– Ojalá esa foto que tenemos no la hiciera parecer tan muerta, muerta de hace tiempo, pero no se puede evitar. No vendría mal mostrarla por Ladyhall Avenue. Probaremos con los tenderos de la calle Mayor, los centros comerciales y los supermercados.
– La estación de trenes -añadió Burden-, y la de autocares. ¿Iglesias?
– Los negros van a la iglesia más que los blancos, por lo tanto, sí, ¿por qué no?
– ¿Stowerton Industrial State? Se alegrarán de haber perdido a uno. Así no les parecerán que sobran. Disculpe, es un chiste malo. Vale la pena intentarlo, ¿no cree?
– Todo ayuda, Mike.
Wexford suspiró. Por «todo» no se refería a hablar con todos los residentes negros de las islas británicas. En realidad se refería a actuar como si Sojourner hubiera sido una estudiante blanca. Pero de pronto comprendió que no podía ser, que esta no era la manera, por muy ética que pareciera.
Una rápida ojeada al fax de la policía de Myringham que estaba sobre su mesa le dijo que ninguna de las descripciones coincidía con la de Sojourner. Las mujeres desaparecidas estaban clasificadas por etnias, pero ¿no era inevitable esta clasificación en un caso como este? Recordó la conversación que había mantenido una vez con el superintendente Hanlon de la división criminal de Myringham sobre el tema de lo políticamente correcto.
«En lo que a mí respecta -afirmó Hanlon-, PC equivale a “Police Constable” [agente].»
Cuatro mujeres cuyos antepasados pertenecían al subcontinente indio y un africano figuraban en la lista. Myringham, con su industria, aunque ahora casi liquidada, había atraído a muchos más inmigrantes que Kingsmarkham o Stowerton, y a sus dos universidades asistían estudiantes de todo el mundo. Melanie Akande no era la única alumna de la antigua politécnica de Myringham que había desaparecido. En la lista aparecía Demsie Olish de Cambia, estudiante de sociología, cuyo hogar estaba en un lugar llamado Yarbotendo. Una de las indias, Laxmi Rao, era licenciada por la universidad del Sur. No tenían noticias de ellas desde Navidad pero se sabía que no habían regresado a casa. La esrilanquesa que Burden ya le había mencionado como la restauradora ausente. La paquistaní, Naseem Kamar, viuda, había sido operaría en una fábrica de ropa hasta que la empresa cerró en abril. La señora Kamar desapareció al perder el empleo. La policía de Myringham tenía casi la plena certeza de que Darshan Kumari se había fugado con el hijo del mejor amigo de su marido. Asimismo, sospechaban que Surinder Begh había sido asesinada por su padre y tíos por no querer casarse con el hombre que le habían elegido, pero no tenían pruebas para demostrar la teoría.
Tendrían que buscar a los parientes de estas mujeres y llevarlos al depósito para que hicieran una identificación. Bueno, no los de la viuda Kamar. Ella tenía treinta y seis años. Y la edad de Laxmi Rao, veintidós, era un ingrato recuerdo del error cometido. La candidata con más puntos era Demsie Olish. Tenía diecinueve años, había ido a su casa en Gambia en abril y había vuelto, la habían visto la casera, los otros dos estudiantes que vivían en la casa, y los numerosos estudiantes de su curso en Myringham, y después, a partir del cuatro de mayo, no la habían visto más. Transcurrió una semana antes de que denunciaran la desaparición. La pega para que fuera Sojourner era la estatura declarada: un metro sesenta y dos centímetros. Descartadas estas mujeres, tendrían que ampliar las redes…
Convocó una reunión a las cinco para compartir los descubrimientos y proponer a Demsie Olish como la víctima anónima. Una muchacha que había sido amiga suya y que vivía en Yorkshire llegaría al día siguiente para ver el cadáver. Para estar prevenidos, si no se conseguía la identificación, se lo pedirían a Dilip Kumari. Su esposa sólo tenía dieciocho años.
