– Mis hijas -dijo-. Me volví a casar en Melbourne. Mi esposa no ha podido venir, tiene un trabajo muy importante. Pero le prometí a mi madre que vendría este año al Reino Unido y cuando prometo algo lo cumplo. Llévate al perro al patio. Bonita.
– Entonces, ¿no ha venido para el funeral de su anterior esposa?
– Dios mío, no. Cuando acabé con Annette fue para siempre. -Se rió con fuerza-. En la vida, en la muerte y más allá de la tumba.
Vine pensó que Annette Bystock había tenido un gusto desafortunado con los hombres. Las dos niñitas saltaron del sofá y huyeron. La más pequeña le lanzó un puntapié al perro cuando pasó a su lado.
– ¿Cuándo llegó al país, señor Colegate?
– Caray, ¿por qué diablos iba a matar a Annette?
– Por favor, señor, dígame cuando llegó aquí.
– Desde luego, no tengo nada que ocultar. Llegué el sábado pasado. Volé en Quantas, no me subiría a un avión de la Pom ni regalado, alquilé un coche en Heathrow, las niñas durmieron durante todo el trayecto. Lo puedo demostrar. ¿Quiere ver el billete?
– No hace falta -dijo Vine, y le mostró la foto de Sojourner. La mirada de indiferencia mostró a las claras que Colegate nunca la había visto. Llegó el café, traído por una mujer aprensiva que no estaba habituada a prepararlo.
– No llegué aquí hasta el domingo, ¿no es así, mamá? -comentó Colegate.
– Fue una pena. Me dijiste que llegarías el seis. Todavía no sé por qué cambiaste de opinión.
– Te lo dije. Surgió una cosa y tuve que retrasar la salida. Si dices esas cosas pensará que vine antes y me oculté en alguna parte para estrangular a Annette.
– ¡Calla, Stevie! -protestó la señora Colegate con voz chillona. Contuvo el aliento mientras su hijo, con la nariz fruncida, quitaba restos de café molido de la superficie del líquido aguachirle marrón-. Sé que no está bien hablar mal de los muertos -añadió, y se dedicó a ello, poniendo por tierra a Annette y, por extensión, a sus padres, mientras Vine se retiraba con toda discreción.
No era algo habitual en las elecciones locales de Kingsmarkham pegar carteles con las fotos de los candidatos. Es porque son tan feos, afirmaba Dora, y Wexford estaba de acuerdo. El representante del Partido Nacional Británico con el cuello de toro, el rostro abotagado, el pelo como púas y ojos porcinos, no era ninguna belleza, y Lib Dem, con su cara de buitre, nariz ganchuda y los párpados caídos no le iba a la zaga. En cambio, la gente opinaba que Anouk Khoori sería un embellecimiento en cualquier cargo y su cartel el mejor anuncio que podía hacer de sí misma.
Wexford se detuvo a contemplar uno pegado en una cartelera de Glebe Road. Era pura foto, excepto por el nombre y filiación política. Sonreía y la adecuada utilización del aerógrafo había borrado las arrugas creadas por la sonrisa. Para la foto le habían peinado con rizos. La mirada era limpia, sincera, seria. La escuela Thomas Proctor sería uno de los centros electorales, y el cartel estaba lo bastante cerca como para que el rostro permaneciera en la memoria.
Llegó temprano, pero ya había coches aparcados, esperando recoger a los niños. Decían que era una buena escuela, la escogida por algunos padres acomodados que bien podían permitirse una educación privada. Su objetivo apareció por el lateral de la escuela, cargada con la señal de stop. Al parecer, también era el objetivo de Karen Malahyde. Por una ruta diferente a la suya, Karen había llegado a esta escuela y a este cruce, porque de pronto le vio salir de un coche que él creía perteneciente a uno de los padres de la escuela y dirigirse hacia la mujer en la acera. Karen se volvió al verle.
– Grandes mentes, señor -comentó Malahyde.
– Espero que las grandes mentes además de parecerse sepan pensar bien, Karen. El hijo se llama Raffy. ¿Sabe el apellido?
