Snow, y lo repitió, con un énfasis amargo-. ¡Ja!

– De acuerdo -dijo Wexford-. Pensé que se sentirían más cómodos hablando conmigo aquí pero veo que me equivoqué. Pemberton, bajaremos al cuarto de interrogatorio dos, y con el permiso de ustedes -miró con acritud a los Snow, cómo si pedirles permiso fuese una formalidad inútil- grabaremos el resto de la entrevista.

Abajo era otra cosa, el parecido con un calabozo lo daban las paredes de ladrillo encaladas y un ventanuco muy alto. En más de una ocasión Wexford había pensado que los aparatos electrónicos que cubrían la pared detrás de la mesa metálica sugerían la idea inquietante, no tanto de una cámara de tortura, pero sí de uno de esos lugares donde te tenían de pie durante toda la noche iluminado por los focos.

Mientras bajaban aprovechó para preguntarle a Snow, en un tono informal y sin que le escuchara la esposa, si era verdad que un amigo o pariente de ellos vivía en una casa de Ladyhall Avenue con vista a los apartamentos. Snow lo negó. No era cierto, dijo, y nunca le había comentado a nadie tal cosa.

En el cuarto de interrogatorios sentó a los Snow uno delante del otro y él se sentó en la cabecera. Burden, que acababa de volver de la oficina de la Seguridad Social, ocupó la otra. La austeridad del cuarto, su severidad, acalló a Carolyn, tal como él había pensado. En un momento, en el ascensor, la mujer la había emprendido otra vez con su marido que le escuchó con los ojos cerrados. Aquí abajo guardó silencio. Se apartó el pelo rubio de la frente y se apretó las sienes con los dedos como si le doliera la cabeza. Snow se sentó con los brazos cruzados, la barbilla apoyada en el pecho.

Wexford habló para la grabación: «Están presentes el señor Bruce Snow, la señora Carolyn Snow, el inspector jefe Wexford y el inspector Burden».

Después le dijo a la mujer:

– Quiero que me diga exactamente qué pasó la tarde-noche del siete de julio, señora Snow.

La mujer miró de soslayo a su marido, mientras pensaba en la respuesta.

– Llegó a casa a la seis y le pregunté: «¿Hoy no trabajas hasta tarde?». Volveré a la oficina después de cenar, me contestó…

– ¡Mentira! ¡Otra de tus puñeteras mentiras!

– Por favor, señor Snow.

– Joel dijo que quizá necesitaría que su padre le echara una mano con el trabajo para la escuela y su padre respondió: «Lo lamento porque tengo que salir…».

– ¡Yo no dije eso!

– «Porque tengo que salir», y se fue. A las ocho menos diez. Yo no sospechaba nada, se lo juro, nada. ¿Por qué iba a sospechar? Confiaba en él. Confío en la gente. La cuestión es que le llamé a la oficina porque Joel necesitaba ayuda. Le dije: «Llamaremos a papá y se lo preguntas por teléfono». Pero no contestó nadie. No me preocupó. Pensé que no quería atender el teléfono. Ya estaba acostada cuando regresó a casa. Eran las diez y media pasadas, casi las once.

– Venga, continúa delirando.

– No acostumbro a mentir, él lo sabe. Mientras que todos sabemos que él es un mentiroso. ¡Trabajando hasta tarde! ¿Sabía que se la follaba en la oficina por si acaso yo le llamaba poder contestar? Si no fuese porque recibió lo que se merecía, que la asesinaran, casi sentiría lástima por esa puta gorda.

– Le recuerdo, señora Snow -señaló Wexford, un poco harto- que, con su permiso, estamos grabando esta conversación.

– ¡A mi qué me importa! ¡Grábela! ¡Transmítala por los altavoces de la calle Mayor! Que se entere todo el mundo, porque de todos modos yo lo contaré. Se lo dije a mis amigos, se lo dije a mis hijos. Quería que supieran que su padre es un cabrón.

En cuanto se marchó la pareja, Burden adoptó una expresión seria y sacudió la cabeza.

– Sorprendente, ¿verdad? -le comentó a Wexford-. Cualquiera la tomaría por una auténtica dama si se la presentan en una fiesta: discreta, buenos modales, refinada. ¿Quién pensaría que una mujer como ella pudiera conocer semejante lenguaje?

