En cambio, ella la abrió un poco más y le invitó a pasar, aunque no muy a gusto. Parecía contrita. La casa estaba en silencio. Sin duda Patrick, su hijo, aún no se había levantado; sólo eran un poco más de las ocho. El doctor se encontraba en la cocina, de pie junto a la mesa, bebiendo un jarro de té. Dejó el jarro, se acercó a Wexford y sin venir a cuento, le estrechó la mano.
– Lamento lo ocurrido el domingo -dijo Akande-. Es obvio que no hubo mala intención de su parte. Confiábamos en que no lo tomara a mal y que dejara de visitamos, ¿no es así, Letty?
Laurette Akande encogió los hombros y miró en otra dirección. Wexford pensó que quizá la convertiría en una de sus leyes -llevaba un catálogo mental de la primera ley de Wexford, la segunda, la tercera…-, según la cual si después de las dos o tres primeras excusas dejabas de disculparte con la persona ofendida, esta no tardaría en pedirte disculpas.
– En realidad -añadió Akande-, y por extraño que resulte, nos alegró. Nos dio esperanzas. El hecho de que la muchacha no fuera Melanie nos da motivos para pensar que Melanie sigue con vida. ¿Cree que es una tontería?
Lo creía, pero no pensaba decirlo. Estaban en la peor posición que pueden estar los padres, peor que la de aquellos cuyo hijo está muerto, peor que los padres de Sojourner, si es que tenía. Eran los padres cuyo hijo ha desaparecido y que quizá nunca sabrán cuál fue su final, los tormentos que padeció y cuál fue la causa de la muerte.
– Sólo puedo decir que me encuentro en la misma situación de hace dos semanas. No tengo la menor idea de lo que puede haberle pasado a Melanie. De todos modos continuaremos la búsqueda. No cejaremos en el empeño. En cuanto a la esperanza…
– Una pérdida de tiempo y energía -afirmó Laurette, con aspereza-. Perdone, tengo que ir a mi trabajo. Los pacientes no pueden dejar de ser atendidos sólo porque la hermana Akande ha perdido a su hija.
– No haga caso a mi esposa -dijo el doctor en cuanto ella se marchó-. Todo esto es terrible para ella.
– Lo sé.
– Sólo agradezco tener esta sensación bastante ilógica de que Melanie está viva. Puede parecer ridículo, pero casi diría que sé que una tarde llegaré a casa después de las visitas y le encontraré sentada aquí. Y ella tendrá una explicación perfectamente razonable para la ausencia.
– ¿Cuál? Sería un error de mi parte alentar sus esperanzas -manifestó Wexford, sin olvidar su decisión de tratar a los Akande como a cualquier otro-. No tenemos motivos para creer que Melanie esté viva.
Wexford vio como Akande meneaba la cabeza al escuchar sus palabras.
– ¿Sabe quien era la otra muchacha, la que confundió con Melanie? Supongo que no tengo derecho a preguntar, como tampoco lo tiene usted a preguntar sobre mis pacientes.
– Estuve a punto de preguntárselo, saber si la había visto antes.
– No le dimos ocasión, ¿verdad? Nos pusimos furiosos en lugar de sentimos aliviados. Nunca la había visto. Sin duda no le resultará difícil averiguar quién era. Después de todo, no hay mucha gente como nosotros por aquí. Sólo uno de mis pacientes es negro.
Estuviesen relacionados o no, la segunda muerte significaba que todos los posibles testigos del primer caso debían ser interrogados otra vez en relación con el segundo. Si alguno de ellos había visto a Sojourner en cualquier parte, había reconocido su rostro, o la recordaba vagamente, esto quizá les daña el vínculo que buscaban. Quizá les ayudaría a descubrir su identidad. La peor situación que podía imaginar era aquella en que el cuerpo de Sojourner hubiese sido transportado en un coche desde un punto a centenares de kilómetros, quizá de alguna ciudad del norte donde había tantas prostitutas negras como blancas, que no tenían pasado, y menos todavía futuro, y cuya desaparición podía pasar inadvertida.
