¿Así que iba a trabajar? Wexford había esperado una señal de la angustia que según el doctor Akande padecía su esposa. No se apreciaba. O bien no estaba preocupada o mantenía un control de hierro sobre sus emociones.
– ¿Dónde cree que está Melanie, señora Akande?
La mujer soltó una carcajada, una risa helada.
– Espero de todo corazón que no esté donde pienso que está. En el piso -mejor dicho, habitación- de Euan.
– Melanie no sería capaz de hacemos eso, Letty.
– Ella no lo vería de la misma manera. Nunca ha valorado nuestra preocupación por su seguridad y su futuro. Se lo dije: ¿quieres ser una de esas chicas que los muchachos dejan preñadas adrede y se vanaglorian? Euan tiene dos hijos con dos muchachas diferentes y todavía no ha cumplido los veintidós. Tú lo sabes, recuerda lo que nos contó de los niños.
Se habían olvidado de la presencia de Wexford. El inspector tosió. El doctor Akande dijo quejoso:
– Por eso cortó con él. Se sintió tan sorprendida y trastornada como nosotros. Estoy seguro de que no está con él.
– Doctor Akande -dijo Wexford-, quiero que me acompañe a la comisaría y denuncie la desaparición de Melanie. Creo que es un asunto serio. Tenemos que buscar a su hija hasta dar con ella.
Viva o muerta, pero se lo calló.
El rostro de la foto no tenía nada de caucásico. Melanie Elizabeth Akande tenía la frente baja, la nariz ancha y un poco chata, y labios gruesos y protuberantes. No había nada de las facciones clásicas de la madre en aquella cara. Wexford se enteró de que el padre era de Nigeria y la madre de Freetown en Sierra Leona. Los ojos eran grandes, el pelo negro en una masa de rizos apretados. Wexford, al mirar la foto, descubrió algo extraño. Aunque para él no era hermosa, comprendió que según los cánones de otras personas, de millones de africanos, afrocaribeños y africanos americanos, ella podía ser muy hermosa. ¿Por qué eran siempre los blancos los que establecían los cánones?
El formulario de personas desaparecidas, que rellenó el padre, le describía con una estatura de un metro sesenta y siete, pelo negro, ojos castaños y veintidós años de edad. Llamó al doctor a la consulta para preguntarle el peso de Melanie: sesenta y cuatro kilos, y cómo iba vestida: téjanos azules, camisa blanca y un chaleco largo bordado.
– Si no me equivoco tiene usted también un hijo.
– Sí, estudia medicina en Edimburgo.
– Estamos en julio, así que ahora no está allí.
– No, por lo que sé está en el sureste asiático. Se marchó de aquí en coche con otros dos amigos. Tenían la intención de visitar Vietnam, pero no creo que hayan llegado.
– En cualquier caso, no es posible que Melanie haya ido a reunirse con él -comentó Wexford-. Quiero preguntarle una cosa, doctor. ¿Cómo eran las relaciones de ustedes con Melanie? ¿Tenían algún desacuerdo?
– Nos llevábamos bien -se apresuró a contestar el doctor. Vaciló y después matizó la respuesta-. Mi esposa tiene unas ideas estrictas. No hay nada de malo en ello, desde luego, y reconozco que nos hemos trazado unas expectativas que Melanie quizá no puede cumplir.
– ¿Le gusta vivir en casa?
– En realidad no tiene mucho donde elegir. No estoy en posición de pagarles otro alojamiento a mis hijos y no creo que Laurette estuviera de acuerdo. Me refiero a que Laurette espera que Melanie viva en casa hasta…
– ¿Hasta qué, doctor?
– Bueno, ha de ir a un curso de reciclaje. Laurette espera que Melanie viva en casa hasta acabar los nuevos estudios y quizá que no se marche hasta ganar lo suficiente para mantenerse a sí misma y sea lo bastante responsable como para comprarse alguna cosa.
– Ya le entiendo.
