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– Ese es mi televisor.

– No tienes ocasión de ver mucho sexo y violencia, ¿verdad, Percy? -Gladys Prior se tronchó de risa.

– ¿Así que continuó mirando? ¿Qué ocurrió después de marchar la señora Prior?

Percy Hammond arrugó todavía más su rostro arrugado.

– Poca cosa más. -Miró a Wexford con una expresión de astucia-. ¿Qué quería que viese?

– Sólo lo que vio -señaló Karen.

– Me interesa saber qué pasó alrededor de las ocho, señor Hammond -contestó Wexford-. No quiero ponerle ideas en la cabeza, pero ¿vio a un hombre entrar en Ladyhall Court entre las cinco y las ocho y cuarto?

– Sólo a aquel tipo con su perro. Hay un hombre que no sé cómo se llama, Gladys tampoco lo sabe, que tiene un spaniel. Lo saca a pasear todas las tardes. Le vi. Me hubiese llamado la atención no verle. Algo no iba bien, pensó Wexford, algo iba muy mal. Se le escapaba.

– ¿A nadie más?

– A nadie.

– ¿Ni a un hombre ni a una mujer? ¿No vio a nadie entrar alrededor de las ocho y salir entre las diez y las diez y media?

– Ya le dije que no soy muy bueno con las horas. Pero no vi ni un alma hasta que apareció aquel muchacho que le mencioné al señor No sé cuantos.

– B U R D E N, querido. Se llama Burden. -Dijo la señora Prior con nuevas risas.

– Y entonces estaba oscuro. Ya estaba en la cama, dormía pero me levanté. ¿Por qué me levanté, Gladys?

– A mí no me lo preguntes, Percy. Supongo que para hacer pipí.

– Encendí la luz por un momento pero me cegaba y la apagué. Miré por la ventana y vi a aquel muchacho salir cargado con una caja muy grande, ¿o eso fue después?

– Fue al amanecer, señor Hammond -le corrigió Karen, con dulzura-. Le vio por la mañana, ¿no lo recuerda? Era el joven por el que nos preguntó, si tenía que señalarlo en una rueda de identificación.

– Comprendido, está claro. Ya le dije que no soy muy bueno con las horas.

– Creo que le hemos cansado, señor Hammond -se disculpó Wexford-. Nos ha prestado una gran ayuda pero queremos preguntar una cosa más. A usted y a la señora Prior. ¿Alguno de ustedes está relacionado con unas personas llamadas Snow que viven en Harrow Road, Kingsmarkham?

Dos rostros viejos y desilusionados se volvieron hacía él. Ambos deseaban excitación, odiaban no poder dar una respuesta afirmativa.

– Nunca les he oído mencionar -contestó la señora Prior, de mala gana.

– Supongo que conoce a todo el mundo de…, a todos los que viven en esta calle, ¿verdad? -le preguntó Wexford a la anciana mientras bajaban las escaleras.

– Iba a decir «de vista», ¿no es así? Bendito sea, no me hubiera molestado. Aunque hubiese sido más preciso decir «por el olor». -Esperó hasta llegar al pie de las escaleras para reírse-. Por aquí hay muchos viejos, las casas son antiguas, y algunos viven en ellas desde hace cuarenta, cincuenta años. ¿La persona relacionada con esos Cómo-se-llamen es joven o vieja?

– No lo sé -respondió Wexford-. No lo sé.

12

La casa era nueva, acabada de terminar, quizá no hacia más de una semana que le habían dado la última mano de pintura. Sin embargo tenía la sensación de estar en una deformación temporal. No es que viera Mynford New Hall como algo viejo, sino como si hubiese retrocedido doscientos años y que, convertido en un personaje de una novela histórica, le hubiesen traído aquí para que viera una mansión flamante.

Era de estilo georgiano, con un pórtico de columnas y una balaustrada a todo lo largo del techo bajo, una casa grande, blanco marfil, las ventanas de guillotina perfectamente proporcionadas, las columnas estriadas. En los nichos a cada lado de la puerta principal había jarrones de piedra llenos de hiedras y culandrillos. Un sendero de grava hubiese sido más apropiado pero el camino de coches era de cemento. Las macetas y cubas de madera colocadas en todo el recorrido contenían árboles y cipreses amarillos, fucsias rojas en floración, madroños naranja y crema, pelargonios rosados. Por contraste, los arriates estaban pelados, no asomaba ni una brizna en la tierra removida.