Pensó una vez más en ella con ternura y el informe del forense no disminuyó su ternura. Mavrikiev calculaba la edad en unos diecisiete años. Las heridas eran terribles. Además del bazo, tenía dos costillas rotas. Contusiones en la cara interior de los muslos, las viejas cicatrices en los genitales delataban una violenta agresión sexual anterior y en más de una ocasión. El patólogo señalaba que un fuerte puñetazo le había lanzado al suelo y que en la caída se había golpeado la cabeza contra un objeto duro y afilado. Este le había causado la muerte.
Habían enviado al laboratorio las fibras encontradas en la herida de la cabeza. Mavrikiev expresaba su opinión de que eran fibras de lana pertenecientes a un suéter, no de una alfombra, pero no lo aseguraba porque no era su especialidad. Wexford leyó un informe del laboratorio que confirmaba la opinión. Las fibras eran de lana Shetland y mohair, los componentes típicos de los tejidos de lana. También se encontraron rastros de esta mezcla debajo de las uñas de la víctima, junto con restos de la tierra donde le habían enterrado. Pero no había rastros de sangre debajo de las uñas. No había arañado a nadie luchando para defender su vida.
Embajadas, legaciones, consulados de todos los países africanos. Era una línea de investigación y se la encomendó a Pemberton. Karen Malahyde se concentró en los centros educativos, muchos de los cuales estaban cerrados por vacaciones, lo que significaba llamar a los directores, administradores, bedeles y encargados de residencias. Si Sojourner sólo tenía diecisiete años quizá aún iba a la escuela. Las probabilidades de que se hubiese alojado en un hotel inmediatamente antes de su muerte eran pocas, pero de todas maneras tendrían que preguntar, desde el Oliver y Dove en un extremo de la escala a la más humilde de las pensiones de Glebe Road en el otro.
Annette le dijo a su prima que tenía que contarle algo a la policía, y Wexford se preguntó por qué ella no se lo dijo a Bruce Snow cuando él le llamó aquel mismo martes a última hora de la tarde, la tarde anterior a su muerte. Pensó en el pariente de Ladyhall Avenue cuya existencia negaban los Snow. Y se preguntó qué podía haber hecho una chica tan joven, tan vulnerable y, al parecer, tan poco estimada como Sojourner como para que alguien la matara a golpes. ¿Era posible que estuviese considerando las cosas al revés? ¿Que a Annette no la mataron por lo que le habían dicho, sino que a Sojourner la mataron por lo que Annette le había confiado? ¿Era Annette la depositaría de un secreto, desconocido para Snow, para Jane Winster o para Ingrid Pamber?
– No tuve ánimos para desayunar esta mañana y ahora siento ese desagradable vacío que es la llamada silenciosa para el almuerzo del alma -le dijo a Burden cuando se encontraron delante del Nawab.
– Eso es de P. G. Wodehouse -señaló Burden.
Wexford no hizo ningún comentario. Esta era la primera vez que Burden adivinaba la fuente de una de sus citas. Resultaba una experiencia reconfortante que el inspector se apresuró a disipar con un jarro de agua fría. Con un tono agrio que a veces utilizaba añadió:
– La esposa de Messaoud es antillana.
– Mi mujer es inglesa -dijo Wexford en el interior del restaurante-, pero no significa que conociera a Annette Bystock.
– Es diferente. Usted sabe que es diferente.
Wexford vaciló, cogió un trozo de nan del plato que tenía delante.
– Sí, lo sé. Es diferente. Lo lamento. Y ya que estamos, lamento lo de ayer. No tenía por qué hablarle de esa manera.
– Olvídelo.
– Al menos no delante de Barry. Lo lamento. -Wexford recordó su nueva ley y cambió de tema-. Me gusta el pan indio, ¿a usted no?
– Más que los indios. Lo lamento, pero ese tipo Messaoud es mala cosa. Iré a hablar con su esposa.
Les sirvieron el menú especial que habían perdido, el «Thali rápido», llegó en un par de minutos. Consistía en casi todo lo que considerabas como comida india colocada en el borde de un plato grande con una pila de arroz en el medio y un poppadom aparte. Wexford se sirvió un vaso de agua.