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– Ko se wahala -contestó Robin.

Hacía mucho tiempo que los miembros de la familia habían dejado de preguntarle a Robin sobre sus «ningún problema». La teoría de Sylvia era que si no le hacían caso, acabaría por superarlo. Sin embargo, esta fase duraba en exceso y no mostraba señales de ir a menos. Hacía meses que los padres, abuelos y su hermano no se reían, comentaban ni preguntaban, pero ahora Wexford quiso saber una cosa.

– ¿Qué idioma es ese, Robin?

– Yoruba.

– ¿Dónde se habla?

– En Nigeria -le informó Robin-. Suena bien, ¿no crees? Ko se wahala. Mucho mejor que nao problema, que es prácticamente igual en inglés.

– ¿Te lo enseñó alguien en la escuela? -preguntó Wexford, sin tener muy claro que esperaba averiguar.

– Sí. Lo aprendido Oni. -Robin parecía muy satisfecho de que le preguntaran-. Oni George. Se sienta a mi lado en la clase.

Así que Oni era un nombre nigeriano. Raymond Akande era nigeriano. De pronto tuvo la certeza, sin ningún motivo sólido, sólo por intuición, que Sojourner también lo era. La otra Oni, Oni Johnson, había dicho que estaña en casa a las cinco. Tenía la sensación, casi una intuición exultante, que estaba a punto de descubrir algo, de averiguar quién era Sojourner, la vinculación entre ella y Annette y la razón por la que las habían asesinado. El chico era la respuesta, el chico llamado Raffy con su gorra de colores, que no hacía otra cosa en todo el día que observar, reparar, recordar, ¿o es que pasaba como un ciego por sus días vacíos?

Karen le esperaba cuando llegó a Castlegate pasadas las cinco. El tablón de anuncios delante del edificio estaba cubierto con carteles de Anouk Khoori, por lo menos una decena, pegados uno al lado del otro. Wexford y Karen cruzaron el patio de cemento lleno de baches. Un perro, o un zorro, o incluso, en estos tiempos, un ser humano había roto una de las bolsas de basura apiladas junto a la entrada y dejado un rastro de huesos de pollo, cajas de comida, envases de verduras congeladas. La tarde era calurosa y un olor casi químico de cosas podridas emanaba de las bolsas.

Wexford recordaba los años en que una casa de estilo gótico victoriano, con sus torres y almenas, se levantaba en este lugar; no era muy bonita, sino un tanto grotesca, pero interesante. Y el jardín había sido un muestrario de árboles. Todo había desaparecido en los sesenta y, a pesar de las protestas de todos, las peticiones e incluso una manifestación, habían construido Castlegate en aquel solar. Incluso le desagradaba a aquellos que habían tenido allí su hogar. Wexford abrió las puertas de entrada y los cristales rajados resonaron.

– El ascensor no funciona -dijo Karen.

– Y ahora me lo dice. ¿Cuántos pisos son? Si el chico no está en casa podemos esperar aquí.

– Sólo son seis pisos, señor. Si quiere que suba a ver si…

– No, no, desde luego que no. ¿Dónde están las escaleras?

Las paredes eran de cemento pintadas color crema y la pintura se caía. Las baldosas del suelo mostraban un color negro sucio. Un aficionado a las pintadas había escrito: «Gary es una mierda» en la pared donde estaba el ascensor averiado.

– Van a derruirlo -comentó Karen como si fuera su responsabilidad disculparse por el mal estado de Castlegate, por la mala calidad de la construcción y la mugre general-. Todo el mundo ha sido realojado excepto los Johnson y otra familia. Por aquí, señor. Las escaleras están a la izquierda.

Karen contuvo un grito. Se llevó la mano a la boca. Un segundo más tarde Wexford vio lo mismo que ella.

Al pie de las escaleras de cemento una mujer, o el cuerpo de una mujer, yacía tendido en el mosaico. La cabeza en un charco de sangre. Oni Johnson no había conseguido llegar a su casa.

