– Me temo que no traigo buenas noticias.
– Ah. -Patrick le miró por un instante y después desvió la mirada-. Será mejor que hable con mis padres.
Raymond Akande se levantó al escuchar las voces y miró hacia la puerta, pero Laurette no se movió, permaneció sentada muy erguida, con las manos sobre el mantel a cada lado del plato con gajos de naranja. Ninguno de los dos dijo nada.
– Tengo malas noticias, doctor Akande, señora Akande.
El doctor contuvo la respiración. La esposa volvió la mirada hacia Wexford sin decir palabra.
– ¿Por favor, quiere sentarse, doctor? Supongo que ya sabe el motivo de mi visita.
El leve temblor de la cabeza de Akande transmitió su asentimiento.
– Hemos encontrado el cuerpo de Melanie -continuó Wexford-. Quiero decir, creemos que es ella aunque no podemos afirmarlo sin una identificación positiva.
– Ven y siéntate, Patrick -le dijo Laurette a su hijo, con voz firme. Después le preguntó a Wexford-: ¿Dónde la encontraron?
– En el bosque de Framhurst. -¿Por qué tenían que preguntar? No quieran saber nada más.
– ¿Estaba enterrada? -preguntó Laurette, implacable-. ¿Cómo supieron dónde tenían que cavar?
– Mamá, por favor -intervino Patrick, que puso una mano sobre el brazo de su madre.
– ¿Cómo supieron dónde tenían que cavar?
– La gente va por allí con detectores de metal en busca de tesoros como el lote Framhurst. La encontró uno de los buscadores.
Wexford pensó en los morados y el brazo roto, la masa pegajosa en el cráneo, pero ella no preguntó nada más y él no se vio obligado a mentir.
– Sabíamos que debía estar muerta -añadió Laurette-. Ahora lo sabemos de verdad. ¿Cuál es la diferencia?
Había una diferencia y consistía en la existencia o no de la esperanza. Todos los presentes lo sabían. Wexford se sentó en la cuarta silla de la mesa.
– Sólo se trata de una formalidad -dijo-, pero necesito que uno de ustedes identifique el cadáver. Creo que usted es el más indicado, doctor.
Akande asintió. Por fin habló y su voz era irreconocible.
– Sí, de acuerdo. -Se acercó a su esposa y permaneció junto a su silla pero no la tocó-. ¿Dónde? ¿A qué hora?
¿Ahora? No, mejor que durmieran un poco. Mavrikiev haría la autopsia temprano, pero quizá tardaría más de la cuenta.
– Enviaré un coche a recogerlos. ¿Digamos, a la una y media?
– Quiero verla -anunció Laurette.
Era inútil decirle a esta mujer que no, que era un trance por el que no tendría que pasar ninguna madre, porque hubiese sido como decírselo a Medea o a lady Macbeth.
– Como quiera -contestó Wexford.
La mujer no dijo nada más. Miró a Patrick, que debió advertir algún extraño síntoma de debilidad o presintió un primer aviso de que estaba próxima a perder el control. El muchacho la abrazó con fuerza. Wexford se marchó sin despedirse.
Si las facciones hubiesen sido menos inconfundibles, no habría reconocido al patólogo. Y esto no tema nada que ver con el delantal de goma verde y la gorra. Mavrikiev era otra persona. Los cambios de humor tan violentos son raros en las personas normales y Wexford se preguntó qué cataclismo le había agriado tanto el día anterior o que inesperado golpe de suerte le había alegrado tanto hoy. Una de las cosas que más le llamó la atención fue que, en un primer momento, se comportó como si no conociera a los policías.
– Buenos días, buenos días. Soy Andy Mavrikiev. ¿Cómo están ustedes? No creo que tardemos mucho.
Puso manos a la obra. Wexford no le prestó mucha atención. Aunque no le repugnaban el sonido de la sierra en el cráneo ni la visión de los órganos, tampoco le parecía de gran interés. En cambio, Burden lo miraba todo, como había mirado a sir Hilary Tremlett practicando la autopsia de Annette Bystock, y formulaba cantidad de preguntas, a las que Mavrikiev respondía complacido. Mavrikiev hablaba continuamente y no sólo del cadáver que estaba sobre la camilla.
