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– Le pregunté -dijo Wexford-, si sabía por qué alguien quema matar a su madre. Pensé que se indignaría, que se sorprendería. Lo que nunca me imaginé fue que me sonreiría inquieto. Me miró como si le tomara el pelo. Casi avergonzado.

– ¿Pero ahora se lo toma en serio?

– No lo sé. Intenté hacerle comprender que alguien había intentado asesinar a su madre. Sin duda ha visto asesinatos en la televisión durante toda su vida, pero para él la tele es fantasía y la vida es realidad, tal como debe ser, sólo que nosotros siempre insistimos en que los jóvenes confunden las dos.

– ¿Y si el atacante también se confundió? -planteó Karen-. ¿Confundió a Oni Johnson con Raffy? Allá arriba estaba muy oscuro.

– Incluso en la oscuridad nadie confundiría a Oni con el hijo. Es quince centímetros más alto, flaco como un palo y ella es regordeta. No, nuestro asesino quería matar a Oni y no tengo la más remota idea del porqué.

Las únicas otras personas que vivían en Castlegate, un matrimonio, estaban en el trabajo a la hora de la agresión. Tampoco había estado nadie en los aparcamientos que rodeaban el edificio. Era como si ya le hubieran abandonado a la cuadrilla de demolición y que nadie recordara que allí aún vivían cuatro personas. El atacante de Oni Johnson no hubiese podido encontrar un lugar más propicio para cometer un asesinato.

La sugerencia de Karen quedó absolutamente descartada al día siguiente cuando alguien atentó por segunda vez contra la vida de Oni Johnson.

Archbold hizo la guardia nocturna y Pemberton lo relevó por la mañana. Nadie podía haber entrado sin que lo vieran, pero ellos sólo habían visto al personal del hospital, médicos, enfermeras, técnicos y Raffy.

Fue la enfermera de la planta, una joven llamada Stacey Martin, la que informó a Wexford. Él llegó a la sala a las nueve y la enfermera salió a su encuentro cuando se disponía a saludar a Pemberton que montaba guardia delante de la habitación de Oni.

– ¿Puede acompañarme, por favor? -La enfermera le llevó hasta el despacho con una cartel que ponía «Hermana» en la puerta-. Entré de servicio esta mañana a las ocho. A esa hora es el cambio de turno. La hermana ya estaba aquí. Fui directamente a la habitación de Oni y vi algo que me llamó la atención, la sábana le cubría la mano.

– No le entiendo -dijo Wexford.

– Como ya habrá notado aquí hace calor. Mantenemos la temperatura alta para que los pacientes no necesiten mantas. La sábana le cubría la mano donde va el tubo intravenoso. Aparté la sábana y la cánula no estaba. La habían quitado y habían cerrado el tubo con un clip para que el suero no goteara sobre la cama.

Wexford miró a la joven y vio que aún sufría el efecto de la conmoción.

– ¿Quiere decir que «alguien» la quitó? ¿No lo pudo hacer ella misma?

– No lo creo. Supongo que es posible…, pero ¿por qué iba a hacerlo?

Wexford no tuvo tiempo de responder, si es que tenía una respuesta, porque se abrió la puerta y entró Laurette Akande. La mujer le miró como una maestra mira a un alumno díscolo. Él comprendió por primera vez la profunda aversión que le tenía la madre de Melanie.

– Señor Wexford -dijo ella en un tono frío-. ¿En qué puedo ayudarle?

– ¿Puede decirme qué le suministran a Oni por vía intravenosa?

– ¿Con el suero? Medicamentos. Un cóctel de medicamentos. ¿Por qué le interesa? Ah, ya lo veo. La enfermera Martin le ha comunicado sus ridículas sospechas.

– Pero le quitaron la cánula, ¿no es así, señora Akande?

– Hermana. Sí, así es. Quiero decir, se salió. Por fortuna, no hubo consecuencias, no afectó en nada la recuperación de la señora Johnson… -De repente cambió de tono, y dedicó una cálida sonrisa a Stacey Martin-, gracias a la rápida intervención de la enfermera Martin. -El tono se volvió un poco irónico-. Todos le estamos muy agradecidos. Venga, por favor, le acompaño a ver a la señora Johnson.