– Dales una oportunidad -susurró Dora-. Sólo llevan aquí cinco minutos. Han debido alquilar las plantas para la fiesta.

– Entonces ¿dónde vivían antes?

– En aquel lugar colina abajo, la casa de la viuda.

La colina era una suave pendiente de prados verdes que llevaba hacia un valle arbolado. Se alcanzaba a ver un techo gris entre los árboles. Wexford recordó la vieja mansión en lo alto de la colina, un pastiche estucado que no era lo suficientemente antiguo ni con el valor arquitectónico necesario para justificar su preservación. Los Khoori no habían tenido pegas para demolerla y construir la nueva mansión.

Los invitados llenaban el enorme jardín. En medio se levantaba una gran carpa a rayas. Wexford la calificó lacónico como «la tienda del té», expresión que a Dora le pareció instintivamente poco respetuosa o incluso de lèse majesté. Su marido no quería ir. Ella replicó, faltando un poco a la verdad, que él lo había prometido, después añadió que le vendría bien salir un poco, distraerse. Por fin él aceptó porque ella dijo que no iría sola.

– ¿Conoces a alguien aquí? Porque sino podríamos ir a dar un paseo. No me importaría nada ir a echar una ojeada a la vieja casa de la viuda.

– No, calla. Ahí está nuestra anfitriona y si no me equivoco viene a por ti.

Anouk Khoori era una criatura proteica. Wexford retenía en su mente la imagen de ella en chándal, el rostro au naturel, el pelo recogido en una coleta; y en aquella otra imagen, la asistente social de lujo, la entusiasta candidata, vestida para impresionar, con los zapatos de tacones altos, las joyas y el solitario solitario.

Ahora también estaba en su mano pero con muchos otros compañeros, que resplandecían en sus dedos con destellos azules y blancos mientras caminaba hacia ellos. Y una vez más era otra, no se trataba del cambio que producen en las mujeres el peinado y el vestuario, sino que estaba irreconocible. Si se la hubiese encontrado en otra parte, si Dora no hubiese estado allí para identificarla, dudaba mucho que hubiese podido reconocer a Anouk Khoori. Esta vez era la señora del castillo en gasa amarilla y una enorme pamela de paja con margaritas, rizos dorados sobre la frente y sueltos sobre los hombros.

– Señor Wexford, sabía que vendría pero de todos modos estoy encantada. ¿Y esta es la señora Wexford? ¿Cómo está usted? ¿No somos afortunados al tener un día tan magnífico? Tienen que conocer a mi marido. -Miró a su alrededor, después oteó el horizonte-. En este momento no le veo. Pero vengan, les presentaré a unos muy queridos amigos nuestros que sé que les encantarán. -Como una de esas mujeres que nunca se preocupan mucho por las demás mujeres, dirigió su mirada y su mejor sonrisa a Wexford, un rayo deslumbrante de sus labios pintados color geranio con un pincel fino y los dientes blancos como la porcelana-. Y que estarán encantados con ustedes -añadió.

Los muy queridos amigos resultaron ser un hombre mayor, arrugado y encogido, con el rostro de un viejo gurú pero vestido con téjanos y botas vaqueras, y una muchacha unos cincuenta años más joven. Anouk Khoori, un genio a la hora de recordar nombres y experta en eliminar los apellidos dijo:

– Reg y Dora, no veía la hora de presentarles a Alexander y Cookie Dix. Cookie, cariño, este es Reg Wexford, un «importantísimo jefe de policía».

¿Cookie? ¿Cómo diablos le podían poner a nadie ese nombre? Medía casi treinta centímetros más que su marido, y vestía como la princesa de Gales en Ascot, pero con el pelo negro hasta la cintura.

– ¿Algo así como un sherif? -preguntó la joven.

Anouk Khoori soltó una larga carcajada y como si la risa hubiera sido una señal, se marchó. Wexford se asombró al ser consciente de su propia reacción, una intensa repulsión física. ¿A qué se debía? Ella era hermosa, al menos así opinaban muchos, fuerte y sana, extremadamente limpia, desodorizada, entalcada, perfumada. Sin embargo, se había encogido al tocarle la mano y su olor cerca de él era como un aliento fétido.