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– Vivimos aquí -contestó Wexford.

– ¿Agradable, verdad? Un lugar bonito, mucho verde. ¿Han tomado el té? Vayan a tomar una taza, mi esposa dice que es excelente.

– Así es -afirmó Jeremy-. Creo que tomaré un poco más.

– Bien hecho, querido muchacho. Saluda a tu tío de mi parte cuando le veas. -A Wexford y a Dora, les soltó la frase habitual-: Ha sido un placer. Vuelvan otra vez.

Cogió del brazo a sus dos compañeros, a los que no había presentado, y se alejó con ellos hacia la espesura tan densa como un laberinto. Jeremy les comentó con tono íntimo, mientras regresaban a la tienda.

– Tiene una voz curiosa, ¿no? ¿Se han fijado? Inglés del estuario con una pizca de cockney.

– Sin embargo, no puede ser.

– Bueno, en realidad sí. Su hermano, que se llama Ismael, habla de la misma manera. Tuvieron una niñera inglesa y él dice que era de Whitechapel.

– Entonces ¿no se crió en las cloacas de Alejandría? -preguntó Dora.

– ¿De dónde ha sacado esa idea? Sus padres eran aristócratas. Mi tío William dice que su padre era un bey, califa o algo así, y se crió en Riadh. Eh, Ing, perdona que hayamos tardado tanto.

– Han dado el resultado de la adivinanza -les informó Ingrid-. Ni a ti ni a mí nos ha tocado el oso. Le tocó al 368. Pero no se lo llevaron porque la persona no se presentó. ¿Por qué la gente participa y después no se preocupa de saber si ha ganado?

Dora dijo que era hora de marcharse y, con una variante de la fórmula de Khoori, añadió que estaba encantada de haberles conocido. Wexford dijo adiós.

– Quizá teníamos que haber ofrecido llevarles. Jeremy me comentó que no vinieron en coche, lo tienen en el taller.

– Me lo creo -replicó Wexford.

Hubiese estado bien tener que llevarlos de regreso a Kingsmarkham, quizás invitarlos a una taza de té y después escuchar como Dora en su inocencia les invitaba a visitarles la próxima semana. «Tienen que conocer a mi hija Sylvia…» Cogió a su esposa del brazo con afecto. Ella sacó su boleto y lo miró mientras pasaban delante de la pancarta de las mellizas, que ya no estaban, aunque el padre -y el oso de peluche- seguían allí.

– Tres-seis-siete -dijo Dora-. Erré por uno. -Se volvió para mirar a Wexford-. Reg, tú debes tener el tres-seis-seis o el tres-seis-ocho.

Claro que él tenía el boleto ganador. Lo sabía por unas de esas intuiciones horribles desde que Ingrid lo mencionó. La respuesta correcta a la pregunta sobre la edad de las mellizas era el uno de junio, fecha en la que Phyllida había nacido hacía cinco años, dos minutos antes de la medianoche, y la fecha de nacimiento de Fenella, era el dos de junio, ya que había nacido diez minutos pasada la medianoche. Nadie había acertado y Wexford había sido el más cercano, con el uno de junio.

– Permítame que se lo devuelva. Lo podrá volver a sortear para la causa.

– No, de ninguna manera -exclamó el padre con un tono desagradable-. Estoy hasta las narices del maldito muñeco. Se lo lleva o lo tiro al no y contamino el entorno.

Wexford se lo llevó. El oso de peluche era grande como un niño de dos años. Sabía que debía hacer con él, aunque vacilaba. Dora le resolvió el dilema:

– Podrías…

– Sí, ya lo sé.

Comían otra vez, siguiendo el consejo de Khoori, y bebían más té. La mayoría de los invitados se marchaban, así que habían conseguido la mejor mesa, fuera de la marquesina y a la sombra de una morera. Wexford dejó el oso de peluche en la silla vacía entre los dos jóvenes. Los ojos brillantes de Ingrid se iluminaron con el deseo, el ansia. ¿Cómo podían los ojos que absorbían la luz y no la devolvían emitir un rayo azul cobalto?

– Es suyo si lo quiere.

– ¡No lo dirá en serio! -Se levantó de un salto-. ¡Es usted maravilloso! ¡Es tan amable de su parte! ¡La llamaré Christabel!

