Barry Vine echó una rápida ojeada al interior de la furgoneta donde había un colchón mojado y un sillón sin cojines, mientras Karen Malahyde llamaba a la puerta. Kimberley tardó un buen rato en abrir.
– ¿Qué quieren?
– Las cosas que robó su amigo -contestó Vine.
La joven encogió los hombros esqueléticos pero abrió la puerta del todo y se apartó. Clint estaba sentado en una trona, muy entretenido en embadurnarse la cara y el pecho con un mucílago marrón que sacaba de un bol rajado. La trona, pintada de blanco con dibujos de conejos y ardillas, era un mueble considerable, quizás un regalo de un abuelo con medios.
– ¿Se muda? -preguntó Vine señalando el exterior.
– ¿Y qué si me mudo?
– Nos dio a entender que no tenía ninguna posibilidad de realojamiento.
Kimberley cogió un trapo sucio de una de las cajas de cartón y comenzó a limpiarle la cara a Clint. El niño se resistió llorando a moco tendido. Vine subió a buscar el televisor. Karen cargó con el vídeo hasta el coche. Por una vez, Kimberley les dio una información mientras cogía en brazos a Clint.
– Murió mi abuela.
Vine, que no era una persona desagradable, y sin saber cómo interpretar las palabras de la joven, dijo:
– Lo lamento -y después añadió-. ¿Se refiere a que heredó su casa o qué?
– Así es. Me tocó a la primera. Mi madre no la quiere. Dijo que nos la podemos quedar.
– ¿Cuándo ocurrió?
– ¿Qué, la muerte de mi abuela o que mamá dijera que nos la podíamos quedar? -Kimberley no esperó la respuesta-. Mamá vino el miércoles y le conté lo de Zack, así que ella dijo: «No te puedes quedar aquí», y yo le respondí: «Tienes toda la razón, no podemos», y fue entonces cuando ella me dijo: «Te puedes mudar a la casa de tu abuela». ¿Satisfecho?
– Será un cambio para mejor.
– Clint -dijo Kimberley-, deja las botellas en paz o te daré un sopapo.
Vine, un padre muy consciente, estaba en contra de los castigos corporales, tenía lo que llamaba una «manía» con el tema, y Clint era muy pequeño.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó.
– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Se refiere a que no debe vivir en esta pocilga? En esto, estoy de acuerdo. Pero nos mudamos, ¿no? ¿Qué pasa, ahora va de asistente social?
– Me refería a si está recuperado del todo de aquella operación.
– Joder, eso fue hace un año. -De pronto Kimberley se puso furiosa, el rostro enrojecido, los hombros y los brazos temblando de rabia-. ¿Y a usted qué coño le importa? Desde luego que está bien, mírele. Está de maravilla, es normal, como si hubiese nacido así. ¿No lo ve? -Se estremeció-. ¿Por qué no acaban de recoger las cosas y se largan?
Cerró de un portazo en cuanto salieron.
Vine metió un pie en el charco y soltó una maldición.
Wexford consideraba que este asunto le resultaba odioso, le repugnaba tener que pedir información a un chico sobre su padre. Le recordaba, por una de esas cosas, la pregunta que le habían hecho en la reunión de ¡Mujeres, alerta! Encargar a Karen, una joven guapa y muy seria, que interrogara a Joel parecía la mejor solución. Sin duda, su bien conocida dureza a la hora de interrogar a los hombres no incluiría a un chico de catorce años.
Fue con ella y habló con la madre mientras Karen conversaba con Joel en el cuarto de juegos, una habitación donde no había nada con qué jugar pero llena de cosas que inducían al estudio. Joel poseía una impresionante colección de libros de textos y diccionarios, un ordenador y un magnetófono. Los carteles en las paredes eran todos educativos: la vida de un árbol, el sistema digestivo humano, un mapamundi climático.
Joel se parecía a su padre, moreno, delgado, alto, pero tenía la actitud reposada de la madre. Quizás él también era capaz de estallidos violentos. Se dirigió a Karen antes de que ella pudiera decir palabra.
– Mi madre me explicó el motivo de su visita. No le servirá de nada preguntarme porque no sé nada.
– Joel, sólo quiero que me digas si sabes si tu padre salió antes de las ocho. ¿Estaba en este cuarto?
El chico asintió. Se mostraba tranquilo pero tenía la mirada alerta.
– Este cuarto está sobre el garaje. Habrás oído si salía un coche.
– Mi madre guarda su coche en el garaje. El suyo está siempre fuera.
