– Kein Problem -respondió Robin.
Después de que se marcharan los Burden y Mark, Wexford cogió el folleto que le había dejado su yerno, el ES 461. Mejor dicho, la fotocopia del folleto. El original se lo había llevado Neil para su entrevista en el Servicio de Empleo. Neil, cuyo método para enfrentarse a las desgracias era revolcarse en ellas, con el máximo posible de humillación, se había tomado la molestia de fotocopiar las diecinueve páginas de lo que el Servicio de Empleo llamaba un «formulario». Había llevado la colección de hojas azul, verde, amarillo y naranja a una imprenta rápida donde tenían una fotocopiadora de color para que Wexford pudiera ver el ES 461 en todo su esplendor (sus palabras) y leer las exigencias que un gobierno benefactor hacía a sus ciudadanos en paro.
Habían acuñado una palabra nueva para la portada: «buscaempleo». Había tres páginas de notas que leer antes de rellenar el «formulario» y a continuación cuarenta y cinco preguntas, muchas de ellas múltiples, que a Wexford le causaron mareo. Algunas eran inocuas, otras penosas y varias siniestras: ¿La salud limita su capacidad de trabajo? preguntaba la número treinta, que seguía a la veintinueve: ¿Cuál es el salario más bajo que está dispuesto a aceptar? Las perspectivas eran muy limitadas. ¿Tiene calificaciones académicas (Graduado Escolar, Bachillerato, Formación Profesional, Estudios Superiores)? ¿Tiene vehículo propio?, preguntaba la número nueve. La cuatro quería saber: Si no ha trabajado en los últimos doce meses, ¿en qué ha ocupado su tiempo?
Esta última le enfureció. ¿Desde cuando eso era asunto de los consejeros, funcionarios de tres al cuarto, de ese departamento gubernamental? Se preguntó qué respuestas esperaban aparte de «buscar trabajo». ¿Pasé quince días en las Bahamas? ¿Cené en Máxima? ¿Coleccioné porcelana china? Tiró sobre la mesa las páginas de colores y se fue a la sala donde Navratilova continuaba su combate en la pista central.
– Déjame sitio -le dijo a Robin sentado en el sofá.
– Pas de problème.
Los doctores tenían antaño la costumbre de decirte que volvieras a la semana siguiente o «cuando los síntomas hayan desaparecido». En la actualidad estaban demasiado ocupados para hacerlo. No querían volver a ver a los pacientes sin síntomas, al menos si podían evitarlo. Había demasiados del otro tipo, de los que de verdad tenían que estar en cama y ser visitados a domicilio, pero que se veían obligados a arrastrarse hasta el centro médico y desparramar sus virus por la sala de espera.
El virus de Wexford se había esfumado en el momento en que el doctor Akande pronunció las palabras mágicas. No tenía la intención de ir otra vez para una simple revisión e incluso desobedeció la recomendación médica de tomarse un par de días de descanso. De vez en cuando pensaba en aquella pregunta, aquella que formulaba a la víctima del «buscaempleo» cómo había pasado su tiempo, y se preguntó cuál sería su respuesta. Cuando él no trabajaba, estaba de vacaciones pero no se había ido de viaje. Leía, hablaba con los nietos, pensaba, secaba los platos, se tomaba una copa con un amigo en el Olive. ¿Sería suficiente? ¿O en realidad querían leer otra cosa?
Sin embargo, cuando el doctor Akande le llamó al cabo de una semana, primero se sintió culpable, y después aprensivo. Dora atendió la llamada. Eran casi las nueve de la noche de un miércoles de principios de julio, y todavía había sol. Las puerta-ventanas estaban abiertas y Wexford releía El extranjero de Camus, después de treinta años, y espantaba a los mosquitos con el Kingsmarkham Courier.
– ¿Qué quiere?
– No lo ha dicho, Reg.
Cabía la probabilidad remota que Akande fuera un médico tan concienzudo y meticuloso como para preocuparse de controlar a los pacientes que únicamente habían padecido ligeras molestias. A menos -ya Wexford se le hizo un nudo en la garganta- que «el virus de las caídas» no fuera el asunto baladí que había diagnosticado Akande, que no fuera el resultado de una plaga generalizada pero de poca importancia sino algo mucho más serio, los primeros síntomas de…
– Ya voy.
