– Robin, ahí tienes crema agria para ponerle a las fresas. Aprovecha porque en casa no tendrás ocasión de probarla.
Robin, rápido le respondió con la fórmula habituaclass="underline"
– Koi gull knee.
– Yo en tu lugar no bebería más vino, Neil. Beber es un hábito y no es precisamente un hábito que nos podamos costear tal como están las cosas.
– Si no hay no podré beberlo, ¿no? Pero hay y lo disfruto de la misma manera que tú le dices a los niños que coman la crema agria.
– Mafesh -opinó Robin con mucho sentimiento.
Wexford tuvo la sensación de que malgastaba su vida escapando de las cosas, de situaciones incómodas, de las miserias de la gente. Llovía otra vez. Se dirigió directamente al depósito después de resistir la tentación masoquista de ir a buscar a los Akande.
El coche los trajo a las dos y diez. Por una vez al mando de la situación, Akande le dijo a su esposa:
– Yo entraré primero.
– Está bien.
Laurette tenía los ojos hundidos. Sus facciones parecían más grandes y el rostro más pequeño. Pero llevaba el pelo peinado con esmero, recogido y sujeto con una hebilla. También iba muy bien vestida. Con el traje y la blusa negra, parecía preparada para asistir a un funeral. El rostro de Raymond Akande mostraba el color gris de los últimos días y era evidente que había perdido peso desde la desaparición de su hija. En dos semanas había perdido unos cinco kilos.
Wexford le acompañó a la sala del depósito donde ahora había los cadáveres de dos mujeres. Levantó el borde de la sábana con las dos manos para destapar la cara. Akande vaciló por un momento, después se adelantó. Se inclinó, miró la cara y se apartó de un salto.
– ¡Esa no es mi hija! ¡Esa no es Melanie!
– ¿Doctor Akande, está seguro? -Wexford notó la boca seca-. Por favor, mire otra vez.
– Claro que estoy seguro. Esa no es mi hija. ¿Cree que alguien es incapaz de reconocer a su propia hija?
14
La conmoción lo paraliza todo. No hay pensamientos, sólo reacciones automáticas, movimientos, habla mecánica. Wexford siguió a Akande fuera de la sala, la mente en blanco, sus músculos obedeciendo las órdenes motoras.
Laurette les daba la espalda. Hablaba, o intentaba hacerlo, con Karen Malahyde. Al oír el sonido de los pasos, se levantó sin prisas. El marido se acercó a ella. Su paso era vacilante y cuando extendió la mano para cogerla del brazo, pareció que lo hacía para no caerse.
– Letty -dijo-, no es Melanie.
– ¿Qué?
– No es ella, Letty. -Le tembló la voz-. No sé quién es pero no es Melanie.
– ¿Qué estás diciendo?
– Letty, no es Melanie.
Akande apoyó la cabeza sobre el hombro de su esposa. Ella le rodeó con los brazos y le sostuvo, sostuvo su cabeza contra su pecho y miró a Wexford por encima del hombro del marido.
– No lo comprendo. -Parecía una estatua de hielo-. Le dimos una foto.
La enormidad de lo ocurrido, la comprensión de aquella enormidad, comenzaba a imponerse sobre la conmoción.
– Sí, así es -contestó Wexford.
– La chica muerta, ¿es negra? -preguntó ella, un poco más alto.
– Sí.
– Señora Akande, si quisiera… -intervino Karen Malahyde, al ver la expresión de Wexford.
Suavemente, como si tuviese entre sus brazos a un bebé, como si no quisiese despertarlo, Laurette Akande, susurró:
– ¡Cómo se atreve a hacernos esto!
– Señora Akande -se disculpó Wexford-. Lamento muchísimo lo ocurrido. Nadie lo siente más que yo.
– ¿Cómo se atreve a hacernos esto? -le gritó Laurette. Se olvidó del niño contra su pecho. Sus manos dejaron de cuidarle-. ¿Cómo se atreve a tratamos de esta manera? Usted no es más que un maldito racista como todos los demás. Se presenta en nuestra casa con aires de protector, el gran hombre blanco es condescendiente con nosotros, tan magnánimo, tan liberal!
– Letty, no -le rogó Akande-. Por favor, no.
Ella no le hizo caso. Dio un paso hacia Wexford, con los puños levantados.
