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El resultado fue que alentó a los buscadores de tesoros. Llegaban con sus detectores de metales y trabajaban con paciencia y en silencio durante muchas horas. Desde lejos daban la impresión que limpiaban los matorrales y el valle con aspiradoras. Los campesinos no ponían pegas -casi no había cultivos en la zona- y mientras no hicieran ningún daño ni espantaran a las ovejas, no sólo eran inofensivos sino también una fuente potencial de riqueza. Cualquier buscador con éxito tendría que repartir la mitad del botín con el propietario de la tierra.

Hasta ahora no habían encontrado nada. El tesoro del que habían formado parte la leona y los brazaletes parecía ser el único. Pero los buscadores no cejaban en su empeño y fue uno de ellos, mientras recorría por un sector vecino al lugar preferido, pasando y repasando el detector por un trozo de ladera cubierta de guijarros y piedras, quien encontró primero una moneda y después el cadáver de una muchacha.

Era donde comenzaban las tierras bajas, entre Cheriton y Myfleet. Una angosta carretera blanca, sin vallas, paredes o setos, pasaba entre las estribaciones, y era a unos veinte metros a la izquierda, donde comenzaba la parte boscosa, en el linde de un bosque, donde estaba enterrada. Hacía buen tiempo mientras Colin Broadley pasaba el detector de metales, la tierra estaba húmeda por las últimas lluvias pero no había barro. Las condiciones eran ideales para excavar y Broadley, en cuanto encontró la moneda que había hecho sonar la alarma del detector, continuó con la exploración.

– Cuando vio lo que había encontrado -le preguntó Wexford-, ¿por qué no dejó de cavar?

Broadley, un hombre cuarentón, fornido y con la panza típica del bebedor de cerveza, encogió los hombros con una expresión de avaricia. No era arqueólogo sino un lampista en paro que actuaba movido por la codicia. No fue él el que llamó a la policía sino un automovilista que, alertadas sus sospechas al ver la amplitud de la excavación, había parado el coche para echar un vistazo. Este buen ciudadano. James Ranger, de Myringham, esperaba sentado en su coche desde hacía dos horas que le permitieran marcharse.

– ¿No le parece extraño? -insistió Wexford.

– Tenía que sacarla -contestó Broadley-. Alguien tenía que hacerlo.

– Esa era tarea de la policía -señaló Wexford, y era verdad que la policía había acabado el trabajo. Sabía muy bien lo que había pretendido Broadley. Después de encontrar la moneda y siendo un hombre sin muchos remilgos, había continuado cavando en busca de las monedas o joyas que pudieran estar debajo del cadáver.

No había nada. El cuerpo estaba desnudo. Tampoco era posible afirmar, en este momento, si había o no alguna relación entre el cadáver y la moneda. Para Broadley la moneda era el primer indicio de un tesoro romano, pero Wexford vio que era un medio penique de la época victoriana, con la efigie de la joven reina. El peinado se parecía un poco al de las actrices en las películas de la Roma antigua. El inspector envió a Broadley a sentarse en uno de los coches patrulla en compañía de Pemberton.

No paraba de llover. Habían extendido una lona sobre la fosa y los árboles daban un poco de reparo. Debajo de la lona el patólogo examinaba el cadáver. No era sir Hilary Tremlett ni la bête noire de Wexford, el doctor Basil Sumner-Quist, que estaban de vacaciones, sino un asistente o un sustituto que se había presentado a sí mismo como señor Mavrikiev. Wexford, provisto con un paraguas -había diez paraguas en la escena, debajo de los árboles que goteaban- sostenía una bolsita de plástico con la moneda, aunque era impensable que fueran a encontrar una huella digital en la superficie incrustada de tierra. En cuanto Mavrikiev saliera del agujero y tomaran las fotos, se ocuparía de aquello que más le espantaba: ir a Ollerton Avenue y decírselo a los Akande.

