– ¿Su hermana tiene enemigos? -le preguntó Burden.
– ¿Enemigos? ¿Oni? Ni siquiera tiene amigos. -Se metió una uva en la boca. Miró por encima del hombro a la mujer dormida mientras añadía-: Sólo nos tiene a Mark y a mí, y somos gente ocupada. Tenemos que atender un negocio, ¿no? -Su voz se convirtió en un susurro-. Oni tenía un novio pero él no tardó en largarse, ella le asustó. No se lo creerá, era muy posesiva, lo quería todo para ella. Pero él se escapó como el padre de Raffy, otra vez la misma historia.
– ¿Se le ocurre algún motivo por el que alguien quisiera matar a la señora Johnson?
La mujer se lamió la punta de los dedos con delicadeza. Burden se fijó en sus ropas, calculó en unas quinientas libras el valor del traje de seda turquesa y los zapatos Bruno Magli color crema.
– Nadie quiere matarla -contestó-. Ellos matan a una persona porque sí. Están hechos de esa manera. Ella estaba allí y ellos matan, eso es todo.
Como si él no lo supiera, como si necesitara explicaciones en este tema.
Barry Vine relevó a Burden a última hora de la tarde. Se trajo un videojuego de su hijo y un libro de ejercicios de castellano. Aprovechaba las tardes libres para estudiar castellano en una academia. En respuesta a una llamada perentoria del jefe de policía, Wexford cogió el coche y fue a Stowerton. Era la hora punta y se encontró metido en una cola interminable de entrada a la carretera de circunvalación. Por el espejo retrovisor vio el coche rosado de los Epson pero no alcanzó a distinguir al conductor. Tardó quince minutos más en llegar a la casa de Freeborn.
Wexford se la había descrito a Burden como la única casa más o menos bonita en el pequeño y feo pueblo de Stowerton. En otros tiempos había sido la rectoría, un lugar amplio con una gran superficie de jardín.
– ¿Cuánto tiempo más durará esto, Reg? -le preguntó Freeborn-. Dos muchachas muertas y ahora esta mujer a las puertas de la muerte.
– Oni Johnson se recupera -señaló Wexford.
– Más por suerte que por las acciones de ustedes. Pensándolo bien, ella está así por las acciones de ustedes.
A Wexford le pareció un poco duro. Hubiese replicado que de no haber sido por él y Karen la mujer habría muerto en medio de un charco de sangre en el suelo de cemento de Castlegate. Pero no lo dijo. Pensó en una fecha arbitraria y contestó que tendría todo el asunto resuelto a finales de la siguiente semana. Sólo necesitaba una semana.
– Nadie le ha sacado más fotos, ¿verdad? -Freeborn soltó una carcajada desagradable-. Estos días me da miedo mirar el periódico.
Barry pasó la noche en la habitación de Oni y Wexford le reemplazó por la mañana. Mientras estaba allí, entró un médico y cerró las cortinas alrededor de la cama; una enfermera nueva sacudió el tubo del suero. ¿Cómo podía saber quién intentaría matar a Oni? ¿Cómo podía saber si la inyección administrada por el interno era beneficiosa o letal para Oni? No podía hacer otra cosa que estar aquí y rogar que ella se recuperara cuanto antes para hablar con él.
Raffy llegó a media mañana, con la gorra de lana encasquetada, aunque hacía calor en la calle y todavía más en la habitación. Miró los dibujos de su tebeo, sacó el paquete de cigarrillos y después, quizás al comprender que representaba un error grave, lo guardó. Permaneció sentado durante media hora antes de marcharse. Wexford oyó como coma por el pasillo. Karen le relevó por la tarde. Su llegada coincidió con el regreso de Raffy. El muchacho entró comiendo patatas fritas que llevaba en una bolsa de papel grasienta.
– Si despierta, si dice algo, avíseme de inmediato.
– Sí, señor -respondió Karen.
La mujer despertó el domingo cuando Vine estaba de guardia. La mirada de Oni se posó en su hijo. Tendió una mano, cogió la de Raffy y la retuvo. Wexford los encontró así, el muchacho parecía confundido, sin saber qué hacer. Oni le sujetaba los dedos largos con los suyos regordetes. La mujer le sonrió a Wexford y comenzó a hablar.
