– Hay una mujer tamil desaparecida desde febrero. Ella y su marido poseen el restaurante Kandy Palace en Myringham. Pero tiene treinta años y aunque supongo que técnicamente no es negra, los tamiles son muy oscuros…
– Por favor no toquemos el tema -le pidió Wexford.
– Consultaré el registro nacional. Quizá la trajeron aquí, viva o muerta, de algún lugar como Londres Sur, donde seguramente desaparecen chicas cada día. ¿Y qué pasa ahora con nuestra teoría de que a Annette la mataron por algo que le dijo Melanie?
– No pasa nada -dijo Wexford-. Esta chica no tiene nada que ver con Melanie. Es irrelevante, es otra cosa. La situación sigue siendo la misma. Melanie hace algo o dice algo que el asesino no quiere que se sepa y mata a Annette porque Annette, y por lo que parece sólo Annette, sabe lo que es. Después de todo, el hecho de que esta chica esté muerta no significa que Melanie viva. Melanie también está muerta, sólo que hasta ahora no hemos encontrado el cadáver.
– ¿No cree que la chica…? ¿cómo la llamaremos? Tenemos que darle un nombre.
– De acuerdo, pero por amor de Dios no me diga un nombre sacado de La cabaña del tío Tom.
– No la he leído -comentó Burden, extrañado.
– La llamaremos Sojourner -dijo Wexford-, como Sojourner Truth, la poetisa que escribió «¿No soy una mujer?» Y quizá…, bueno, me la imagino como una desamparada, alguien de paso, solitaria. «Soy una extraña entre vosotros, un ave de paso», ya sabe.
Burden no lo sabía. Su expresión era de inquietud y sospecha.
– ¿Sodgemah? -arriesgó.
– Correcto. ¿Qué iba a decir? Dijo que esta chica…
– Ah, sí. ¿No cree que esta chica -me refiero a cómo-se-llama, Sojourner-, no cree que pudo decirle alguna cosa importante a Annette?
– ¿En la oficina de la Seguridad Social? -replicó Wexford, interesado.
– No sabemos quién es pero quizá fue allí a firmar o a presentar la solicitud. Es una manera de identificarla, ver si tienen a alguien que responda a su descripción entre los solicitantes.
– A Annette la mataron el miércoles siete, a Sojourner la mataron antes, el cinco o el seis. Encaja, Mike. Es una buena idea. Muy ingenioso.
– También podemos comprobar los inmigrantes que tenemos registrados -añadió Burden, complacido-. Iré a la oficina de la Seguridad Social. Me llevaré a Barry. Por cierto, ¿dónde está Barry?
El sargento Vine llamó a la puerta y entró en el despacho antes de que Wexford pudiese contestar. Había estado en Stowerton, hablando con James Ranger. Ranger era un viudo jubilado, un hombre solitario que iba a cuidar de sus nietos el sábado por la tarde cuando vio desde el coche a Broadley cavando una tumba.
– Dice que nunca más lo volverá a hacer -les informó Vine-. Al parecer, su hija y su marido se perdieron su cena y baile. Dice que la próxima vez que vea a un campesino, cito textualmente, destrozando el entorno pisará el acelerador y pasará de largo. ¿Saben qué pensó que hacía Broadley? No se lo van a creer. ¡Pensó que buscaba orquídeas! Se ve que por allí crece una variedad de orquídeas muy rara y él se ha nombrado su guardián.
– Ranger de nombre y por naturaleza [2] -comentó Wexford-. Sin embargo, ¿no es un tanto extraño, que un tipo bastante mayor como él, defensor de las especies amenazadas, canguro, propietario de un 2CV de diez años de antigüedad pero impecable, tenga un teléfono móvil? ¿Para qué lo usa? ¿Para llamar a los guardabosques cuando ve que alguien coge una prímula?
– Se lo pregunté. Me contestó que gracias a tenerlo nos pudo llamar.
– Pero no respondió a la pregunta.
