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– Ah, sí, desde luego. ¿Se refiere a los padres? ¿Dónde viven?

– No lo sé. No tengo ni la menor idea, en algún lugar dentro de un radio de treinta kilómetros. Hay, o había, una abuela. Quiero saber dónde vivía y cuando murió. Y Kimberley no debe enterarse. No quiero que ni el más mínimo rumor de nuestra investigación llegue a oídos de Kimberley.

Con un destello intuitivo que sorprendió y complació a Wexford, Pemberton preguntó:

– ¿Cree que la vida de Kimberley corre peligro, señor? ¿Qué es la próxima víctima del asesino?

– No, si podemos evitarlo -contestó Wexford, con voz pausada-. No si él -o ella- piensa que no nos interesa. Voy al hospital. Quiero hablar otra vez con Oni. -Después, al recordar la acusación de Freeborn, añadió-: Pero no iré por Stowerton High Street, daré toda la vuelta.

Mhonum Ling estaba con su hermana. Si celebraran un concurso para elegir a la mujer con el vestuario más exagerado, pensó Wexford, el jurado habría tenido problemas para escoger entre la hermana de Oni y Anouk Khoori.

La falda rosa de Mhonum le llegaba justo a los tobillos para dejar a la vista las sandalias doradas. La camiseta estaba a años luz de la de Danny, tenía lentejuelas.

El inspector jefe estrechó la mano de Oni y ella le dedicó una de sus tremendas sonrisas.

– Quiero que me lo vuelva a contar todo -dijo Wexford.

Ella mostró una falsa expresión de horror y él supuso que en el fondo Oni disfrutaba con todo esto. Apareció Raffy, con un radiocasete enorme al hombro, pero por fortuna no lo traía encendido. Se había habituado a la presencia de Wexford pero miró a la tía con la cara de alguien que se encuentra con una leona suelta. Cuando Oni repitió lo que le había dicho Sojourner en yoruba, Mhonum encogió los hombros y volvió la cabeza para mirar a Raffy de arriba a abajo.

– ¿Recuerda si los niños salían de la escuela cuando la perdió de vista? -le preguntó Wexford-. ¿O si antes ya habían llegado muchos padres?

– Las madres y los padres, sobre todo las madres, llegan alrededor de las cinco, diez minutos antes de la salida. La que aparcó justo a mi lado, la que le dije que aparcara más allá, fue la primera. Entonces comenzaron a llegar todos los demás.

– Quiero que piense con cuidado en una cosa, señora Johnson. ¿Cree que ella escapó porque tenía miedo de ser vista por alguno de los padres?

Oni Johnson intentó recordar. Apretó los párpados con fuerza en un esfuerzo por concentrarse.

– ¿Ya saben cómo se llamaba? -intervino Mhonum Ling.

– Todavía no, señora Ling.

– ¿Para qué has traído la radio, Raffy? -le preguntó a su sobrino y, sin esperar la respuesta, añadió-: Ve a la máquina y trae una Fanta light para tu tía y otra para tu mamá. -Sacó un puñado de monedas del bolso rosa de cuero auténtico-. Y cómprate una coca. Sé buen chico y ve corriendo.

– Es inútil -afirmó Oni, abriendo los ojos-. No lo sé. Nunca lo supe. Ella estaba asustada, tenía mucha prisa, pero no sé de qué tenía miedo.

Wexford bajó las escaleras detrás del muchacho silencioso que arrastraba los pies al caminar. Raffy se detuvo delante de la máquina y miró desconsolado las teclas y las figuras encima de cada una. Podía arreglárselas con la coca pero la Fanta era más difícil. Wexford tendió la mano mientras pasaba, tocó la tecla correspondiente y siguió su camino hacia el aparcamiento. Había llegado casi un centenar de coches desde que había aparcado el suyo. Recordó que le había dicho al jefe de policía y a muchas personas más, que tendría resuelto el caso para el fin de semana. Todavía le quedaba tiempo, sólo estaban a martes.