«Está con el novio», pensó Wexford. Le había conocido, según el padre, en el primer año de lo que entonces era la politécnica de Myringhman, antes de que le dieran rango de universidad a esas escuelas. Euan Sinclair procedía del East End londinense, se había graduado al mismo tiempo que Melanie, aunque para aquel entonces ya se habían peleado. Uno de los hijos de Euan, a punto de cumplir los dos años, había nacido cuando él y Melanie llevaban casi un año de noviazgo.
Akande conocía su actual dirección. Se la dijo como si fuera una espina clavada en el corazón.
– Intentamos llamar por teléfono pero no tiene línea. Eso significa que se lo han cortado por falta de pago, ¿no?
– Quizá.
– Ese joven es antillano. -Vaya, conque entre ellos también había esnobismo-. Un afrocaribeño, que es cómo los llaman ahora. Mi esposa le considera como alguien capaz de arruinarle la vida a Melanie.
El sargento detective Vine se encargó de ir a Londres para buscar a Euan Sinclair en su piso alquilado en una calle de Stepney. Akande le había comentado que no le extrañaría que se encontrara a Euan viviendo allí con una de las madres de sus hijos y quizá también el niño. Esto convertía en remota la posibilidad de que Melanie estuviese allí pero Vine no lo dijo. Por su parte, la policía de Myringham envió un agente a la casa de Laurel Tucker.
– Yo me encargaré de ir al ESJ -le dijo Wexford a Burden.
– ¿Adónde?
– Al Servicio de Empleo y Centro de Trabajo.
– Entonces, ¿por qué no es el SECTRA?
– Quizás en realidad es el Servicio-Empleo-Centro-Trabajo, todo en una sola palabra. Me temo que los funcionarios que remodelan nuestro lenguaje han convertido Centrotrabajo en una sola palabra como han hecho con «buscaempleo».
Burden permaneció en silencio por un momento. Intentaba leer, cada vez más incrédulo, el folleto de propaganda de una empresa multinacional que ofrecía un sistema antirrobo para los coches a prueba de ladrones.
– Los encierra en una jaula metálica. Después de dos minutos se detiene y no funciona nada. Después comienza a emitir unos aullidos espantosos. Se imagina lo que puede ser a las cinco y media de la tarde en la M2, el atasco, los riesgos para la seguridad. -Burden dejó el folleto-. Pero ¿por qué usted? -preguntó-. Puede ir Archbold o Pemberton.
– Desde luego -replicó Wexford-, pero ya van a menudo cuando alguien agrede a un empleado o comienza a destrozar el local. Iré porque quiero ver cómo es.
3
Iba a ser un buen día, si se podía soportar la humedad. No se movía ni una hoja, no había mucha niebla pero el aire era pegajoso. Uno quería llenar los pulmones de aire fresco pero este era aire húmedo, el único disponible. El calor del sol se filtraba entre cedazos de nubes detrás de las cuales el cielo debía tener un color azul fuerte aunque parecía un ópalo lechoso y estaba cubierto de una tupida red de cirros.
El humo de los coches quedaba atrapado debajo de las nubes y el aire inmóvil. Wexford pasó por lugares donde alguien se había parado a charlar mientras fumaba. El olor que flotaba era de tabaco, aquí un cigarrillo francés, allá un puro. Aunque era temprano, todavía no eran las diez, de la pescadería emanaba un hedor a pescado rancio. Pasar junto a una mujer de cuya piel emanaba una suave fragancia a espliego o almizcle era un alivio agradable. Se detuvo a leer el menú colocado en el escaparate del nuevo restaurante hindú, el Nawab: pollo korma, cordero tikka, pollo tandoori, gambas biryani, murghe raja. Los platos habituales, pero lo mismo se podía decir del rosbif y del pescado con patatas fritas. Todo dependía de la forma de cocinarlo. Él y Burden podían venir a comer aquí, si tenían ocasión. De lo contrario, tendrían que conformarse con los platos preparados del Moonflower, el restaurante de comida cantonesa.