17

Oni Johnson permanecía en la unidad de cuidados intensivos del hospital de Stowerton luchando entre la vida y la muerte. Aquel mundo pequeño era responsabilidad de la hermana Laurette Akande, que estaba a cargo de esta unidad desde el año anterior. No todas las heridas de Oni eran consecuencia de la caída por las escaleras, aunque había rodado los seis pisos. Tenía un golpe en el lado izquierdo de la cabeza a pesar de que había chocado con el derecho contra el suelo, así que había un policía de guardia delante de su puerta las veinticuatro horas del día y Wexford trataba el caso como un intento de asesinato.

Asesinato, si la víctima fallecía. Laurette Akande dudada de que Oni Johnson sobreviviera y se lo comentó al inspector jefe. Tenía rotas ambas piernas y el tobillo izquierdo, además de tener fracturada la pelvis, tres costillas y el radio del brazo derecho, pero la herida más grave era el hundimiento del cráneo. La única posibilidad de salvar su vida era por medio de una intervención quirúrgica y la misma fue practicada por el neurocirujano Algernon Cozens, el viernes por la tarde. El muchacho, que había velado junto a su cama durante horas y horas, que había estado sentado allí mirándola con el rostro empapado de lágrimas, había firmado la autorización poco a poco, como un muñeco al que se le acaba la cuerda.

– ¿Por qué cometieron el ataque justo antes de que llegáramos allí? -le preguntó Karen a Wexford.

Él sacudió la cabeza.

– ¿Sabemos qué arma usó?

– Quizá las manos. El que lo hizo esperó oculto en el rellano del último piso y cuando Oni apareció, le dio un puñetazo en el rostro que la lanzó por las escaleras. Después sólo tuvo que correr detrás de ella, hacerla rodar escaleras abajo a puntapiés y escapar diez minutos antes de que llegáramos nosotros.

– A Sojourner también la mataron a mano limpia -señaló Burden-. Mavrikiev me explicó cómo matar con los puños. Es algo que nunca olvidaré.

– Sí, es la única vinculación que tenemos, y no es gran cosa.

– ¿Dónde estaba el muchacho?

– ¿Cuándo ocurrió esto? Al parecer nunca sabe dónde está en un momento determinado. Una cosa es segura, no estaba en Castlegate. Aquella pandilla que se pasa horas delante de la oficina de la Seguridad Social dice que estuvo con ellos parte de la tarde, pero no saben qué parte. Y es cierto. El muchacho va de un lado a otro. Mendiga.

– ¿Mendiga?

– Todos lo hacen, Mike, si ven a un posible benefactor. A mí me tomó por uno. Supongo que debo sentirme halagado. ¿Recuerda que le buscábamos cuando llevaron a su madre al hospital? Me crucé con él en Queen Street. Tendió la mano y me dijo: «¿Me da algo para una taza de té, señor?» Cuando le dije quién era y lo que había pasado pensé que iba a desmayarse.

Tres horas después de aquel encuentro, Wexford interrogó a Raffy Johnson. Pero él nunca había visto ninguna muchacha negra en Kingsmarkham. «Sólo viejas», le dijo a Wexford. «¿Qué sabes de Melanie Akande? -preguntó Wexford-, ¿La has visto alguna vez?»

Una expresión curiosa donde se mezclaban la humillación y el desprecio apareció en el rostro de Raffy, y Wexford comprendió antes de recibir la respuesta que estos hijos de inmigrantes ya estaban contagiados por el mal inglés. El hecho de ser negros no les había salvado.

– Ella es de otra clase, ¿no? -contestó Raffy-. Su padre es médico.

La raza, la pobreza y un sistema jerárquico le habían condenado a un celibato solitario, porque aparentemente nunca se le había ocurrido hablar, y mucho menos trabar amistad, con una muchacha blanca.

– Tu madre es de Nigeria, ¿no?

– Así es.

Raffy miró a Wexford confuso. Al parecer nunca le había preguntado a la madre sobre su tierra natal y ella no le había ofrecido ninguna información. Él sólo sabía que ella había venido con su hermana cuando eran muy niñas y que la hermana se había casado con un chino. Wexford no le preguntó la identidad del padre, dudaba que la supiera. No parecía saber gran cosa, ni que tuviese intereses, ambiciones o esperanzas. Su único deseo era vivir día a día, mantenerse vivo para recorrer las calles de la ciudad que no le habían dado nada.