Era responsabilidad suya. No podía enviar a Vine o a Burden para que lo hicieran por él. Desde que habían denunciado la desaparición de Melanie, les había visitado cada día, con la única excepción de la vez que encontró a Akande en la calle. Se consideraba amigo de ellos y era consciente de que lo había hecho porque eran negros. Su raza y su color merecían su atención especial, aunque esto no era correcto. En teoría, si de verdad se consideraba libre de prejuicios, tenía que tratarlos como a los padres de cualquier otra chica desaparecida.

Mavrikiev levantó uno de los lados de la lona y salió del agujero. Uno de sus ayudantes se apresuró a darle un paraguas. Wexford se quedó de piedra al ver que el patólogo se encaminaba directamente hacia su Jaguar sin hacer ningún comentario.

– ¡Doctor Mavrikiev! -llamó.

El hombre era bastante joven, rubio, con un cierto aire nórdico. Probablemente tenía antepasados ucranianos, pensó Wexford.

– Señor. Señor Mavrikiev -le corrigió el hombre.

Wexford se tragó su enfado. ¿Por qué siempre eran tan groseros? Éste parecía el peor de todos.

– ¿Puede darme una fecha aproximada de la muerte? -Por un momento Wexford pensó que Mavrikiev le pediría sus credenciales.

– Diez días -contestó, con voz agria-. Quizá más. No soy adivino.

No, usted es un cabrón de primera.

– ¿Y la causa de la muerte?

– No le dispararon. No la estrangularon. No la enterraron viva.

Se metió en el coche y cerró de un portazo. Era obvio que no le gustaba salir de su casa en medio de la lluvia un sábado por la noche. Tampoco le gustaría hacer una autopsia en domingo, peor para él. Apareció Burden resbalando en la hierba mojada, con el cuello alzado, el pelo empapado, para él no había paraguas.

– ¿La ha visto?

Wexford sacudió la cabeza. Ya no sentía nada al mirar los cuerpos de los asesinados, ni siquiera los cadáveres en descomposición. Estaba acostumbrado, uno se acostumbraba a todo. Por fortuna, su sentido del olfato no era tan sensible como antes. Se metió debajo de la lona y miró el cuerpo. Nadie lo había tapado, ni siquiera con una sábana. La muchacha yacía de espaldas, en un estado de conservación aceptable. La cara, sobre todo, estaba casi intacta. Incluso muerta, después de varios días de estar enterrada, parecía muy joven.

Las manchas oscuras en la piel negra, la masa pegajosa a un lado de la cabeza, quizás eran producto de la descomposición o podían ser golpes. Él no lo sabía, pero Mavrikiev lo averiguaría. Uno de los brazos formaba un ángulo extraño y se preguntó si se lo habían roto antes de morir. Salió del pozo e inspiró con fuerza.

– Dijo diez días o más -comentó Burden-. Ese cálculo cuadraría.

– Sí.

– Son once días desde aquel martes. Si el que la trajo aquí vino en coche, lo dejó en la carretera. Claro que quizás ella estaba viva cuando llegaron. Tal vez la mató aquí. ¿Quiere que vaya a la autopsia? Dijo mañana a las nueve. Iré si quiere. Le prometo que no hablaré con Mavri no-sé-qué si no me habla él primero.

– Gracias, Mike -contestó Wexford-. Le juro que preferiría asistir a la autopsia antes que hacer lo que tengo que hacer esta noche.

Las nueve menos diez y todavía estaba claro, de esa manera triste como sólo pueden ser los atardeceres lluviosos en Inglaterra. Resultaba difícil distinguir si llovía o era agua que caía de los árboles. No se movía ni una hoja y la humedad era un vapor helado. La casa estaba a oscuras, pero eso no significaba nada. Apenas si había comenzado el crepúsculo. Wexford tocó el timbre y de inmediato se encendió una luz en el vestíbulo y otra en la galería encima de su cabeza. Reconoció al muchacho que abrió la puerta. Era el hermano de Melanie.

Wexford se presentó. La presencia del muchacho complicaba las cosas, pero quizá fuera mejor para los padres. Tendrían un hijo para consolarlos.

– Soy Patrick. Mis padres están cenando en el comedor. Llegué hoy y estaba durmiendo. Acabo de levantarme.