– Fue porque es negra, ¿no es así? No la he visto pero lo sé, me lo imagino. Para usted las chicas negras son todas iguales, ¿verdad? Negratas, negritas…
– Señora Akande, lo lamento. Me siento acongojado.
– Usted lo lamenta… ¡Maldito hipócrita! Usted no tiene prejuicios, ¿no es así? Ah, no, usted no es racista, para usted los blancos y los negros son iguales. Pero cuando encuentra a una joven negra muerta tiene que ser nuestra hija porque somos negros.
– No se parece en nada a ella -comentó Akande, sacudiendo la cabeza.
– Pero es negra. Es negra, ¿no?
– Eso es en lo único que se parece, Letty. Es negra.
– No pegamos ojo en toda la noche. Nuestro hijo se pasa sentado toda la noche y ¿qué hace? Llora. Durante horas y horas. No ha llorado en diez años pero lloró anoche. Y se lo decimos a nuestros vecinos, nuestros buenos vecinos blancos que son liberales y tienen tan buen corazón que se compadecen de los padres cuya hija ha sido asesinada, a pesar de que ella es sólo una de esas chicas de color, una de esas negritas.
– Créame, señora Akande -dijo Wexford-, es un error que se ha cometido muchas veces y el muerto era blanco. -Era cierto, pero ella tenía razón, él lo sabía-. Sólo me queda disculparme. Lamento mucho que esto haya ocurrido.
– Vámonos a casa -le dijo Akande a su esposa.
Laurette miró a Wexford como si quisiera escupirle a la cara. Pero no lo hizo. Las lágrimas que no había derramado mientras pensaba que el cadáver era el de la hija rodaban ahora por sus mejillas. Se sujetó al brazo del marido con las dos manos, y él la llevó hacia el coche.
Una lección ejemplar. Pensamos que nos conocemos pero no es verdad, y descubrir nuestra ignorancia resulta amargo. Era cierto como le dijo a Laurette Akande que también se cometían errores con los cuerpos de los blancos, pero eso no le justificaba. Dio por hecho que el cadáver de la muchacha negra era el de la joven desaparecida porque también era negro. No se le ocurrió mirar la foto de Melanie Akande. No comparó las descripciones físicas de las jóvenes. Contrito, recordó cómo aquella misma mañana, sólo tres horas antes, Mavrikiev había manifestado su sorpresa al saber que la joven asesinada no tenía dieciocho o diecinueve años sino veintidós. Recordó algo aprendido de un informe forense hacía ya muchos años, que algunos huesos importantes de la anatomía femenina se amalgamaban antes de los veintidós…
Para él lo peor de todo era la demostración de que estaba equivocado sobre sí mismo. Cometió el error por los prejuicios, por el racismo, por aceptar una conjetura que nunca hubiese aceptado si la muchacha desaparecida hubiese sido blanca y el cadáver blanco. En ese caso sólo habría pensado que quizá se trataba de la joven desaparecida, pero hubiese hecho una verificación mucho más rigurosa antes de llamar a los padres para que la identificaran. Los reproches de Laurette eran válidos, a pesar de su violencia.
Bueno, era una lección y debía aceptarla. En cualquier caso, no pensaba interrumpir las visitas a los Akande. La primera, pero sólo la primera, sería incómoda para todos. A menos, desde luego, que ellos decidieran que fuese la primera y la última. Se había disculpado, y con más humildad de lo habitual en él. No volvería a repetir sus disculpas. Fue consciente, y hasta cierto punto le complació, que la lección ya daba sus primeros resultados, porque a partir de mañana trataría a los Akande no como miembros de una minoría desprotegida que necesitaba de una consideración especial, sino como a seres humanos iguales a todos demás.
Pero si la chica muerta no era Melanie, ¿quién era?
Una chica negra había desaparecido y habían encontrado el cuerpo de una chica negra, pero no había ningún vínculo aparente entre las dos.
Burden, que no tenía los escrúpulos y sensibilidad de Wexford, dijo que no costaría mucho identificarla ahora que la policía contaba con un registro nacional de personas desaparecidas. El hecho de que fuera negra facilitaría las cosas. A diferencia de Londres o Bradford, muy pocos negros vivían en esta parte del sur de Inglaterra y todavía eran menos los que desaparecían. Sin embargo, a media tarde del lunes, ya sabía que en los ordenadores de la policía no figuraba nadie con la descripción de la muchacha como desaparecido en el distrito policial de Mid-Sussex.