Oni estaba sola en su habitación, vestida con una bata blanca, tapada hasta la cintura con la sábana y con la parte superior de la cama levantada. Sobre el velador había uno de los tebeos de Raffy, pero el chico no estaba.

– ¿Está consciente? -preguntó Wexford-. ¿Puede hablar?

– Ahora duerme.

– ¿Pudo haberlo hecho el muchacho?

– Nadie lo hizo, señor Wexford. No pasó nada. La cánula se salió. Fue un accidente sin consecuencias. ¿De acuerdo?

El hospital investigaría el caso, pensó Wexford, si él o la enfermera Martin comentaban lo ocurrido con algún otro. Era obvio que la hermana Akande no tenía la intención de contárselo a nadie, porque se jugaba el empleo. Además, ¿de qué serviría ahora?

– Voy a quedarme aquí -dijo Wexford-. En esta habitación.

– No puede hacerlo. Tiene a un agente fuera, ese es el procedimiento habitual.

– Soy yo el que decide cuál es el procedimiento habitual -afirmó el inspector jefe-. Hay cortinas alrededor de la cama. Si tienen que hacer algo que no deba ver, pueden correr las cortinas.

– Nunca en todos mis años de enfermera he visto a un policía sentado en una habitación de la unidad de vigilancia intensiva.

– Siempre hay una primera vez. -Se olvidó de la cortesía, del respeto a los sentimientos de la mujer, incluso se olvidó del tremendo error cometido en el depósito-. Sentaré un precedente. Si no le gusta tendrá que aguantarse o le pediré la autorización al señor Cozens.

Laurette apretó los labios. Cruzó los brazos y agachó la cabeza, esforzándose en controlar su temperamento. Después se acercó a la cama y observó atentamente a Oni Johnson. Sacudió el tubo del suero, miró el monitor colgado en la pared y salió de la habitación sin mirar a Wexford.

Él o Burden tendrían que quedarse aquí, pensó el inspector. Quizá Vine y Karen Malahyde. Nadie más. Hasta que ella no hablara y les dijera lo que sabía no la dejarían a solas. Se sentó en la única silla y al cabo de media hora una enfermera que no había visto antes, una mujer tailandesa o malaya, le trajo una taza de té. A última hora de la mañana corrieron las cortinas alrededor de la cama y a la una se presentó Algernon Cozens escoltado por un grupo de médicos internos, estudiantes, la enfermera Martin y la hermana Akande.

Nadie se fijó en Wexford. Sin duda, Laurette Akande había dado alguna explicación de su presencia aunque estaba seguro de que no era la correcta. Llamó a Burden por el teléfono móvil y el inspector se presentó a las tres para relevarlo. La llegada de Burden coincidió con la de Mhonum Ling, vestida de veintiún botones. Los zapatos de tacón alto añadían diez centímetros a su estatura y, con el peinado alto, se había convertido en una mujer bastante esbelta.

De acuerdo a la vieja tradición traía uvas, un regalo inútil porque a Oni la alimentaban por vía intravenosa. La mujer pareció alegrarse de ver a Burden, era alguien con quien conversar y compartir las uvas, aunque Burden no quiso cuando se las ofreció.

No imaginaba, dijo, quién podía querer asesinar a su hermana. Como su sobrino, pareció avergonzada por la pregunta. Después se embarcó en el relato pormenorizado de las desgracias y errores de Oni, de la mala suerte que la había perseguido desde su llegada a la Gran Bretaña, de cómo la había maltratado la vida. No sabía cómo se las arreglaba su hermana para mostrarse siempre tan alegre. Mhonum no tenía hijos y quizá por eso citaba a Raffy como la fuente de todas las preocupaciones de su hermana, un problema desde el día que nació, incluso desde antes, porque el padre se largó en cuanto Oni le dijo que estaba embarazada. Raffy había sido un desastre en la escuela, no iba casi nunca. No sabía hacer nada, apenas si sabía escribir su nombre. Nunca conseguiría un trabajo, viviría del paro toda su vida. La trabajadora y próspera Mhonum sacudió la cabeza apenada por su sobrino, y comentó que Raffy sólo tenía una virtud: era incapaz de hacerle daño a una mosca.