Si no podía entender eso, ¿cómo podía entender cualquier otro aspecto de la conducta de Snow? Le parecía absurdo que el hombre hubiese matado a Sojourner porque, supongamos, Annette le había hablado de sus relaciones. Pero, asimismo, le resultaban incomprensibles todos los comportamientos de Snow. ¿La mató y la enterró en los bosques de Framhurst? ¿Mató a Annette, mató a la mujer a la que Annette se lo había dicho, sólo para evitar que su esposa se enterara? Bueno, ahora todos sabían lo que había pasado cuando su esposa se enteró… Quizá Sojourner le chantajeaba. Algo de poca monta. A él no le hubiese costado nada darle algún dinerillo de cuando en cuando para que mantuviera la boca cerrada. Entonces ella le pidió más dinero, quizás una suma considerable. Wexford descubrió que le disgustaba pensar de esta manera. En el fondo, de una manera casi inconsciente, tenía a Sojourner por una buena persona. Sojourner era la víctima inocente de unos hombres perversos que la explotaban y abusaban de ella, mientras ella misma era virtuosa y gentil, alguien que sabía guardar un secreto, un alma cándida, simple y temerosa.
Desde luego, la idealizaba. ¿Que había pasado con la lección que había recibido en aquel asunto con los Akande y que consideraba aprendida? No sabía nada de la muchacha, ni su nombre real, ni su país de origen, o si tenía familia, ni siquiera sabía la edad. El informe forense de Mavrikiev, que todavía no había recibido, tampoco le ayudaría con estas preguntas. Incluso no sabía si ella había estado alguna vez en la oficina de la Seguridad Social.
Bruce Snow se sentó en el cuarto de entrevistas número uno con Burden. Su esposa estaba con Wexford en el cuarto de entrevistas número dos. Ponerlos juntos hubiese significado repetir la violenta discusión de la vez anterior. Wexford se enfrentó a una Carolyn Snow malhumorada, mientras Karen Malahyde permanecía de pie detrás de ella con una evidente expresión de desagrado que se debía, supuso el inspector, a todo lo que concernían a la señora Snow: su estilo de vida, su condición de esposa sin un trabajo o ingresos personales y, por desgracia, su nueva posición como mujer engañada.
– Quiero dejar constancia -dijo Carolyn-, que considero un ultraje que se me impida ir de vacaciones. Es una interferencia injustificada a mis derechos y a mi libertad. Y en cuanto a mis pobres hijos, ¿qué han hecho?
– No es lo que han hecho ellos sino lo que ha hecho usted, señora Snow. O, mejor dicho, lo que no ha hecho. Puede dejar constancia de lo que quiera. Pero por mucho que presuma que no dice mentiras, no me ha dicho la verdad.
En el otro cuarto Burden le preguntó a Bruce Snow si deseaba modificar o añadir algo a su declaración anterior, y le puso un ejemplo:
– ¿Puede decirme qué hizo la tarde-noche del siete de julio?
– Estaba en casa, sencillamente estaba en casa. Quizá leía, no lo recuerdo, o miraba la tele con mi esposa, pero no me pregunte qué programa porque no lo sé.
– ¿Ha visto alguna vez a esta muchacha, señor Snow?
Burden le mostró una foto del rostro de Sojourner, asesinada doce días atrás. Estaba muy bien hecha, pero no dejaba de ser la foto del rostro magullado de un cadáver. Snow dio un respingo.
– ¿Es la hija de Akande?
Otra vez el mismo error. Pero Burden no lo dejó pasar.
– ¿Por qué lo dice?
– Eh, pare el carro. No la he visto en mi vida.
Con una mirada trágica como si estuviese de luto, Carolyn Snow le rogó a Wexford que la dejara marchar de vacaciones. Había contratado el viaje seis meses antes. Cuando lo contrató, Snow era uno de los viajeros, pero ahora la hija mayor iría en su lugar. El hotel no tenía habitaciones disponibles para la siguiente semana, no encontraría plazas en ningún vuelo, y la agencia de viajes no le devolvería el dinero pagado.
– Haberlo pensado antes -dijo Wexford, y le mostró la foto de Sojourner, los ojos cerrados, la piel magullada, los trozos en la frente y las sienes donde ya no quedaba pelo-. ¿La conoce?
– No la he visto en toda mi vida. -En lugar de apartarse, Carolyn miró la foto con más atención-. ¿Es de color? No conozco a nadie de color. Mire, he perdido el avión pero la señorita de la agencia dice que nos puede conseguir plazas en el que sale mañana por la mañana a las diez y cuarto.
– ¿De veras? Me sorprende ver como ha mejorado la atención de las compañías aéreas.
– ¡Me pone enferma! Usted no es más que un sádico. Disfruta con todo esto, ¿verdad?
– Hay una buena parte de satisfacción laboral en lo que hago -respondió Wexford, preguntándose si el servicio de Empleo convertiría «satisfacción laboral» en una sola palabra-. Tengo que obtener algo de lo que hago. -Miró su reloj-. El trabajo que no se acaba nunca, ni cobro las horas extras cuando preferiría estar en mi casa con mi esposa en lugar de estar encerrado aquí intentando que me diga la verdad.
– Es feliz en su matrimonio, ¿no es así, inspector jefe? Pues a ver si se entera que todo esto ha destrozado el mío.
– La culpa es de su marido, señora Snow. Vénguese con él si quiere. No quiera vengarse con nosotros.
– ¿Vengarme, qué quiere decir?
Wexford arrimó la silla y puso los codos sobre la mesa.
– ¿No es eso lo que hace? Se está vengando por sus líos con dos mujeres. Niega que él estuviera en casa aquel día, insiste en que salió a las ocho y no regresó hasta el cabo de dos horas y media. Además de quedarse con la casa y buena parte de sus ingresos, quiere la satisfacción añadida de que le acusen de asesinato.
Esta vez la había pillado, lo veía en sus ojos.
– ¿Ella le chantajeaba, señor Snow? -preguntó Burden al otro lado de la pared.
– Olvídelo. Nunca la había visto.
– Sabemos lo que pasó cuando su esposa se enteró de su infidelidad. Lo hemos visto. No es una mujer comprensiva, ¿verdad? Creo que le pagaba y que quizá llevaba tiempo haciéndolo. -Burden se saltó una vez más los límites-. ¿Qué diablos tenía Annette Bystock para que usted siguiera con el asunto? -No hubo respuesta, sólo un gesto agrio-. Sin embargo, usted siguió. ¿Se cansó de pagar? ¿Comprendió que nunca dejaría de pagar, incluso si cortaba la relación con Annette? ¿La solución fue matar a la chantajista?
– Todo lo que dije es verdad pero, sí, me gustaría verle sufrir -afirmó Carolyn Snow-. ¿Por qué no? Me gustaría verle pagar por esas dos mujeres con unos cuantos años en la cárcel.
– Bueno, ya es algo -comentó Wexford-. ¿Y qué me dice de usted, señora Snow? ¿Le gustaría pagar por su venganza?
– No le entiendo.
– Parece mirar las cosas del revés. Supone desde el principio que le interrogamos para confirmar o desmentir las declaraciones de su marido sobre sus movimientos. Que su marido es el sospechoso, que su marido es el único con un motivo para asesinar a Annette Bystock. Pero se equivoca. También está usted.
– No le entiendo -repitió ella, pero esta vez angustiada.
– Sólo tenemos su palabra de que no sabía nada de la existencia de Annette en la vida de su marido hasta que la asesinaron. Ya sabemos lo que vale su palabra, señora Snow. Tenía usted mejores motivos que él para asesinarla, más motivos que nadie.
– ¡Yo no la maté! -Carolyn se levantó, sin color en el rostro-. ¿Está loco? ¡Claro que yo no la maté!
– Eso es lo que dicen todos -replicó Wexford, sonriente.
– ¡Le juro que yo no la maté!
– Usted tenía motivos. Tema los medios. No tiene una coartada para la tarde-noche del miércoles.
– ¡Yo no la maté! ¡No la conocía!
– Quizá quiera hacer una declaración, señora Snow. Con su permiso grabaremos lo que diga. Después me iré a casa.