Se puso al teléfono. Por las primeras palabras de Akande supo que no le diría nada sino que le preguntaría algo; el doctor no le dispensaba sabiduría sino que se presentaba con la gorra en la mano; esta vez era él, el policía, quien debía hacer el diagnóstico.
– Lamento molestarle, señor Wexford, pero quizá puede ayudarme. -Wexford esperó-. Seguramente no es nada.
Estas palabras, no importaba las veces que las escuchaba, siempre le estremecían. En su experiencia, casi siempre era algo y, cuando se las comunicaban, representaban algo malo.
– Si fuese algo grave de verdad hubiera llamado a la comisaría pero no es para tanto. Mi esposa y yo no conocemos a mucha gente en Kingsmarkham, no hace mucho que estamos aquí. Dado que es usted mi paciente…
– ¿Qué ocurre, doctor?
Una risita de disculpa, una vacilación, y Akande dijo, utilizando una frase curiosa:
– Intento en vano encontrar a mi hija. -Hizo una pausa. Lo intentó otra vez-. Quiero decir que no sé cómo averiguar dónde está. Desde luego, tiene veintiún años. Es toda una mujer. Si no estuviera viviendo con nosotros, si tuviera su propia casa, ni siquiera me hubiera enterado de que no había regresado, no se me…
– ¿Quiere decir que su hija ha desaparecido? -le interrumpió Wexford.
– No, no, eso es muy fuerte. No ha vuelto a casa y anoche tampoco estaba donde pensábamos que había ido. Pero como le dije, ella es mayor. Si cambió de opinión y fue a otra parte…, bueno, está en su derecho.
– ¿Aunque usted esperaba que ella se lo comunicara?
– Creo que sí. No es de fiar en este tipo de cosas, ya sabe cómo son los jóvenes, pero nunca nos había pasado…, bueno, es como si nos engañara. Nos dice una cosa y hace otra. Es como yo lo veo. En cambio, mi esposa está preocupada. Mejor dicho, está muy angustiada.
«Siempre son las esposas», pensó Wexford. Proyectan sus emociones en las esposas. Mi esposa está angustiada. Mi esposa se preocupa. En realidad, se lo pido porque todo este asunto afecta la salud de mi esposa. Como se tenían por hombres fuertes, auténticos machos, deseaban que se les considerara libres de temores, sin angustias, y también sin deseos, sin pasiones, añoranzas o necesidades.
– ¿Cómo se llama?
– Melanie.
– ¿Cuándo vio a Melanie por última vez, doctor Akande?
– Ayer por la tarde. Tenía una cita en Kingsmarkham y después pensaba coger el autobús para ir a casa de una amiga en Myringham. Anoche su amiga celebraba la fiesta de su veintiún cumpleaños. Según nos dijo, se quedaría a dormir allí. Cumplieron la mayoría de edad a los dieciocho, así que lo que hacen es celebrar dos fiestas, una a los dieciocho y otra a los veintiuno.
Wexford ya se había dado cuenta. Le interesaba mucho más el terror reprimido en la voz de Akande, un pánico que el doctor disimulaba con un optimismo patético.
– No la esperábamos en casa hasta esta tarde. Si no tienen ningún compromiso no se levantan hasta el mediodía. Mi esposa estaba en el trabajo y yo también. Pensábamos que la encontraríamos en casa a nuestro regreso.
– ¿Puede ser que entrara y volviera a salir?
– Quizá. Tiene su llave. Pero no estuvo en casa de Laurel, la amiga. Mi esposa llamó. Melanie no se presentó. Aunque no me parece que ese sea un motivo de preocupación. Ella y Laurel tuvieron una pelea… bueno, una discusión. Oí que Melanie se lo decía por teléfono, recuerdo cada una de sus palabras: «Ahora cuelgo y no cuentes con verme el miércoles».
– ¿Melanie tiene novio, doctor?
– Tenía. Cortaron hará cosa de dos meses.
– ¿Pero quizá se… reconciliaron?
– Tal vez. -Lo reconoció de mala gana. Sin embargo cuando lo repitió el tono era más alegre-. Tal vez. ¿Se refiere a que ella se reunió con él ayer y se fueron a alguna parte juntos? A mi esposa no le gustaría. Tiene unas ideas bastante estrictas en éstos temas.