¿Desde cuándo existían osos de peluche hembra? Intuyó lo que vendría a continuación pero no tuvo tiempo de apartarse. Ella le echó los brazos al cuello y le besó. Dora le miró enigmática. Jeremy continuó engullendo la tarta de café y almendras. El cuerpo de Ingrid, que era una delicia, relleno y delgado al mismo tiempo, se mantuvo casi pegado al suyo un instante más de lo correcto. Él le cogió las manos y las apartó suavemente de su cuello.

– Me alegra que le guste -dijo.

Dado que no estaba dentro de la naturaleza de las cosas que ella se sintiera atraída por él -no era rico como Alexander Dix, joven como Jeremy o guapo como Peter Stanton- y la ninfomanía era un mito, sólo quedaba una posibilidad. Era una coqueta. Una coqueta con los ojos más azules del mundo: «Un siglo no bastaría para alabar tus ojos, y tu mirada…». Ni pensar en llevarla hasta su casa.

– Quizá después de todo sea un niño -aceptó Ingrid-. Ya lo sé, usted se llama Reg, ¿no es así?

Wexford soltó la carcajada. Volvió a despedirse, y mientras se alejaba añadió por encima del hombro:

– No está disponible para osos de peluche.

Había una segunda posibilidad y ahora pensó en ella. Ingrid era una mentirosa. ¿Sería también una asesina? ¿Le halagaba para tenerlo de su lado? Llegaron al campo que servía de aparcamiento antes de que Dora abriera la boca. Ya caían las primeras gotas. La brisa había dado paso a un viento fuerte y la mujer que caminaba delante de ellos con una pamela descomunal y un vestido casi transparente tenía que sujetarse la falda.

– Esa chica casi se te come -comentó Dora.

– Sí.

– ¿Quién es?

– Una sospechosa en un caso de asesinato. -Nunca le contaba nada de su trabajo. Ella le miró divertida.

– ¿De verdad?

– De verdad. Subamos al coche. Se te mojará el sombrero.

Había una cola para salir pero no era larga. La hilera de coches tenía que pasar por un portón y dado que la mayoría eran Rolls, Bentley y Jaguar, avanzaban poco a poco. Sólo faltaban pasar dos coches cuando comenzó a sonar el teléfono móvil. Atendió la llamada. Era Karen.

– Sí -dijo-, sí. Ahora mismo.

Dora oía la voz de Karen pero no alcanzaba a distinguir las palabras.

El coche cruzó el portón. Wexford continuó con la conversación:

– ¿A dónde ha dicho? Llevo a mi esposa a casa y de inmediato voy para allá.

– ¿Qué pasa, Reg? ¿Ay, Reg, no me digas que es Melanie Akande?

– Así parece.

– ¿Está muerta?

– Sí -contestó Wexford-. Está muerta.

13

Kingsmarkham está en aquella parte de Sussex que en un tiempo fue la tierra de una tribu celta que los romanos llamaban regnenses. Para sus colonos sólo era un lugar agradable donde vivir, bonito de ver y no demasiado frío, con una población indígena considerada únicamente como mano de obra esclava. Los numerosos restos de niñas desenterradas por los arqueólogos en la zona de Pomfret Monachorum sugieren que los romanos practicaban el infanticidio entre los regnenses para mantener una fuerza de trabajo masculina.

Además de este hallazgo macabro, se encontró un tesoro. Nadie sabe cómo esta fortuna en monedas de oro, estatuillas y joyas fue a parar en un campo de cultivo a unos tres o cuatro kilómetros de Cheriton, pero hay pruebas de que una vez se levantó allí una villa romana. Una leyenda un poco romántica dice que la familia que vivía en la casa, al tener que huir, enterró el tesoro en la esperanza de que algún día volverían para recuperarlo. Pero los romanos nunca más volvieron y comenzó la Edad Media.

Este tesoro lo encontró el dueño del campo mientras araba un trozo pequeño, hasta entonces parte de los terrenos donde pastaban las ovejas, con la intención de plantar maíz destinado a engordar a sus faisanes. Fue valorado en poco más de dos millones de libras, de las que recibió la mayor parte. El hombre abandonó su oficio y se fue a vivir a Florida. La estatuilla de oro de una leona amamantando a sus dos cachorros y dos brazaletes de oro, uno con una escena de la caza del jabalí y el otro con un ciervo acorralado, están expuestos en el museo Británico, donde se los conoce como el lote Framhurst.