– No pruebes la crema agria, Reg.
– No pensaba hacerlo -mintió él-. ¿Supongo que podré probar el pastel de nueces? ¿Y unas cuantas fresas?
– Desde luego, pero recuerda lo que dijo el doctor Akande.
– El pobre diablo tiene demasiadas cosas en las que pensar como para preocuparse de mi nivel de colesterol.
Todas las mesas de la marquesina estaban ocupadas. Tal como había predicho, el jefe de policía estaba aquí; compartía mesa con su delgada esposa pelirroja y dos amigos. Wexford se quitó rápidamente de la vista y él y Dora se llevaron las bandejas fuera. Se tuvieron con conformar con una pared baja como asiento y una balaustrada como mesa. Estaban a punto de comenzar a comer cuando una voz exclamó a sus espaldas:
– ¡Sabía que era usted! Me alegro mucho de verle, porque aquí no conocemos a nadie.
Ingrid Pamber escoltada por Jeremy Lang con una bandeja cargada hasta los topes con bocadillos, tartas y fresas.
– Sé lo que está pensando -añadió Ingrid-. Qué demonios hace esta pareja entre la gente de pasta.
Por fortuna, ella no sabía lo que él pensaba. Si no se hubiese impuesto hacía años la regla de nunca admirar a otras mujeres mientras estaba en compañía de su esposa, de no hacerlo nunca ni siquiera de pensamiento, se habría deleitado contemplando su piel rosada y blanca, el pelo brillante y satinado como el de un caballo de carrera, la figura esbelta y el mohín encantador de sus labios. Con su top blanco y la falda de algodón estaba diez veces más bonita que Anouk Khoori, Cookie Dix o la morena que dirigía la rifa de cestos. Entonces abandonó la admiración encubierta y dijo que aunque no había pensado en ello, ¿cómo era que estaba aquí?
– El tío de Jerry es amiguete del señor Khoori. Son vecinos en Londres.
El tío. Así que era cierto lo del tío. Dado que el Londres de Khoori no podía estar muy lejos de Mayfair, Belgravia o Hampstead, el tío debía ser un hombre rico.
Ingrid ejercitó una vez más sus dotes de telépata, pero ahora con mayor acierto, y dijo:
– Eaton Square. ¿Podemos hacerles compañía? Es fantástico tener con quien hablar.
Wexford presentó a Dora que les invitó con mucha gracia a compartir la pared.
Ingrid comenzó a charlar sobre la alegría de tener dos semanas de vacaciones, de todos los lugares adonde ella y Jeremy habían ido, de un concierto de rock, de una función de teatro en Chichester. Mientras hablaba no dejaba de comer a dos carrillos. ¿Cómo era que los flacos podían comer tanto sin problemas? Las chicas como Ingrid, los chicos como el esquelético Jeremy engullían pastas con doble ración de crema agria. Nunca parecían pensar en las consecuencias, sencillamente se las comían.
En cualquier caso, más le valía mirar la comida y pensar en sus efectos que no en esta encantadora muchacha que ahora alababa con mucha amabilidad el vestido de Dora. Esta tarde sus ojos parecían más azules que nunca, mostraban el color del plumaje del martín pescador. Ella preguntó si habían participado en el concurso de adivinar la edad de las mellizas. Jeremy había dicho que era ridículo pero ella insistió porque quería ganar el oso de peluche. Ingrid apoyó una mano sobre la manga de Wexford.
– Los muñecos de peluche me chiflan. No lo recuerdo, ¿estuvimos en el dormitorio cuando vino al apartamento?
La serpiente desenroscándose en el jardín. Quizá se mostraba cortés y encantadora, pero también estaba el veneno, la diminuta bolsa debajo de la lengua. La respuesta de Dora fue una leve expresión de sorpresa pero nada más. Jeremy, mientras atacaba el segundo plato de tarta, terció:
– Claro que no entró en el dormitorio, Ing. ¿Por qué iba a entrar? Si hasta un gato se sentiría allí como en una lata de sardinas.
