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Dora hacía un esfuerzo por charlar con Cookie Dix. ¿Vivía cerca? ¿Qué le parecía el vecindario? Él también podía charlar como cualquiera pero no veía razón para esforzarse. El viejo permanecía en silencio con el entrecejo fruncido. A Wexford le recordaba una película de terror que había visto una noche que no podía dormir. Aparecía una momia que el científico había desenvuelto, resucitado y llevado a una fiesta idéntica a esta.

– ¿Ha visto los diamantes de Anouk? -preguntó Cookie de sopetón.

Dora, que hablaba tranquilamente sobre el tiempo en julio, de cómo nunca hacía calor del todo en Inglaterra hasta julio, se quedó muda.

– Los que lleva ahora cuestan cien billetes. Increíble, ¿no? Y en la casa hay otro millón en piedras.

– ¡Dios mío!

– Ya lo puede decir. -La joven se inclinó, algo necesario para acercar el rostro al de Dora, pero en lugar de susurrar añadió con voz normal-: La casa es siniestra, ¿no le parece? Da pena. Creen que está basada en un proyecto de Nash para una casa que nunca se construyó pero no lo es, ¿no es así, cielo?

La momia ladró. Era exactamente lo mismo que había ocurrido en la película, sólo que en aquel momento la gente había escapado gritando.

– Mi marido es un arquitecto muy famoso -les informó Cookie. Torció el cuello y casi tocó el rostro de Wexford con el suyo-. Si fuésemos los personajes de un libro, que yo le mencionara los diamantes sería una pista, cometerían un robo mientras estamos en el jardín, y usted tendría que interrogar a toda esta gente. ¿Sabía que hay quinientas personas?

Wexford se rió. Le caía bien Cookie Dix, su comportamiento ingenuo, sus piernas largas.

– No me extraña. Sin embargo, dudo que hayan dejado la casa sin vigilancia.

– No tienen a nadie más que a Juana y Rosenda.

De pronto la momia comenzó a cantar con una voz de tenor cascada una de las canciones de Mikado: «Dos pequeñas doncellas de las Filipinas, una de ellas adolescente…».

– Pensaba que teman servicio -comentó Dora, en voz baja.

– Tenían una muchacha más, la hermana de la nuestra, pero los ricos son muy tacaños. Por suerte, mi querido Alexander no lo es y Dios sabe que está forrado. -El rostro de la momia se agrietó. Enfrentados a una sonrisa idéntica las mujeres de la película habían comenzado a chillar-. Casi siempre contratan personal -dijo Cookie-. Los sirvientes no se quedan. Salvo, estas dos. Les pagan una miseria pero lo necesitan porque envían el dinero a sus casas. -Por algún motivo Cookie bajó la voz-. Es lo que hacen los filipinos.

– Filipinas -apuntó la momia.

– Gracias, cariño. ¡Eres tan riguroso! ¿Vienen ustedes a tomar una taza de té?

Juntos bajaron la pendiente verde; les distrajeron de su objetivo los entretenimientos considerados correctos para este tipo de actos benéficos. Una morena guapa con un suéter blanco que le llegaba a los tobillos rifaba cestas de Fortnum y Mason. Un joven vestido con una bata y provisto con un caballete y una paleta hacía retratos por cinco libras. Debajo de una pancarta amarilla con el rótulo de un grupo benéfico en negro, un hombre exhibía a sus hijas mellizas, dos niñas rubias con vestidos de organdí blanco y zapatos de charol negro. Se invitaba a los asistentes a adivinar la edad de Phyllida y Fenella y aquel que se acercara más a la fecha del nacimiento recibiría de premio un enorme oso de peluche blanco que estaba colocado sobre el mostrador.

– Ven cómo es vulgar -señaló Cookie-. Ese es su problema. No conocen la diferencia.

Dora miró brevemente a las niñas mientras contestaba al comentario de Cookie.

– ¿Se refiere a que la rifa está bien y quizás el retratista, pero que lo del oso sobra?

– Así es. Eso es precisamente lo que quiero decir. Penoso, de verdad, cuando lo tienes todo.

Por fin Alexander Dix se expresó sin hacerlo cantando. Wexford pensó que su voz correspondía a la de un francés que hubiese vivido, por ejemplo, en Casablanca, hasta los treinta, y pasado el resto de su vida en Aberdeen.

