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– Ella le habló en yoruba -dijo Wexford-, ¿Pero hablaba inglés?

– Sí, seguro. Un poco. Como yo cuando vine aquí. Le dije, ve por aquí, sigue recto hasta el final y llegaras a la calle Mayor, dobla a la derecha, caminas un poco más y tuerces otra vez a la derecha y allí encontrarás el centro de trabajo entre el Nationwide y Marks y Spencers. Son todas palabras inglesas así que se lo dije en inglés. Y ella asintió así… -Oni Johnson sacudió con vigor la cabeza vendada-, y repitió lo que le dije, recto por aquí y a la derecha y a la derecha otra vez, y allí está entre el Nationwide y Marks y Spencers. Y entonces le pregunté quién le había pegado.

– ¿Señora Johnson, recuerda alguna cosa más? ¿Cómo estaba? ¿Jadeaba? ¿Cómo si hubiese estado corriendo? ¿Se la veía triste o alegre? ¿Estaba nerviosa? ¿Angustiada?

La sonrisa de Oni comenzó a esfumarse poco a poco. Frunció el entrecejo y asintió una vez más, pero con menos energía.

– Daba la impresión de que alguien iba a por ella -respondió-, como si alguien la persiguiera. Estaba asustada. Después que se marchó miré por si había alguien pero el lugar estaba desierto, ni un alma, nadie la perseguía. Pero le diré una cosa, ella estaba muy asustada.

– Podemos descartar que llegara en helicóptero -dijo Wexford en el coche-, aunque la idea tiene su atractivo. Vino de algún lugar en el vecindario, Glebe Road, Glebe Lane, Lichfield Road, Belper Road… -Hizo una pausa mientras recordaba la topografía de la zona-. Harrow Avenue, Wantage Avenue, Ashley Grove…

– O a través del campo más allá de Glebe End.

– ¿De Sewingbury o Mynford?

– ¿Por qué no? No están tan lejos -replicó Burden-. Bruce Snow vive o mejor dicho, vivía en Harrow Avenue. Vivía allí el cinco de julio.

– Sí. Pero si se le ocurre alguna razón por la cual Bruce o Carolyn Snow persiguen a una muchacha negra aterrorizada por Glebe Road a las tres y media de la tarde, entonces es que tiene una imaginación más fértil que la mía Mike, incluso ahora éste no es un lugar muy grande. Pudo haber venido de algún lugar al norte de la calle Mayor y esto incluye su casa y la mía.

– Y la de los Akande -apuntó Burden. -En cuanto a los zapatos, ¿servirá de algo preguntar en las zapaterías si una mujer negra compró ese modelo de zapatos recientemente?

– Vale la pena intentarlo -respondió Wexford-, aunque es poco probable que haya dejado su nombre y la dirección en su lista de clientes.

– Mientras tanto, tenemos toda esta información pero seguimos sin saber quién es.

– Quizá porque no la interpretamos de la manera correcta. Por ejemplo, sabemos el motivo del ataque a Oni. Alguien quería evitar que consiguiéramos la información que tenía sobre Sojourner.

– Entonces ¿por qué no lo hizo dos semanas antes? -objetó Burden.

– Tal vez porque él, quien quiera que sea, aunque sabía que Oni Johnson tenía la información, nunca pensó que la encontraríamos. Nunca imaginó que hablaríamos con alguien cuya lejana vinculación con Sojourner se reducía sólo a que por casualidad le había preguntado una dirección. Pero el jueves pasado comprendió su equivocación. Nos vio a Karen y a mí conversando con Oni delante de la Thomas Proctor.

– ¿Él?

– Él o ella, o digamos, su agente. Alguien que lo sabía nos vio. El resto lo conjeturó y sólo disponía de una hora para llegar a Castlegate y agazaparse en lo alto de aquellas escaleras. Vamos a buscar casa por casa, Mike. Preguntaremos a todos los residentes de la parte norte de la calle Mayor.

En la oficina de la Seguridad Social efectuaron las mismas preguntas que Barry Vine había formulado una hora antes. Pero Barry sólo había supuesto que Sojourner había estado aquí sin saber cuándo: en cambio Wexford estaba casi seguro de que había entrado en el edificio el lunes cinco de julio, antes de las cuatro de la tarde.

– Buscaba trabajo -le dijo a Ingrid.

