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Mhonum Ling era una mujer pequeña y robusta con la piel color café y el pelo estirado, aunque un poco ondulado, que tenía el brillo del carbón. Vestida con una bata blanca como la de un médico, entregaba los recipientes de papel de aluminio con chow mein y cerdo agridulce a los clientes cuyos números aparecían en neón rojo por encima de su cabeza. En parte parecía una versión más alegre de la oficina de la Seguridad Social, aunque los clientes del Moonflower se sentaban en sillas de caña y leían Today y Sporting Life.

En cuanto Karen le dijo qué deseaba, Mhonum Ling llamó a su cuñado de forma un tanto perentoria y señaló con la cabeza hacia el mostrador. El se acercó de inmediato.

– ¿Quién es? -preguntó Mhonum mirando la foto.

– ¿No lo sabe? ¿No la vio nunca?

– Nunca. ¿Qué hizo?

– Nada -respondió Karen, precavida-. No ha hecho nada. Está muerta. ¿No ve los informativos de la televisión?

– Tenemos que trabajar -afirmó Mhonum Ling, orgullosa-. No tenemos tiempo para mirar eso. -Con una uña larga pintada color ciruela pinchó a su cuñado, que cotilleaba con un cliente y no había visto la ración de arroz frito y brotes de bambú a sus espaldas. La mujer dirigió una mirada severa a los clientes-. Tampoco tiempo para leer periódicos.

– De acuerdo, no la conoce. Hay un chico, de unos dieciocho años, con el pelo a lo rasta, siempre lleva una de esas gorras de lana, es la única persona de por aquí con esa pinta. Él no es su hijo, ¿verdad?

Por un momento Karen pensó que Mhonum negaría tener hijos por falta de tiempo. En cambio respondió:

– ¿Raffy? Eso suena a Raffy. No te dejes las galletas de la suerte, Johnny. No les gusta olvidarse las galletas de la suerte.

– Entonces, ¿es un pariente?

– ¿Raffy? Raffy es mi sobrino, el hijo de mi hermana. Acabó la escuela hace dos años pero no ha encontrado trabajo. Nunca lo tendrá, no hay trabajo. Mi hermana Oni quería que Mark lo empleara aquí, sólo un trabajo de pinche en la cocina, os vendría bien una ayuda, pero ¿para qué? No la necesitamos y no hacemos beneficencia, no somos asistentes sociales en África.

Karen preguntó la dirección de la hermana y Mhonum se la dio.

– Pero no estará en casa -añadió-. Estará trabajando. Ella tiene trabajo.

Ante la ocasión de encontrar a Raffy en casa, Karen fue a Castlegate, el único bloque de pisos en Kingsmarkham, donde Oni y Raffy Johnson vivían en el número veinticuatro. No era un edificio muy alto, sólo tenía ocho pisos, viviendas construidas por el ayuntamiento que el consistorio estaba dispuesto a vender a los ocupantes, si los ocupantes estuviesen en condiciones de comprarlos. Wexford había vaticinado que muy pronto no tendrían más opción que derruirlo y empezar de nuevo. El apartamento veinticuatro estaba en el sexto piso y el ascensor, como de costumbre, no funcionaba. Karen subió las escaleras convencida de que Raffy no estaba en casa. Acertó.

¿Por qué Wexford suponía que el tal Raffy les ayudaría? No tenía ninguna base, ninguna prueba, sólo una corazonada. Podía llamarlo intuición y a veces, lo sabía, él tenía intuiciones espectaculares. Debía tener fe en él y repetirse que si Wexford consideraba valioso buscar a Raffy porque el chico podía saber la respuesta, posiblemente era cierto. De alguna forma -quizá muy tenue- Sojourner estaba vinculada con este chico del cual su tía hablaba con tanto desprecio.

Karen regresó a la comisaría en el preciso momento en que el Jaguar de Kashyapa Begh se detenía ante la puerta y Wexford le pidió que le acompañara hasta el depósito. Kashyapa Begh era un hombre mayor, arrugado como una pasa, con el pelo blanco, que vestía un traje a rayas y una camisa blanca inmaculada. El alfiler de la corbata de seda roja tenía engarzados un rubí grande y dos diamantes pequeños. Se ganó la antipatía de Karen al preguntarle por qué le escoltaba una mujer en un asunto tan serio. Ella no le contestó, al recordar que probablemente este hombre y sus parientes masculinos habían asesinado a una joven para impedir que se casara con el hombre de su elección. Kashyapa Begh exclamó airado mientras miraba el cadáver sin disimular su desagrado:

– Esto es una pérdida de tiempo lamentable.