– Johnson. Ella es Oni Johnson. -Karen se arriesgó a preguntar-. ¿Por qué piensa que Raffy puede identificarla?
– En realidad, Raffy está en la misma situación que aquel viejo, Begh, o, para el caso, el doctor Akande. No tenemos razones específicas. -Wexford encogió los hombros-. Quizá porque pienso en ambos como…, digamos, marginados. Gente prescindible de la que nadie se preocupa mucho.
– ¿Y esta es nuestra última oportunidad?
– En nuestro trabajo no existe la ultima oportunidad, Karen.
Se abrieron las puertas de la escuela y los niños comenzaron a salir. La mayoría llevaban bolsas y paquetes además de las mochilas. Era el último día de escuela hasta septiembre. Oni Johnson era una negra fornida, de unos cuarenta años, la falda azul ajustada, con un chaleco amarillo fluorescente sobre la blusa blanca y un birrete azul en la cabeza. Esperaba junto al bordillo como un pastor que debe reunir al rebaño sin la ayuda de un perro. Pero los niños eran ovejas dóciles, sabían cómo comportarse, lo hacían cada día.
La mujer miró a la derecha, a la izquierda, otra vez a la derecha, y después se situó en el centro de la calle, con la señal de stop en alto. Los niños la siguieron. Wexford vio a la hija menor de los Riding, la niña que había estado en el garden party con su hermano. Un poco más allá una niña de pelo negro con pendientes de oro subió a un coche conducido por una mujer que Wexford pensó que era Claudine Messaoud. Ahora veía gente negra por todas partes. Siempre era así. Vio a un niño de unos ocho o nueve años abrir la puerta del coche de los Epson pero no alcanzó a ver al conductor. La piel del niño no era negra sino un color café con leche claro y pelo rizado castaño. Sólo era negro porque la clasificación no admitía matices.
Oni Johnson levantó la mano para contener al siguiente grupo de niños en la acera. Fue hacia ellos a paso lento, y al pisar la acera, hizo una señal a los conductores para que circularan. La niña de los Riding subió al Range Rover de sus padres. El coche que podía ser de los Messaoud encaró hacia el sur y lo siguieron otros muchos vehículos. Wexford se acercó a Oni Johnson, le mostró su identificación.
– Nada serio, señora Johnson. Pura rutina. Queremos hablar con su hijo. ¿Irá usted a su casa cuando acabe aquí?
– Mi Raffy -exclamó la mujer, alarmada-. ¿Qué ha hecho?
– Nada que yo sepa. Deseamos hablar con él sobre un asunto, una información que quizás él conozca.
– Está bien. No sé cuándo estará en casa. Viene a merendar. Iré directamente a casa en cuanto acabe aquí. -Dejó pasar un coche y después, con la señal en alto, volvió al centro de la calle, pero esta vez, pensó Wexford, con menos confianza.
Wexford vio que el primero de los coches que esperaba mientras ella hacia pasar a los niños, lo conducía Jane Winster. La mujer le dirigió una mirada fugaz. El chico sentado a su lado tema unos dieciséis años y sin duda lo había recogido en otra escuela, probablemente el instituto.
No estaba lejos de su casa. Tenía tiempo de ir a tomar una taza de té, de reunirse con Karen en Castlegate. El último coche en pasar fue un Rolls Royce conducido por Wael Khoori.
Sylvia estaba allí con sus hijos, sentados alrededor de la mesa de la cocina con Dora. Para Ben y Robin también era el último día del curso.
– Pienso asistir a un curso de formación. Para ser consejera en un centro médico.
– Aclara un poco más -le pidió su padre.
– Hay uno en la consulta de Akande, Reg -intervino Dora-. ¿No has visto la puerta que pone «Consejero» cuando pasas por el pasillo hacia el consultorio?
Robin abandonó por un momento el videojuego.
– Consejero es como llaman a los abogados en Estados Unidos.
– Bueno, sí, pero aquí no. Me enviarán pacientes para que les aconseje. La idea es que puede resultar una alternativa a los tranquilizantes. Y no intentes pasarte de listo. Robin. Continúa con tu juego.