– Lo mismo que todos. -Ingrid le miró con sus resplandecientes ojos azules y encogió los hombros-. Ojalá la hubiese visto. -La insinuación era que lo deseaba por él, para complacerlo-. Pero lo recordaría porque al otro día vi a Melanie Akande. Hubiese pensado al ver a Melanie, vaya, qué te parece, otra muchacha negra que no había visto antes por aquí. -Le sonrió apenada-. Pero no la vi.

– Quizá vivía en su barrio -insistió Wexford-. En Glebe Lane o en Glebe Road. Si no la vio por aquí aquel día, tal vez la vio en el barrio ¿En la calle? ¿Delante de un escaparate? ¿En una tienda?

Ella le miró cómo si le tuviera lástima. Él tenía que hacer esta tarea tan ardua, esta misión tan exigente, este trabajo tan duro, y ella lo lamentaba tanto… Ojalá pudiese ayudarlo, hacer cualquier cosa para que la carga resultara más llevadera. Ladeó un poco la cabeza, uno de sus gestos característicos. Wexford pensó en cómo hubiesen sido las cosas si ahora volviera a tener veinticinco años, y hubiese tenido que encontrarse una y otra vez con ella, una muchacha que le hablaba de una manera tan particular, y se preguntó cómo se las habría apañado para desbancar a Jeremy Lang. No «si», sino «cómo», porque estaba seguro de que lo habría intentado, aunque solamente fuera por los ojos más azules del mundo.

– No la he visto en mi vida -afirmó Ingrid y de pronto, otra vez en su papel de funcionaría, apretó el botón que encendía el cartel con el número del próximo cliente.

Wexford, ensimismado, cruzó el centro de trabajo y se detuvo delante de los paneles donde los posibles empleadores ofrecían un puesto vacante. La mayoría no ponían nombres ni domicilios, sólo unos salarios ridículos y trabajos la mar de curiosos, algunos de los cuales nunca había oído mencionar. Se distrajo por un momento y echó una ojeada por las hileras de tarjetas. De hecho, casi todos eran trabajos que nadie, por muy desesperado que estuviese, aceptaría y una frase le vino a la memoria: «desesperados sin experiencia en alegrías…». Se ofrecían salarios de miseria a los dispuestos a cuidar a tres niños menores de cuatro años o a combinar veinte horas de trabajo semanales en una perrera con llevar la casa para una familia de cinco.

No comprendió por qué un anuncio para una niñera (no hacía falta experiencia) mientras los padres estaban de viaje de negocios, despertó un eco en su memoria. Pero confiaba en su intuición y se esforzaba en recordar, buscaba la relación, cuando salió a encontrarse con Burden.

Barry Vine ya había mostrado la foto de Sojourner a los muchachos sentados en las escaleras. «Aquel otro», fue como le describió el chico bajo de pelo rubio. El muchacho de la coleta al parecer hacía todo lo posible por acabar su paquete de cigarrillos antes del mediodía, porque había once colillas entre las cenizas alrededor de sus pies. Burden rogó para que hoy fueran un poco más específicos.

– El lunes por la tarde -dijo-. El primer lunes de julio. Alrededor de las cuatro.

El muchacho de la cabeza afeitada con el surtido de camisetas -hoy llevaba una roja desteñida con la cara de Michael Jackson- miró la foto y, provisto con estos nuevos detalles, declaró después de mucho darle vueltas, como si fuese el resultado de un esfuerzo intelectual tremendo:

– Quizá la vi.

– ¿Quizá la viste? ¿Quizá la viste entrar en la oficina de la Seguridad Social?

– Aquel otro me preguntó lo mismo. No dije eso. Dije que nunca la vi entrar allí.

– Pero sí la viste -se apresuró a intervenir Wexford.

– ¿Tú qué dices, Danny? -le consultó el muchacho al otro de la coleta-. Hace la tira.

– Nunca la vi, tío -contestó Danny, tosiendo mientras apagaba la colilla. Sin nada que hacer con las manos, comenzó a tirarse los pellejos alrededor de las uñas.

– Yo tampoco la vi -señaló el chico del pelo rubio-. ¿Crees que la viste, Rossy?

– Quizá sí -dijo el de la camiseta-. Quizá la vi al otro lado de la calle. Estaba allí mirando. Estábamos yo, Danny, Gary y otro par de tíos, no sé cómo se llaman, estábamos todos en la escalera como ahora, sólo que éramos más, y ella estaba del otro lado mirando.