Claudine Messaoud era la cara opuesta de su marido; dispuesta a ayudar en todo lo posible. Al parecer, a Burden le había caído bien, cosa que era un triunfo en las relaciones raciales. Aunque ella no sabía nada de una mujer negra entre dieciséis y veinte años desaparecida, dirigió a Burden a la iglesia a la que asistían ella y otras personas negras. Eran los baptistas de Kingsmarkham. El pastor le dijo a Burden que por lo menos un miembro de la mayoría de las familias negras de Kingsmarkham asistía a la iglesia, por lo general una mujer de mediana edad. Incluso así, eran pocas.
– Laurette Akande también es una de las feligresas -señaló Burden-. Por lo tanto, sólo quedan cuatro familias. Visité a una pero son jóvenes y sus hijos tienen dos y cuatro años. Quizá a Karen le gustaría hablar con el resto.
– ¿Karen? -dijo Wexford.
– Desde luego. Lo haré esta noche. Pero sospecho que ya conozco a dos, me refiero a las que tienen hijos en el instituto. Dos chicas de dieciséis y un chico de dieciocho, todos en sus casas. Les vi.
– Esto nos deja a los Ling -dijo Burden-. Mark y Mhonum, M, H, O, N, U, M, en Blakeney Road. Él es de Hong Kong, tiene el restaurante Moonflower, ella es negra, y no sabemos la edad de los hijos, o si tienen. Ella es la única paciente negra del doctor Akande.
Pemberton había hablado con alguien del consulado de Gambia. Estaban al corriente de la desaparición de su conciudadana, Demsie Olish, y «seguían el caso con atención». Había conseguido menos de las restantes embajadas africanas. Había reducido a cinco el número de mujeres en el registro nacional que se ajustaban a la descripción de Sojourner. Los parientes o, en su ausencia -a menudo no los había- los amigos, tendrían que viajar a Kingsmarkham para el desagradable intento de identificar a la muerta.
Wexford calculaba, por los datos disponibles, que dieciocho personas negras vivían en Kingsmarkham, quizá media docena más entre Pomfret, Stowerton y los pueblos vecinos. Esta cifra incluía a los tres Akande, Mhonum Ling, las nueve personas pertenecientes a las tres familias que iban a la iglesia, los dos clientes masculinos de la oficina de la Seguridad Social, la madre y su hijo que eran los otros dos baptistas de Kingsmarkham. Melanie Akande que era una de las dientas, y la hermana de uno de los baptistas que era la otra.
Los Epson, que vivían en Stowerton, era la familia cuyos hijos estaban al cuidado de Sylvia. Él era negro, ella blanca. El año pasado habían ido de vacaciones a Tenerife dejando al hijo de nueve años a cargo del hermano de cinco. Al parecer estaban otra vez de viaje porque cuando Karen llamó una niñera atendió el teléfono. La mujer respondió a las preguntas nerviosa y molesta pero no sabía nada de ninguna chica negra de diecisiete años desaparecida.
– Aquellos chicos, los jóvenes, que se pasan el día en la escalinata, supongo que no son siempre los mismos, pero el día que fui allí después de que encontramos el cadáver de Annette, uno de ellos era negro. Trenzas y una gorra tejida grande. Al parecer tenemos localizadas y clasificadas a todas las personas negras de Kingsmarkham; no me gusta, pero no dudo que ha de ser así, por lo tanto ¿qué pasa con él? ¿Dónde encaja?
– Hoy no estaba allí -le contestó Barry que después le preguntó a Archbold-. Hoy no estaba, ¿no es así, Ian?
– En efecto, no le vi. Tienes a una madre y a su hijo en la lista; quizá él es el hijo.
– Probablemente es mi chico de dieciocho años -señaló Karen.
– No lo es si el tuyo todavía va a la escuela. A menos que sea un experto en escabullirse. Tenemos que encontrarlo.
Wexford miró a los presentes, y de pronto se sintió como un anciano entre ellos. El resto de lo que iba a decir lo tenía en la punta de la lengua, pero se lo calló. No era fácil, ¿verdad? No todas las madres iban a la iglesia. La mayoría de ellos no asistía regularmente a la escuela ni iba al instituto. En cuanto a las embajadas, suele olvidarse, siempre suele olvidarse, que la mayoría de estas personas son británicas, legalmente son tan británicas como nosotros. No figuran en los archivos, no tienen expedientes, ni carnets de identidad. Y se cuelan por la red.