– Lo siento, señor Begh. Trabajamos siguiendo un proceso de eliminación.

– Bobadas -afirmó Kashyapa Begh y se marchó a paso ligero hacia su coche.

Apenas había desaparecido de la vista cuando un coche patrulla trajo a Festus Smith, un joven de Glasgow, cuya hermana de diecisiete años figuraba como desaparecida desde marzo. Su reacción ante el cadáver fue muy parecida a la de Begh, aunque no dijo que viajar seiscientos kilómetros para verlo fuera una pérdida de tiempo. Después de él fue el turno de Mary Sheerman de Nottingham, madre de una hija desaparecida. Carina Sheerman había desaparecido cuando regresaba a su casa del trabajo un viernes de junio. Tenía dieciséis años y antes había desaparecido una vez poco antes de cumplir los catorce, pero no era la muchacha muerta en el depósito.

De camino para ver a Carolyn Snow, Wexford pensó que Sojourner era una muchacha local, que había vivido en la ciudad o en el entorno. No se había colado por una red sino que nunca habían denunciado su desaparición. ¿Porque no lo sabían? ¿O porque el que lo sabía quería ocultar su ausencia, de la misma manera que una vez habían querido ocultar su existencia?

Carolyn Snow estaba en el jardín trasero, sentada en una tumbona a rayas; leía precisamente la clase de novela moderna de la cual derivaba, según le había comentado él a Burden, su conocimiento de palabras obscenas. Joel le acompañó hasta el jardín. Wexford pensó que hacía mucho tiempo que no veía una expresión tan desesperada y triste en el rostro de un adolescente.

– ¿Sí? -dijo Carolyn Snow, casi sin mirarle-. ¿Qué pasa ahora?

– Quiero darle una última oportunidad para que nos diga la verdad, señora Snow.

– No sé de qué habla.

Otra de las leyes de Wexford afirmaba que ninguna persona sincera hacía este comentario. Era de uso exclusivo de los mentirosos.

– Yo, en cambio, sé muy bien que no me dice la verdad cuando afirma que su marido salió la noche del siete de julio. Sé que él no se movió de aquí. Pero me dijo que él salió y, además, animó a su hijo, un chico de catorce años, para que le apoyara en su mentira.

Ella dejó el libro boca abajo sobre la tumbona a su lado. Wexford permaneció de pie. La mujer le miró con un leve rubor en las mejillas. El movimiento de sus labios era casi una sonrisa.

– ¿Y bien, señora Snow?

– Caray, ¿qué mas da? Al demonio con todo. Le he hecho pasar unas cuantas noches de insomnio, ¿no cree? Le he castigado. Claro que aquella noche estaba en casa. Sólo fue una broma decir lo contrario, y resultó fácil engañar a todo el mundo. Le conté a Joel todos los detalles de las cosas que él había hecho y le hablé de la tal Diana. Mi hijo hubiera hecho cualquier cosa por mí. Hay gente que me aprecia, ¿lo sabía? -Esta vez la sonrisa era auténtica, amplia, alegre, un poco loca-. Él está para el arrastre, de verdad cree que le encerrarán por matar a aquella puta.

– A su marido no le pasará nada -replicó Wexford-. Es a usted a la que acusaré de entorpecer la labor de la policía.

Se había nacionalizado australiano y ya hablaba con el acento fuerte de los habitantes de aquel país. Vine apenas si pudo estrecharle la mano y decir: «Buenos días, señor Colegate», antes de que el hombre se embarcara en una diatriba contra la familia real y a proclamar las virtudes del republicanismo.

La madre, estaban en su casa de Pomfret, asomó la cabeza para preguntarle a Vine si quería té. Stephen Colegate dijo:

– Té no, gracias. ¿Que tiene de malo el café?

– No quiero nada, gracias -respondió Vine.

Dos niñas entraron corriendo en la sala perseguidas por un terrier escocés. Saltaron sobre el sofá, con los brazos en alto, gritando. Colegate las miró orgulloso.