La señora Johnson habló hasta por los codos; de la habitación, de las enfermeras, de los doctores, le comentó a Raffy las posibilidades de conseguir un trabajo como asistenta en el hospital. En cambio, no recordaba nada de lo ocurrido en el rellano de su piso en Castlegate.
Era lo que Wexford esperaba. La mente es caritativa con el cuerpo y le permite curarse sin los padecimientos que pueden inducir los terribles recuerdos. Pero no se atrevió a dejarla hasta que ella le dijo todo lo que sabía. ¡Ojalá fuera consciente de lo que sabía! Que Dios la ayudara si lo que sabía le parecía trivial o insignificante o, peor aún, si lo había olvidado. Era una mujer alegre y bien dispuesta, con ganas de hablar de sí misma, de su vida y de su hijo, pero cuya memoria estaba fragmentada en dos partes: recordaba desde el momento en que abrió los ojos en el hospital, y toda su vida anterior hasta el momento en que entró en Castlegate el jueves por la tarde, pasó por delante del ascensor averiado y comenzó a subir las escaleras.
– El ascensor siempre está averiado -dijo Oni-. Pero, ya sabe, siempre tengo esperanzas. Me digo a mí misma, Oni, quizás hoy ya funcione y subirás como un pájaro. Pero no hay manera, y tengo que subir a pie. Estas son pruebas que nos impone el Señor, me digo a mí misma, y entonces todo se vuelve oscuro, veo que el suelo viene hacia mí y me despierto aquí.
– ¿Recuerda si vio a alguien antes de entrar en el edificio? ¿Había alguien rondando por el patio?
– Ni un alma. Él estaba allá arriba, esperando para sacudirme con su enorme puño de boxeador.
– ¿Y no se le ocurre quién es ese «él»?
Ella sacudió la cabeza envuelta en un grueso vendaje blanco. Cada vez que decía «su enorme puño de boxeador», soltaba la carcajada. Tenía el curioso hábito, común a todos los africanos y afrocaribeños pero incompresible para los europeos, de reírse alegremente ante la tragedia o las catástrofes. Su risa sacudía la cama y Wexford se desesperaba, inquieto ante la posibilidad de que apareciera una enfermera que interpretara la excitación de Oni como una señal de suspender la entrevista para otro día.
– ¿Alguien le amenazó? ¿Discutió con alguien? -Sus preguntas provocaron más carcajadas y después timidez. Mostró la misma expresión que había mostrado el hijo cuando le preguntó si sabía quién podía querer matar a su madre: vergüenza, la sospecha de una burla, la decisión de tomarse el asunto a la ligera. De pronto a Wexford se le ocurrió una idea-: ¿Discutió con algún automovilista, con alguien que detuvo en el cruce?
Era una locura suponer que alguien intentaría asesinar a una persona por una nimiedad como esa, o al menos esto es lo que hubiese opinado antes. Ahora sabía que la gente hacía esas cosas. Hombres comunes, de aspecto normal, que conducían por las calles de esta ciudad y de todas las demás, eran capaces de tomarse la venganza más salvaje contra un guardia de tráfico, sobre todo si era una mujer la que se había atrevido a llamarles la atención. Sobre todo si era una mujer negra. Pero al parecer no existía un paranoico violento en el pasado de Oni Johnson.
Ella repitió las mismas palabras de su hermana: «Es un asesino, ¿no? No necesita razones. Él mata, está hecho así». Su concisa opinión de la iniquidad sin sentido del hombre dio pie a unas carcajadas tan estentóreas que esta vez sí motivaron la aparición de la enfermera que acabó con la entrevista por aquel día.
Quizá no tendría continuación. Wexford dejó a Barry Vine en la habitación y mientras caminaba hacia el ascensor se preguntó si conseguiría sacar algo más de Oni, o si ella y Mhonum Ling tenían razón y este había sido un ataque al azar ejecutado por algún psicópata; alguien que la tenía tomada contra los residentes negros, las mujeres, las madres, o los ocupantes de piso o sencillamente las demás personas. Quizá no tenía nada que ver con Raffy, nada que ver con la oficina de la Seguridad Social y Annette o, puestos ya, con Oni y Melanie Akande. Quizá Raffy había quitado la cánula porque le daba miedo o pensaba que le hacía daño a Oni o sólo había intentado sacudir el tubo como hacían las enfermeras. ¿Acaso la mayoría de los crímenes no eran cometidos por motivos incomprensibles para los seres vulgares o sin razón aparente?