Aunque no había ofrecido una explicación concreta del cambio de humor, había una explicación. A las cinco de la mañana del día anterior su esposa había tenido los dolores de parto de su primer hijo. Se esperaba un parto difícil y Mavrikiev pensaba estar a su lado, pero recibió la llamada de Framhurst Heath precisamente cuando discutían si era mejor continuar esperando un nacimiento normal o practicar una cesárea.
– Como se imaginarán me molestó bastante. Así y todo, llegué a tiempo para ver como le ponían a Harriet la epidural y asistir al nacimiento.
– Felicitaciones -dijo Wexford-. ¿Qué es?
– Una niñita preciosa. Mejor dicho, una niña enorme, casi cinco kilos. ¿Ve esto? ¿Sabe lo que es? Un bazo reventado, eso es lo que es.
Cuando acabó, el cuerpo sobre la mesa -o mejor dicho el rostro, porque el pobre cuerpo vacío estaba completamente cubierto con un trozo de plástico- se veía mucho mejor que en el momento de desenterrarlo. Incluso parecía haberse detenido la descomposición. Mavrikiev había hecho el trabajo del embalsamador aparte del propio. La terrible experiencia que esperaba a los Akande sería un poco menos traumática.
– Corrijo lo que le dije anoche -comentó Mavrikiev mientras se quitaba los guantes-. Le dije diez días o un poco más, ¿no? Ahora seré más preciso. Doce días como mínimo.
– ¿Cuál es la causa de la muerte? -preguntó Wexford.
– Ya le dije que tenía el bazo reventado. Hay una fractura de radio y cubito en el brazo izquierdo. Pero no murió de eso. Era muy delgada. Quizás bulímica. Contusiones en todo el cuerpo. Y una embolia cerebral masiva, coágulos en el cerebro para que lo entiendan. Diría que el tipo le pegó hasta matarla. No creo que utilizara ningún objeto contundente, sólo los puños y quizá los pies.
– ¿Se puede matar a alguien sólo con los puños? -quiso saber Burden.
– Claro. Si es un tipo grande y fuerte. Piense en los boxeadores. Y después piense en un boxeador haciéndole a una mujer lo mismo que le hace a su oponente, sólo que sin guantes. ¿Ahora lo ve?
– Sí, claro.
– Era sólo una cría -comentó Mavrikiev-. ¿Había cumplido los veinte?
– Tenía más -respondió Wexford-. Veintidós.
– ¿En serio? Me sorprende. Bueno, tengo que quitarme estos atavíos y marcharme porque estoy citado a comer con Harriet y Zenobia Helena. Fue un placer conocerlos, caballeros. Recibirán mi informe a la mayor brevedad.
– Zenobia Helena Mavrikiev -dijo Burden en cuanto se marchó el patólogo-. ¿A qué suena?
La pregunta no requería una respuesta pero Wexford la contestó:
– A nombre de criada en uno de los cuentos de Tolstoi. -Miró a Burden-. ¡Vaya cambio con el de anoche, pero que tipo más insensible! Caray, me tocó un poco las narices eso de mezclar lo de su hija con el bazo reventado de la hija de los Akande.
– Al menos no hace bromas macabras como Sumner-Quist.
Wexford fue incapaz de probar bocado. Esta pérdida de apetito, rara en él, pareció complacer a Dora que intentaba continuamente por métodos sutiles o directos que comiera menos. Pero provocó muchos comentarios de Sylvia y su familia, que se había autoinvitado a comer, como ocurría cada vez con más frecuencia cuando llegaba el domingo. Hoy hubiese preferido no tenerlos en su mesa.
Ahora que la novedad de ser la que ganaba el pan de la familia, era un decir, comenzaba a pasar, Sylvia había adquirido el irritante hábito de señalar cada cosa de la mesa y diversos objetos de la habitación, como libros y flores, que estaban fuera del alcance de aquellos que vivían con setenta y cuatro libras a la semana. Esta era la cantidad total que recibían los Fairfax del paro y la Seguridad Social. ¡Que pronto había aprendido a utilizar el arma de los pobres para herir la sensibilidad de los más pudientes! Su padre a veces se preguntaba dónde aprendía estos hábitos tan nefastos.
Cada comentario era precedido por una risa irónica.