– Habla como un policía en una novela de detectives de los años treinta.

– De acuerdo, quizá sí, pero ¿no le sorprende?

– Lo aprenden de las novelas modernas -contestó Wexford-. No tienen nada más que hacer durante todo el día que leer. ¿Hemos averiguado alguna cosa de Stephen Colegate?

– ¿El ex marido de Annette? Vive en Australia, se ha vuelto a casar, pero su madre vive en Pomfret y le espera el domingo. Viene a visitarla con sus dos hijas.

– Pida que alguien compruebe que de verdad está en Australia. ¿Qué ha pasado con Zack Nelson?

– Permanece bajo custodia en los juzgados. ¿Por qué lo pregunta?

– Pienso en Kimberley y su hijo.

– No se preocupe tanto por Kimberley -replicó Burden-. Sabe más sobre cómo conseguir ayudas que el mismísimo Cyril Leyton. Es de esas que tienen matrícula de honor en salario social.

– Creo que tiene razón -afirmó Wexford, con una carcajada-. La señora Snow ha terminado conmigo, -Hizo una pausa y después añadió-: Ay, pienso irme muy lejos, a la isla valle de Avalon, donde me curaré de mis terribles heridas.

– ¡Dios bendito! -exclamó Burden-. ¿Qué lugar es ese?

– Mi casa.

11

– Le prometí que no compraríamos ninguna alfombra oriental -dijo Dora-, aunque ya me hubiese gustado comprar una si surgía la ocasión, pero eso no se lo mencioné. Desde luego, ella tiene toda la razón, esas cosas son malvadas y pérfidas, pero es la manera que tiene de entregarse en cuerpo y alma a cualquier proyecto nuevo.

Sheila Wexford se había convertido en miembro activo de Anti Esclavismo Internacional. Aquella misma tarde, antes de que llegara Wexford, había hablado con su madre por teléfono para arrancarle la promesa de que no compraría alfombras orientales o de Oriente Próximo, porque quizá las habían tejido niños de once y doce años o menores. Las niñas de Turquía se quedaban ciegas al tener que trabajar en los telares en talleres casi a oscuras. Obligaban a los niños a trabajar catorce horas al día y como sus padres los habían enviado a los talleres en pago de una deuda, no les pagaban nada.

– ¿Supongo que se irá a Turquía para verlo personalmente? -comentó Wexford.

– ¿Cómo lo sabes?

– Conozco a mi hija.

– ¿Por qué «internacional»? -preguntó Sylvia en un tono quisquilloso-. Internacional es un adjetivo. ¿Qué tienen de malo sociedad o asociación? -Wexford comprendió que su referencia a Sheila como «mi hija» en vez de «mi hija menor», lo cual implicaba que sólo la quería a ella, le había irritado. Lo que menos le importaban eran los adjetivos-. Sheila no se da cuenta pero es tan malo como «colectivo» -añadió con una mirada furiosa a su padre. Wexford se apresuró a enmendar la confusión, y agregó a su próxima pregunta una coletilla afectuosa poco habitual.

– ¿Te han ofrecido algún trabajo, cariño?

– Nada. Neil asiste a un taller de trabajo que quizá le permita entrar en un programa de reciclaje. Eso de «taller de trabajo» suena fatal.

– Y «creditable» por «creíble» -señaló su padre-. Era la clase de conversación que por lo general sólo tenía con Sheila-. O «género» por varón y mujer o «problema de salud» por «enfermo».

– Kanena provlima -proclamó Sylvia, otra vez alegre-, que según mi hijo es su frase favorita en griego. Algo bueno de estar en el paro es que estaré con ellos durante las vacaciones de verano. La escuela termina la semana que viene.

Llovía a cántaros y Gleve End estaba inundado. Sin desagües, o si los había no funcionaban desde hacía años, los Lincoln Cottages parecían flotar en un pantano. Una enorme extensión de agua cubría el camino de ladrillos y llegaba hasta los ejes de una furgoneta vieja, con las puertas traseras abiertas. Un cubo de plástico negro flotaba en un charco delante de la puerta principal.