Выбрать главу

– ¿Cómo está, doctor?

– Vengo de visitar a una paciente a la que sólo le faltan dos años para cumplir los cien -contestó Akande-. Incluso ella me preguntó si tenía alguna noticia. Todos son muy bondadosos, muy solidarios. Me digo a mí mismo que sería peor si dejaran de preguntar.

Wexford no supo que decir.

– No dejo de pensar en lo que pudo haber hecho Melanie, a dónde fue, y todo lo demás. Es como si no pudiese pensar en otra cosa. Le doy vueltas y más vueltas. Incluso a veces me pregunto si llegaremos a recuperar su cuerpo. Nunca entendí por qué las personas que pierden a sus hijos en la guerra reclaman sus restos o quieren saber dónde están enterrados. Pensaba ¿qué más da? Lo que quieres es a la persona, al ser vivo que quieres, no la… la envoltura exterior. Ahora lo comprendo.

La voz de Akande se había quebrado al pronunciar la palabra «querer» como se quiebra la voz de todas las personas desgraciadas cuando la dicen.

– Tendrá que disculparme, debo irme -murmuró el doctor, y se alejó caminando como un ciego. Wexford vio que le costaba meter la llave en la cerradura de la puerta del coche. Sin duda las lágrimas le impedían ver.

– Pobre hombre -comentó Karen.

– Sí -respondió Wexford mientras se preguntaba si esta era la primera vez que ella utilizaba juntos ese adjetivo y ese sustantivo.

– ¿A dónde vamos, señor?

– A Ladyhall Avenue. -Hizo una pausa antes de añadir-: Ingrid Pamber nos dijo algo que aparentemente se perdió en la conmoción general por la conducta de Snow. ¿Sabe de qué hablo?

– ¿Algo referente a Snow?

– Quizá no sea verdad. Es una mentirosa y para colmo una liante.

– ¿Es aquello de que la esposa tenía un pariente o amigo que vivía delante de Ladyhall Court?

Wexford asintió. Salieron de Queens Gardens, donde vivía Wendy Stowlap, y pasaron por el supermercado de la esquina donde Ingrid había hecho la compra para Annette. Un hombre aporreaba furioso el cristal de la cabina de teléfonos donde una mujer hablaba, sin hacerle caso.

Una mujer ciega les atendió. Los ojos, en sus cunas de arrugas, eran como canicas cuarteadas por tanto uso. Wexford se presentó con voz suave:

– Soy el inspector jefe Wexford, de la policía de Kingsmarkham, y esta es la sargento detective Malahyde.

– Es una mujer joven, ¿verdad? -comentó la señora Prior, mirando a media distancia.

Karen contestó que sí.

– Puedo olería. Es muy agradable. Roma, ¿no es así?

– Sí, así es. Muy inteligente de su parte.

– Vaya, los conozco todos, todos los perfumes, es así cómo distingo a una mujer de otra. No se molesten en mostrarme sus credenciales, no puedo verlas y supongo que no huelen. -Gladys Prior celebró con una carcajada su muestra de ingenio-. ¿Qué ha pasado con aquel joven, B U R D E N? -Evidentemente era una broma personal y volvió a reír.

– Hoy está ocupado en otra parte -respondió Wexford.

Percy Hammond no miraba por la ventana. Dormía. Pero el sueño ligero de los muy ancianos se interrumpió cuando entraron en la habitación. Wexford se preguntó qué aspecto había tenido de joven. No había nada en aquel rostro arrugado, consumido, cuarteado, que sugiriera los rasgos de la edad madura, y mucho menos los de la juventud. Apenas si parecía humano. Sólo las encías rosadas, que dejaba ver cuando sonreía, indicaban que alguna vez había tenido dientes, desaparecidos quizá cincuenta años atrás.

Vestía un traje a rayas con chaleco y camisa sin cuello. Las rodillas levantaban la tela gris como una estructura con ángulos agudos, y las manos apoyadas en ellas parecían patas de paloma.

– ¿Quieren que asista a una rueda de identificación? -preguntó-. ¿Qué señale cuál es él en una fila de detenidos?

Wexford contestó que no. Mientras felicitaba mentalmente al señor Hammond por su rápida deducción, añadió que no había dudas sobre quién había robado en el apartamento de Annette. Ya tenían a alguien ayudándoles con las investigaciones de este asunto.

– De todos modos, no hubieses podido ir -señaló la señora Prior-. No en tu estado. -Se dirigió a Karen, que al parecer le había caído bien-. Tiene noventa y dos años, sabe.

– Noventa y tres -le corrigió el señor Hammond, confirmando la ley de Wexford referente a que sólo cuando la gente tiene menos de quince o más de noventa se añaden años a su verdadera edad-. Cumpliré noventa y tres la semana que viene, y podría ir. No salgo desde hace cuatro años, así que cómo sabes que no puedo.

– Una deducción inteligente -replicó Gladys Prior con una risita en dirección a Karen.

– Señor Hammond -dijo Wexford-, usted le contó al inspector Burden lo que vio al amanecer del jueves. ¿También miraba por la ventana la tarde-noche anterior?

– Siempre miró por la ventana. A menos que esté dormido o esté oscuro. Incluso a veces de noche. Puedes ver con la luz de las farolas si apagas la luz de la habitación.

– ¿Apagó la luz, señor Hammond? -preguntó Karen.

– Tengo que pensar en la factura de la electricidad, señorita. La tarde-noche del miércoles tenía la luz apagada, si eso es lo que quiere saber. ¿Quiere saber lo que vi? Le he estado dando vueltas, he intentado recordarlo todo. Sabía que ustedes volverían.

Era una bendición como testigo, pensó Wexford.

– ¿Me dirá lo que vio, señor?

– Siempre les observo regresar a casa del trabajo, aunque ahora hay unos cuantos que se han marchado de vacaciones. La mayoría no me hace caso pero aquel tipo, Harris, siempre me saluda. Regresó a eso de las cinco y veinte y diez minutos más tarde llegó una chica. Tenía coche y lo aparcó delante. Hay una raya amarilla que prohíbe aparcar hasta las seis y media, pero no le prestó atención. No le había visto antes. Una chica muy guapa, de unos dieciocho años.

Ingrid se sentiría halagada, aunque sin pasarse. Cuando llegas a los noventa y tres, pensó Wexford, cualquiera con cincuenta te parecerá que tiene treinta, y los veintiañeros, niños.

– ¿Entró en los apartamentos?

– En efecto, y salió al cabo de cinco minutos. Bueno, fueron siete. No soy muy bueno calculando el tiempo, pero a ella la controlé, no sé por qué. Es por hacer algo. Algunas veces lo hago, es como un juego, y apuesto. Me dije a mi mismo: van diez chelines, Percy, a que sale antes de diez minutos.

– La señorita no sabe que son diez chelines, Percy. Ya no vives en la realidad. Son cincuenta peniques, querida, han pasado veinte años o más desde el cambio pero para él es como si fuera ayer aclaró la señora Percy.

– ¿Qué pasó después? -le interrumpió Wexford.

– No pasó nada si es que se refiere a la entrada de extraños. La señora Harris salió y regresó con el diario de la tarde. Cené. Lo mismo de siempre, una rodaja de pan con mantequilla y un vaso de Guinness. Vi llegar el coche que lleva a Gladys a su club de ciegos.

– A las siete en punto -dijo la señora Prior-. Y regresé a las nueve y media.

– Señor Hammond, ¿cenó en aquella mesa? ¿Miró la tele?

El anciano sacudió la cabeza. Señaló la ventana.