– Qué se puede esperar cuando eres un niño de las cloacas de Alejandría.

Al parecer se refería a Wael Khoori. Wexford, interesado, se disponía a pedir más detalles cuando sucedió lo que siempre pasa en las fiestas. Apareció una pareja que se lanzó sobre los Dix dando gritos de asombro y alegría, y también como siempre, los anteriores compañeros pasaron al olvido. Wexford y Dora se quedaron abandonados delante de Phyllida, Fenella y el oso de peluche.

– Supongo que nos toca hacer algo por esta institución -opinó Wexford. Sacó un billete de diez libras-. ¿Qué dices? Yo creo que tienen cinco años y que nacieron el primero de junio.

– No quiero mirarlas demasiado de cerca. No son animales en una feria. Ahora comprendo lo que quería decir la tal Cookie. Oh, está bien. Digo que tienen cinco pero que cumplirán seis en septiembre, el cinco de septiembre.

– Tienen más -afirmó una voz detrás de Dora-. Ya han cumplido los seis. Rondan los seis y medio.

Wexford se dio la vuelta y vio a Swithun Riding. Su esposa parecía muy baja a su lado. Entre ellos la disparidad de estaturas era mayor que entre Wexford y Dora o, ya puestos, entre Cookie Dix y el arquitecto diminuto.

– ¿Conoce a mi marido? -preguntó Susan.

Se hicieron las presentaciones. A diferencia de su hijo, Swithun Riding respondió. Sonrió mientras pronunciaba el arcaísmo habitual que antiguamente era una pregunta sobre la salud de la otra persona.

– ¿Cómo está usted?

Wexford le entregó su dinero al padre de las mellizas y repitió su estimación de la edad.

– Vaya tontería -opinó Riding-. ¿Acaso no tiene hijos?

La pregunta la formuló en un tono indignado y arrogante. Los buenos modales se esfumaban deprisa. Riding parecía sugerir que Wexford era un fanático del control de natalidad.

– Tenemos dos -replicó Dora, irritada-. Dos hijas. Y también tiene muy buena memoria.

– Verá, es que Swithun es pediatra -intervino la esposa de Riding con un tono de ligero reproche.

Su marido no le hizo caso. Entregó un billete de veinte libras, sin duda como un símbolo de superioridad social y quizá paterna, y Swithun Riding apostó a que tenían seis años y medio.

– Cumplieron seis el doce de febrero -pronosticó pero con una voz tan firme como si quisiera dejar bien claro que independientemente del cumpleaños oficial, esa era la fecha de su nacimiento natural.

Los Riding, a los que se había unido el hosco Christopher con pantalones cortos y camisa polo y una niña rubia de unos diez años, se marcharon hacia el quiosco de plantas. Esto fue suficiente para que Dora escogiera la dirección opuesta hacia la tienda del té. La merienda era un asunto de lujo, veinte clases de bocadillos, buñuelos con mermelada y crema agria, pasteles de chocolate, tarta de café y almendras, fruta de la pasión, helados, lionesas, fresas con nata y muchas cosas más.

– Todo lo que más gusta -dijo Wexford, sumándose a la cola.

Era una cola muy larga, una serpiente de invitados que se enroscaba por todo el perímetro interior de la carpa a rayas amarillas y blancas, la clase de cola que casi nunca se ve, completamente distinta a la cola de personas desilusionadas y mal vestidas que esperan el autobús o peor, como Wexford había visto recientemente en Myringham, que esperan la olla popular delante de una fonducha. La carpa de Glyndebourne era lo más parecido a ésta que podía imaginar. Había estado allí una vez e, incómodo por llevar esmoquin a las cuatro de la tarde, había hecho la cola para que le sirvieran los canapés de salmón ahumado como ahora. Pero allí había muchos que como él vestían ropas pasadas de moda, esmoquin de apenas acabada la guerra, mujeres mayores con vestidos de encaje negro de los años cuarenta, mientras que aquí era como si la página central de Vogue hubiese cobrado vida. Dora dijo que la mujer que tenían delante llevaba un traje de Lacroix, mientras abundaban los vestidos de Caroline Charles. Ella comentó al pasar: