Carolyn se sentó. Jadeaba, la frente arrugada, los labios fruncidos. Se clavó las uñas en las palmas hasta que consiguió recuperar parte de su control. Comenzó a decirle al magnetófono lo que había pasado. Había estado sola en su casa de Harrow Avenue, excepto por el hijo menor, que se encontraba en su habitación. Su marido se había marchado a las ocho y había regresado a las diez y media. Se interrumpió en este punto y le preguntó a Wexford:
– ¿Mañana podré irme?
– Me temo que no. No quiero que salga del país. Si quiere, váyase de vacaciones a Eastbourne, no tengo ningún inconveniente.
Carolyn Snow se echó a llorar.
En otros tiempos, el sargento Vine había pasado muchas horas sentado en una de las mesas en la parte de atrás, haciéndose pasar por un empleado, mientras esperaba que cierta persona se presentara a firmar. Por lo general se trataba de alguien que buscaba por algún delito menor, y esta era la manera infalible de cazarlo. Daba igual lo que ganaran con los robos, por atracar en las tiendas, con los tirones de bolsos. Todos querían cobrar también el paro.
A diferencia de Wexford y Burden que eran unos recién llegados a la oficina de la Seguridad Social, este era un territorio conocido para Vine. Nadie se llevaba bien con Cyril Leyton y Osman Messaoud era difícil de abordar, pero mantenía buenas relaciones con Stanton y las mujeres. Burden, ocupado con Leyton y el guardia de seguridad, le dejó que hiciera lo suyo. Mientras esperaba que Wendy Stowlap se desocupara, observó al público y vio a dos que conocía. Uno era Broadley, el que descubrió el cadáver de Sojourner, el otro la hija mayor de Wexford. Intentaba recordar su nombre, debía comenzar con una letra entre la A y la G, cuando se marchó el cliente de Wendy.
– Cada día hay más extranjeros, italianos, españoles, de todas partes. ¿Por qué tenemos que mantenerlos con nuestros impuestos? Yo no sé qué se piensa la Unión Europea que somos -le comentó Wendy a Vine.
– Pero a que no tiene muchos clientes negros -replicó el sargento-. Me refiero en este rincón del bosque.
– ¿Qué ha querido decir con eso? ¿Qué este es el quinto infierno? -Wendy era nativa de Kingsmarkham y estaba muy orgullosa de su ciudad-. Si no le gusta vivir aquí, ¿por qué no regresa a Berkshire o a dónde sea, que es tan alegre y sofisticado?
– Vale, perdone, pero ¿los tiene?
– ¿Si tengo clientes que son de color? Se sorprendería. Tenemos más que hace dos años. Bueno, tenemos más clientes que los que teníamos hace dos años, muchos más. Quizá la recesión se esté acabando, pero el problema del paro sigue siendo muy grave.
– ¿Así que no se habrá fijado por casualidad en una chica negra?
– Mujer -le corrigió Wendy-. Yo no le llamo a usted chico.
– Ojalá -dijo el sargento Vine.
– En cualquier caso, no vi a ninguna mujer negra hablando con Annette. Sabe, ni siquiera vi a la tal Melanie. Con toda franqueza, ya tengo bastante faena en el mostrador como para fijarme en lo que hacen los demás. -Wendy apretó el botón del letrero luminoso-. Así que si me perdona atenderé a los clientes.
Peter Stanton preguntó si Sojourner era guapa. Reconoció que le gustaban las mujeres negras, tenían unas piernas fantásticas. Le gustaban sus cuellos, como cisnes negros, y sus manos delgadas. Y la forma de caminar, como si llevaran un cántaro en la cabeza.
– Sólo la vi cuando ya estaba muerta -le contestó Vine.
– Si presentó la solicitud, quiero decir, si completó el ES 461, la encontraremos. ¿Cómo se llamaba?
Hayley Gordon también preguntó el nombre de Sojourner. Los dos supervisores le hicieron un montón de preguntas inútiles sobre si había pedido el subsidio de desempleo o el salario social, si había trabajado alguna vez, y qué clase de trabajo buscaba. Osman Messaoud, que esta semana en lugar de atender en el mostrador ocupaba la misma mesa donde Vine acostumbraba a sentarse, dijo que cerraba su mente y algunas veces los ojos cuando las solicitantes eran mujeres jóvenes. Si por casualidad las veía se forzaba a sí mismo a no mirar.
– Su esposa no se fía de usted ni un pelo, ¿no es así?
– Es correcto que una mujer sea posesiva -afirmó Osman.
– Eso es algo discutible. -A Vine se le ocurrió una idea. Le dio vueltas mientras pensaba en cómo hacer la pregunta sin ofender-. ¿Su esposa… eh… es india como usted?
– Soy ciudadano británico -contestó rápido Osman, con un tono helado.
– Ah, disculpe. ¿Y su esposa de dónde es?
– De Bristol.
El tipo disfrutaba con esto, pensó Vine. En voz alta añadió:
– ¿Puedo saber de dónde provenía la familia?
– Me pregunto qué sentido tiene todas esto. ¿Acaso soy sospechoso del asesinato de la señorita Bystock? ¿O quizá lo es mi esposa?
– Sólo quería saber… -Vine renunció y acabó la frase sin pelos en la lengua-, si también es de color.
Messaoud sonrió satisfecho por haber puesto al sargento en una situación incómoda.
– ¿De color? Que expresión más interesante. ¿Rojo quizás, o azul? Mi esposa, sargento detective Vine, es una dama afrocaribeña de Trinidad. Pero no está en el paro y nunca ha puesto un pie en esta oficina.
Por fin, después de mucho bregar. Vine consiguió averiguar entre todos los empleados de la oficina de la Seguridad Social, y con la renuncia a lo políticamente correcto por todas las partes, que cuatro de los beneficiarios eran negros. Dos hombres y dos mujeres y todos mayores de treinta años.
15
– ¿Sabías que el PNB ha presentado un candidato en los comicios para el consejo de Kingsmarkham?- le preguntó Sheila por teléfono.
– Pero si son la semana que viene -dijo Wexford, mientras intentaba recordar quién o qué era el PNB.
– Lo sé. Pero acabo de enterarme. Ya tienen un representante parlamentario.
Por fin lo recordó. El PNB era el Partido Nacionalista Británico, postulante de una Gran Bretaña blanca para el hombre blanco.
– Eso es en Londres Este -replicó él-. Aquí es distinto. Los conservadores ganarán de calle.
– Los ataques racistas en Sussex han aumentado un setecientos por ciento el año pasado, papá. Es un hecho. No puedes negar las estadísticas.
– Está bien, Sheila. No creerás que me entusiasma tener a una pandilla de fascistas en el consejo, ¿verdad?
– Entonces más te valdrá votar por los liberaldemócratas o por la señora Khoori.
– Se presenta, ¿no es así?
– Como independiente en la lista de los conservadores.
Wexford le habló de los encuentros con Anouk Khoori y de la fiesta. Ella le preguntó por Sylvia y Neil. Por primera vez en muchos años Sheila estaba sin un hombre en su vida. Esta carencia parecía haberla convertido en una mujer más calmada y triste. Interpretaría el personaje de Nora en La casa de muñecas en una producción del festival de Edimburgo. ¿Él y mamá pensaban asistir? Wexford pensó en Annette, en Sojourner y en la desaparecida Melanie y contestó que no, lo sentía mucho pero era imposible.
Dispuesto a visitar a los Akande por primera vez desde la escena en el depósito, se dijo a sí mismo que no fuera cobarde, tenía que enfrentarse a ellos, había actuado de buena fe aunque sin cuidado, pero por todo esto fue incapaz de desayunar. El café fue lo único que consiguió tragar. Recordó una frase de Montaigne: «Hay un viejo dicho griego que dice que los hombres se atormentan no por las cosas en sí sino por lo que piensan de ellas». ¿Quien podía decir si pensaba correctamente?
Después de las tormentas del fin de semana, había vuelto el tiempo cálido y no tan húmedo, hacía calor, el aire cristalino, el cielo de un azul fuerte y brillante. Las lilas rosas y blancas habían florecido en el jardín de los Akande. Él olió el fúnebre perfume incluso antes de llegar a la verja. Laurette Akande abrió la puerta. Wexford dijo «Buenos días» y esperó a que se la cerrara en las narices.