– O un oso de peluche -rió Ingrid-. Tengo un spaniel dorado que mi papá me trajo de París cuando yo tenía diez años, un cerdo rosa y un dinosaurio que vino de Florida. Aunque no lo parezca, el dinosaurio es el más encantador de todos, ¿no es así, Jerry?
– No es tan encantador como yo, pero está bien -contestó Jeremy, mientras cogía una lionesa-. ¿Han conocido a mi tío Wael?
– Todavía no. Hablamos con la señora Khoori.
– Supongo que todavía puedo llamarle tío. En realidad no lo sé. No hablaba con él desde que cumplí los dieciocho. Si quieren se lo presento.
A Wexford y Dora les daba un poco lo mismo pero no podían decirlo. Jeremy se quitó las migas de los téjanos y se levantó.
– Quédate aquí, Ing -dijo cariñoso-, y acábate las lionesas. Sé que te encantan.
Encontrar a Wael Khoori les llevó mucho tiempo y les obligó a dar casi toda la vuelta a Mynford New Hall. Wexford divisó al jefe de policía camino de unos sombrajos de diseño futurista y calculó que evitaría el encuentro. Jeremy comentó que cuando llegó había esperado encontrar una casa parecida a uno de los supermercados de su tío Wael con lo que llamó «aquellos minaretes» o algo parecido al aeropuerto de Abu Dhabi. En cambio vio esta sosa casa georgiana. ¿El señor y la señora Wexford conocían el aeropuerto de Abu Dhabi? Mientras Dora escuchaba la descripción de aquella extravagancia sacada de las Mil y una noches, y trampa para turistas, Wexford miró las ventanas de la casa nueva confiando en que quizá vería asomar el rostro de Juana o Rosenda.
Era una casa demasiado grande para sólo dos criadas. La señora Khoori no parecía ser una de esas mujeres que se hacen la cama o lavan las tazas del desayuno. Por lo menos había veinte dormitorios y otros tantos baños. ¿Qué se sentiría al tener que cruzar medio mundo para darle de comer a los hijos?
El cielo comenzaba a nublarse y por encima de la llanura mostraba un púrpura amenazador. Se levantó una leve brisa desde los bosques mientras bajaban por la ladera. A Wexford le desagradaba la idea de volver a subir, comenzaba a aburrirle la caza del anfitrión cuando era obligación suya buscarles. Y estaba a punto de decirlo, aunque con cortesía, cuando de pronto Jeremy miró atrás y saludó al grupo que tenían a las espaldas.
Tres hombres, dos de ellos cogidos del brazo. Lo más normal, pensó Wexford, hubiese sido verles vestidos con albornoces y chilabas, pero todos vestían trajes occidentales y uno de ellos era anglosajón, piel rosada, rubio, calvo. Los otros dos eran obesos y altos, más altos incluso que Wexford. Ambos tenían las facciones semitas, nariz ganchuda, labios finos, los ojos juntos. No había duda de que eran hermanos: el más joven tenía la piel oscura picada de viruelas, pero el otro no era más moreno que un inglés bronceado mientras que el pelo, abundante y un poco largo, era blanco como la nieve. Parecía unos diez años mayor que su esposa aunque ella quizá fuera mayor de lo que aparentaba.
Lo que menos le interesaba a Wael Khoori en este momento, en medio quizá de una importante discusión de negocios, era verse abordado por su sobrino postizo y que le presentara a unas personas que no deseaba conocer. Esto resultó evidente por su expresión primero abstraída y después un tanto irritada. Una cosa era cierta, conocía bien a Jeremy, aquí no había exagerado, aunque a Wexford no le hubiese sorprendido lo contrario. Le llamó «querido muchacho» como un padrino Victoriano.
Jeremy les presentó a Khoori como «Reg y Dora Wexford, amigos de Ingrid», algo que Dora comentaría después como un poco exagerado. Khoori se comportó de aquella manera que se dice que se comporta la familia real cuando les presentan a desconocidos. Pero su actitud mientras formulaba las preguntas banales era un tanto impaciente en lugar de amable, tenía prisa por continuar con lo suyo.
– ¿Vienen de muy lejos?