– No. Cuando insistí, dijo -ya verán- que era por si tenía una avena de noche en la autopista. -Vine se rió-. Lo tengo entre los primeros de mi lista de sospechosos. Al salir de su casa, mientras iba a buscar el coche, como de costumbre tuve que aparcar a casi un kilómetro, me crucé nada menos que con Kimberley Pearson, que ahora vive en un bloque de pisos de la calle Mayor, no-sé-cuantos Court, eso Clifton Court.
– ¿Habló con ella?
– Le pregunté cómo le iba con la nueva casa. Tenía a Clint con ella muy bien vestido, con un chándal flamante y sentado en un coche nuevo. Ella también iba muy bien arreglada, malla roja, top y zapatos con unos tacones así de altos. -Vine levantó una mano y separó el pulgar y el índice unos diez centímetros-. Es otra mujer. Me había dicho que se mudaba a la casa de su difunta abuela, pero no me parece que sea allí. Me refiero a que los pisos son casi nuevos y muy elegantes.
Burden miró de reojo a Wexford y con un tono de mal disimulado reproche le comentó:
– Esto tranquilizará su conciencia. Usted que se preocupaba tanto por su destino.
– «Preocupado» es una palabra demasiado fuerte, inspector Burden -replicó Wexford, tajante-. La mayoría de las personas que no son del todo insensibles se preocuparían por la vida de un niño en esas condiciones.
Por unos momentos reinó un silencio incómodo en el despacho. Vine fue el primero en romperlo.
– Parece que le va bastante bien sin Zack. Supongo que no veía la hora de perderlo de vista.
Wexford permaneció en silencio. Tenía otra cita con los Snow. ¿La muerte de Sojourner afectaría la manera de tratarlos? ¿Debía adoptar un enfoque completamente nuevo? De pronto se sintió como perdido en un bosque oscuro. ¿Por qué le había pegado la bronca a Mike? Cogió el teléfono y le pidió a Bruce Snow que viniera a la comisaría a las cinco.
– No acabo hasta las cinco y media.
– Por favor, a las cinco, señor Snow. Y también quiero ver a su esposa.
– Le deseo suerte -contestó Snow-. Se marcha hoy. Se lleva a los niños a Malta, a Elba o algún lugar así.
– No, no se marchará. -Wexford marcó el número de la casa en Harrow Avenue. La voz de una muchacha respondió a la llamada.
– Por favor, la señora Snow.
– Soy la hija. ¿Quién la llama?
– El inspector jefe Wexford, de la policía de Kingsmarkham.
– Ah. Espere un momento.
Tuvo que esperar más de la cuenta y el enfado fue en aumento. Cuando se puso al teléfono, resultó evidente que Carolyn había recuperado el control. La dama de hielo estaba otra vez en funciones.
– ¿Sí, qué desea?
– Por favor, señora Snow, quiero que venga a comisaría a las cinco.
– Lo lamento, tendrá que ser en otra ocasión. Mi vuelo a Marsella sale a las cinco menos diez.
– Se marchará sin usted. ¿Ha olvidado que le pedí que no se fuera de viaje?
– No, pero no pensé que lo dijera en serio. Es absurdo. ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? Soy la parte perjudicada. Me llevo a mis pobres hijos de aquí para que se repongan. La conducta de su padre les ha roto el corazón.
– La reparación de sus corazones puede esperar algunos días, señora Snow. Supongo que no querrá verse acusada de obstruir investigaciones policiales.
No era tan tonto como para creer que entendía a la gente. Por ejemplo, ¿por qué mentía esta mujer? Era, como acababa de decir, la parte perjudicada. Engañar a la esposa con una amante durante un período de nueve años era una ofensa muy grave, porque además de herirla la había humillado, la hacía aparecer como una tonta. En cuanto a Snow, nunca entendería la conducta del hombre. Nunca hubiera creído posible que aquí, en Inglaterra, en los noventa, un hombre pudiera disfrutar de los favores sexuales de una mujer durante años sin pagarle, sin hacerle ningún regalo ni salir con ella, sin utilizar una habitación de hotel ni siquiera una cama, en la oficina, en el suelo, para poder atender el teléfono si llamaba su esposa.