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Iba tan ensimismado en sus pensamientos que equivocó el camino, pero al ver una escalera bajó por ella. Allí se perdió del todo, porque se encontraba en una parte del hospital donde nunca había estado. Acababa de leer las palabras escritas sobre las puertas de vaivén que tenía delante: sala de pediatría y enfermedades infantiles, cuando se abrió la puerta de la izquierda y apareció Swithun Riding, la bata abierta sobre un suéter beige, con un bebé en los brazos.

Wexford pensó que el médico no le haría caso, pero Riding le sonrió cordialmente y comentó que se alegraba de verle porque pensaba felicitarlo por acertar la edad correcta de las mellizas en la fiesta.

– Me lo dijo mi esposa. Bromeó con mi tan cacareada experiencia. ¿Qué hace con el oso de peluche, tiene una regresión infantil y lo abraza por las noches?

Wexford estaba tan interesado en el trato que Riding le dispensaba al bebé que no se le ocurrió ningún retruécano ingenioso. Dijo: «Lo regalé», y continuó mirando embobado la manera cariñosa conque el pediatra sostenía al bebé, con una delicadeza inesperada en alguien tan grande; cada una de sus manos enormes podían contener al bebé como una cuna. La expresión de Riding, siempre tan arrogante, la mirada altanera del orgulloso poseedor de un intelecto y físico superiores, era ahora tierna y casi femenina mientras contemplaba el rostro diminuto, los ojos azules muy abiertos.

– ¿Supongo que no le pasa nada al niño? -aventuró Wexford.

– Nada grave. Una hernia umbilical y ya nos hemos ocupado de solucionarlo. Por cierto, no es un él. Es una niña preciosa. ¿No son adorables? Me los comería.

Sonaba como una mujer, y las palabras, pronunciadas con voz de barítono, que en otro hubiesen resultado grotescas, tenían su gracia. Riding estaba transformado, por el momento era un hombre «agradable». Wexford consideró que quizá le indicaría cómo salir de allí sin pegarle una bronca.

– Vuelva por donde vino y doble a la izquierda -le indicó el pediatra-. Ahora llevaré a esta belleza a su madre, que si no se preocupará y con razón.

Más tarde, cuando Wexford se lo contó a Dora se sorprendió al ver que a ella no le parecía extraño.

– A Sylvia se lo recomendaron para que atendiera a Ben, ¿no lo recuerdas? Ben se había roto el brazo y tuvo aquellas complicaciones. Hará cosa de tres años, poco después de que los Riding llegaran aquí.

– Uno juzga a las personas por una única experiencia desafortunada. Es triste, pero es así.

– Sylvia comentó que se comportó de maravilla con Ben y el pequeño estaba entusiasmadísimo con él.

Tres años atrás, cuando Sylvia tema trabajo, Neil tenía trabajo y Dora se quejaba de que nunca les veía.

– Supongo que esta noche no vendrán, ¿verdad?

– No, no vendrán pero ¿sabes una cosa? No tendríamos que hablar así de nuestros hijos. Está mal hacerlo. Siempre pienso que tentamos a la providencia como si llamásemos a la desgracia, y después pienso en lo culpable que me sentiré.

Wexford iba a responderle que ya habían tentado tantas veces a la providencia que esta ya había aprendido a resistirse, cuando llamaron a la puerta. Sylvia tenía llave pero tenía la prudencia de no utilizarla si llegaba sin avisar.

– Yo iré -dijo, pensando mientras iba hacia la puerta en otra velada de consejos para gente en paro, talleres de reciclaje, y «ningún problema» en versión políglota.

Pero no se trataba de Sylvia y su familia. Era Anouk Khoori.

Tuvo que mirar dos veces para saber que efectivamente era ella. Llevaba el pelo rubio recogido muy tirante hacia atrás, muy poco maquillaje y los pendientes de perlas preferidos por las políticas. La falda de su vestido de lino azul oscuro le llegaba muy por debajo de la rodilla. Sus modales eran sencillos y encantadores. Parecía la técnica más adecuada y menos pomposa que podía emplear una mujer de su clase y apariencia. Entró sin esperar a que la invitaran.

– Ya habrá adivinado que vengo a pedirle su voto.

Wexford lo había adivinado sólo un par de segundos antes. De pronto la vio como una versión mucho más sofisticada de Ingrid Pamber. Esto era extraño porque no le resultaba nada atractiva mientras que Ingrid… Para su sorpresa y también disgusto, Anouk Khoori le cogió del brazo y le guió a través de su propia casa hacia donde estaba Dora.

– Hola, Dora, querida -dijo Anouk-. Esta noche me toca hacer toda esta calle y también la siguiente; la política es un trabajo duro, pero he venido aquí primero porque siento que los tres compartimos algo que sólo los ingleses sienten.

Wexford conocía muy bien la expresión que apareció en el rostro de Dora, la sonrisa, el pestañeo, y después sólo la sonrisa con la boca cerrada, la cabeza erguida. La provocaba las pretensiones y una supuesta intimidad por parte de un extraño. La mano de Anouk Khoori seguía sobre su brazo, una mano color beige con las venas violáceas, las uñas pintadas rojo oscuro, que él imaginó como un crustáceo exótico. Era como si después de sumergir el brazo en el agua, al sacarlo hubiese encontrado enganchado un pulpo o una medusa. Si esto le hubiese sucedido nadando no hubiera vacilado en quitarlo. Pero no podía hacer lo mismo ahora y su aversión anterior a esta mujer, su inexplicable repulsión reapareció con un estremecimiento.

Sin embargo ella tenía que sentarse y no podía hacerlo sin soltarlo. Dora le ofreció una copa, o una taza de té si lo prefería. Anouk Khoori rechazó la invitación con una sonrisa y una gratitud excesiva, y comenzó su discurso. Al principio lo planteó como una campaña exclusivamente de defensa. La idea de que el fascismo, que en estos días significaba racismo, contara con un representante en un lugar como Kingsmarkham era espantosa. Ella, a pesar de los pocos años que llevaba en el distrito, se sentía tan a gusto aquí como cualquiera de los nativos, tan fuerte era su compenetración con las esperanzas y los temores de los residentes. Odiaba el racismo y las ideas que propugnaban un Kingsmarkham blanco. Había que impedir que los nacionalistas británicos entraran en el consistorio costara lo que costara.

– Yo no calificaría elegirla a usted como una acción «cueste lo que cueste», señora Khoori -comentó Dora, amablemente-. De todas maneras ya pensaba votarla.

– ¡Lo sabía! Lo sabía desde el primer momento, cuando me presente aquí, como recordaran, antes de ir a la casa de cualquier otro, me dije, pierdes el tiempo, no es necesario que los visites, son tus partidarios, y entonces pensé, pero yo sí necesito su aliento y ellos necesitan… bueno, ¡verme! Sólo para que sepan que les aprecio y que me preocupo.

La mujer dirigió todo el poder de su sonrisa a Wexford y, sin poder resistirse a la coquetería, levantó una mano para acariciarse el pelo. A pesar de sus manifestaciones, las cejas enarcadas y la leve inclinación interrogativa de la cabeza eran una señal de que esperaba también su apoyo. Pero Wexford no quería comprometerse. Las elecciones eran secretas y su voto privado. Le preguntó a la candidata por las iniciativas que pondría en marcha en caso de ser elegida y le resultó divertido comprobar su ignorancia.

– No se preocupe -contestó Anouk-. En primer lugar haré todo lo posible para que echen abajo el edificio de Castlegate donde atacaron a aquella pobre mujer. Y después construiremos unas viviendas dignas con los beneficios de las ventas privadas.

– Las ganancias obtenidas por los ayuntamientos a través de las ventas privadas están congeladas y por lo que parece lo estarán por bastante tiempo -le corrigió Wexford, amablemente.

– Vaya, lo había olvidado, pero lo sabía -replicó Anouk, sin inmutarse-. Me espera una tarea ardua y tendré que aprender muchas cosas, pero lo importante ahora es que me elijan, ¿no es así?