Al salir del hospital y entrar en el cinturón, estuvo a punto de abandonarlo en la primera salida. Entonces recordó que debía evitar la calle Mayor y siguió hasta la tercera. Quizás exageraba. No le seguía nadie, la idea era ridícula, no pensaba detenerse delante de Clifton Court y mucho menos visitar a Kimberley Pearson, pero de todos modos salió por la tercera salida. Quizá había salvado la vida de Oni Johnson, pero primero la había puesto en un grave peligro.

Este rodeo le llevó por Charteris Road y después por Sparta Grove. No pasaba por aquí desde que la asistencia social se había hecho cargo de los hijos de los Epson, y él había tenido que aparecer para decir unas cuantas palabras ante las cámaras de la televisión sobre los padres que se marchaban de vacaciones y dejaban a los niños solos en el hogar. Ahora intentó recordar cuál era la de ellos entre la hilera de casa victorianas de tres pisos. Eran casas elegantes, los Epson no eran pobres, si no querían llevarse a los hijos de vacaciones, podían permitirse pagar a una niñera.

Condujo sin prisas. Vio salir a un hombre de una de las casas, cerrar la puerta y subir a un coche rosa aparcado en el bordillo. Wexford detuvo el coche y apagó el motor. El hombre era alto y fornido, el pelo rubio, joven, pero le daba la espalda y Wexford no le veía la cara. No era Epson. Era demasiado joven y Epson era negro, jamaicano.

El coche arrancó, aceleró en un segundo y dio la vuelta en la esquina de Charteris Road a gran velocidad. Había visto a aquel hombre en el mismo coche hacía poco y tenía la sensación de que las circunstancias habían sido un tanto desagradables o que deseaba no pensar en ellas. Ésta, sin duda, era la razón por la que no conseguía recordar.

Permaneció en el coche durante unos instantes pero la memoria le había abandonado. La ruta a casa le llevó a través del polígono industrial, un lugar desapacible y desierto, con la mitad de las fábricas cerradas o en alquiler. Un angosto camino rural desembocaba en la carretera de Kingsmarkham y diez minutos más tarde estaba en su casa.

Algunas veces las respuestas a cosas que le preocupaban las había conseguido, directa o indirectamente, de Sheila; por algún comentario que ella había hecho, por su último interés o pasión, o por algo que le había dado a leer. Lo que fuera le había puesto en la senda correcta. Ahora la necesitaba, escuchar un par de palabras de ella, conseguir una guía.

Pero se encontró con su otra hija en casa con Ben y Robin, que había quedado de acuerdo con Neil para encontrarse en el hogar de sus padres después de su asistencia al curso de reciclaje. La madre indulgente los había invitado a todos a cenar. Mientras digería la noticia, Wexford pensó en lo mucho que se enfadaría Sylvia de verse catalogada, aunque sólo fuera en lo más íntimo, como «su otra hija». Ningún padre se había esforzado tanto como él por no mostrar sus preferencias y ningún padre, pensó, había fracasado tan miserablemente. En cuanto entró en la casa comprendió que debía resistirse a la tentación de llamar a Sheila mientras Sylvia estuviera allí, o al menos mientras pudiera oírle.

El anochecer era caluroso. Se sentaron en el jardín, alrededor de la mesa con la sombrilla, y la sugerencia de Sylvia de cenar allí fue recibida, inevitablemente, por una nueva versión de la frase favorita del hijo mayor.

– Mushk eler.

– Bueno, para mí sí es un problema -afirmó Wexford-. No soporto comer al aire libre, me incordian los mosquitos. Me pasa lo mismo con las meriendas campestres.

Los niños y la abuela se enzarzaron inmediatamente en una discusión sobre los pros y los contras de las meriendas campestres. Sylvia, sin hacerles caso, se repantigó en la silla, con los párpados entornados, y comenzó a hablar sobre el curso de consejera, de que el enfoque era muy distinto al que había aprendido en sus estudios de ciencias sociales, de que aquí el énfasis se centraba en la gente, en las interacciones humanas, de favorecer la interdependencia personal… Era ridículo, pensó Wexford, su propio comportamiento, tener miedo a llamar a Sheila en secreto porque bien podía darse el caso de que tuviera conectado el contestador automático y por lo tanto no le llamaría hasta al cabo de una hora o dos. ¿Cuánto duraría la visita de Sylvia y su familia? Horas. Para empezar Neil no llegaría hasta dentro de una hora.