– Incluso así. Tienes buen oído, ¿no? ¿O estabas muy concentrado en tus deberes? -Karen no pasó por alto que no se había referido a Snow como «mi padre». Decidió arriesgarse-. ¿Tu madre te explicó de qué se trata?
– Por favor -respondió Joel-, no soy un crío. Él cometía adulterio y ahora han asesinado a su amante.
Karen parpadeó. Se había quedado de una pieza. Inspiró con fuerza y comenzó de nuevo con el coche, el garaje, la hora.
En la planta baja, Wexford le preguntaba a Carolyn Snow si quería rectificar su declaración respecto a los movimientos de su marido la tarde noche del siete de julio.
– No. ¿Por qué? -No llevaba maquillaje. No parecía haberse lavado el pelo desde que se enteró de la existencia de Annette Bystock. Si iba vestida con elegancia quizás era porque no tenía otras ropas. Entonces, añadió sin más-: Hubo otra antes que ella. Una tal Diana no sé cuantos. Pero no duró mucho. -Se pasó una mano por el pelo-. ¿Es verdad que una esposa no puede declarar en contra de su marido?
– Una esposa no puede ser hostigada a declarar en contra de su esposo -respondió Wexford-. No es lo mismo.
La mujer consideró la respuesta y la conclusión a la que llegó pareció complacerla.
– No volverá a hablar conmigo, ¿verdad?
– Quizás. Es una posibilidad. Espero que no piense en viajar a alguna parte.
– ¿Por qué lo pregunta? -Entornó los párpados como señal de desconfianza y el inspector adivinó que había pensado en ello.
– La escuela acaba la semana próxima -dijo Wexford-. No quiero que se vaya por ahora, señora Snow. -Se detuvo al llegar a la puerta. Ella estaba detrás de él pero le dejó que abriera la puerta-. Creo que tiene un pariente que vive en Ladyhall Avenue, ¿es verdad?
– No. ¿De dónde sacó esa idea?
Wexford no iba a decirle que se lo había mencionado su marido o que el lugar de residencia de esta persona era la razón por la que no había querido ir nunca al apartamento de Annette.
– Entonces, ¿un amigo?
– Nadie -afirmó ella-. Mi familia proviene de Tunbridge Wells.
El inspector jefe se marchó pensando que si Annette había amenazado con apresurar el matrimonio con Snow por medio de contárselo todo a Carolyn, esto hubiese sido el móvil de Snow para cometer el asesinato. La reacción de Carolyn al enterarse de la infidelidad continuada de su marido justificaba el crimen como la única salida. Ella era tan despiadada y rencorosa como había esperado Snow. Además él lo sabía; había habido otra antes de Annette.
Quizás él había ido a Ladyhall Avenue el miércoles por la noche para rogarle a Annette que mantuviera el silencio. Tal vez le había prometido el cielo. Llevarla a cenar de vez en cuando no hubiera estado mal, pensó Wexford. Ir de vacaciones juntos a algún lugar o sólo hacerle un regalo. Pero no había funcionado. Ella no había querido aceptar nada que no fuera divorciarse de Carolyn y su casamiento. Habían discutido, él había arrancado el cordón de la lámpara y la había estrangulado… Era el arrancar el cordón lo que no cuadraba. Se necesitaba fuerza. Además, en el ardor de la pelea, ¿no hubiera sido más lógico que le rodeara el cuello con las manos?
Cruzó la acera hasta el coche donde Karen le esperaba sentada al volante, el único ejercicio que haría hoy. El doctor Crocker primero, y el doctor Akande después, le habían recomendado caminar más (el mejor ejercicio cardiovascular, habían proclamado ambos) y se preguntaba si decirle o no a Karen que se llevara el coche y le dejara recorrer a pie el par de kilómetros hasta la comisaría, cuando vio al doctor que venía hacia él. Wexford fue consciente en el acto de la reacción pusilánime que hace simular que no te ha visto a una persona, que impulsa a cruzar a la otra acera y desviar la mirada, cuando el encuentro en ciernes puede significar un reproche o una recriminación. Él no había ofendido de ningún modo al doctor Akande; por el contrario, había hecho todo lo que estaba a su alcance y en el de los policías a sus órdenes por encontrar a la hija desaparecida, pero a pesar de esto sentía vergüenza. Y para acabar de empeorarlo, quería evitar el encuentro con una persona tan triste y desesperada como el doctor. Pero no evitó el encuentro. Un policía debe enfrentarse a todo o cambiar de trabajo (reciclarse, según la oficina del paro). Era un principio que había seguido desde hacía treinta años.