Dora se llevó a los niños a la casa. Robin tenía que poner la mesa. Esta vez no se escuchó la respuesta habitual, quizá porque eso sí era un problema.
– ¿Quieres una copa? -le preguntó a Sylvia, en parte para frenar la charla y porque él quería una.
– Agua con gas. Sobre todo estudiamos todo lo relacionado con la depresión y los estados de ansiedad. Pero también está el componente de la violencia doméstica y no tienes que olvidar el secreto necesario para ganar la confianza del cliente. Al principio practicamos entre nosotros, me refiero a los otros participantes del curso.
Cuando Wexford volvió con el vaso de agua y una cerveza ella seguía hablando. Ahora comentaba la violencia física de las personas fuertes contra los más débiles. Hablaba con los ojos cerrados, la cara vuelta hacia el cielo azul.
– ¿Por qué lo hacen? -preguntó Wexford.
La había interrumpido en mitad de una frase. Ella abrió los ojos y le miró.
– ¿Hacen qué?
– Por qué los hombres pegan a sus esposas, por qué la gente maltrata a los niños.
– ¿De verdad me lo preguntas? ¿De verdad quieres saberlo?
Una puntada, un encogimiento de culpa, fue la reacción de Wexford a estas preguntas. Era como si ella se sintiera sorprendida de que él quisiera saber algo de lo que le decía. Ella hablaba, se reafirmaba a sí misma, implacable, pero no para entretener o informar. Lo hacía para llegar hasta él, para demostrarle que ella también valía. Ahora parecía mostrar un interés sincero. El tono de Sylvia era de incredulidad: «¿Me lo preguntas a mí?».
Lo que él deseaba de verdad era encontrar la manera de escaparse y llamar a Sheila. Pero en cambio dijo:
– Quiero saberlo.
– ¿Has oído mencionar alguna vez a Benjamín Rush? -preguntó Sylvia que evitó la respuesta directa.
– No lo creo.
– Era el decano de la facultad de medicina en la universidad de Pensilvania. Hará cosa de doscientos años atrás. Se le conoce como el padre de la psiquiatría americana. Por aquel entonces había esclavos en Estados Unidos. Una de las cosas que sostenía Rush era que todos los crímenes son enfermedades y pensaba que no creer en Dios era un trastorno mental.
– ¿Qué tiene que ver él con la violencia física?
– Estoy segura de que nunca has escuchado esto antes, papá. Rush elaboró algo llamado la teoría de la negritud. Creía que ser negro era una enfermedad. Las personas negras sufrían de lepra hereditaria pero en una forma benigna de la cual la pigmentación era el único síntoma. ¿Comprendes lo que significa sostener semejante teoría? Justifica la segregación sexual y el maltrato social. Significa que tienes un motivo para maltratar a la gente.
– Espera un momento -le interrumpió Wexford-. ¿Quieres decir que si alguien es objeto de piedad utilizarás la violencia física contra él? Eso parece un poco retorcido. Es lo contrario a todo lo que nos enseña la moral social.
– No, escucha. Conviertes a alguien en un objeto, no tanto de piedad sino de debilidad, enfermedad, estupidez, ineficacia, ¿ves lo que quiero decir? Les pegas por su estupidez y su incapacidad para responder, y cuando les haces daño, los marcas, son todavía más feos y repugnantes. Tienen miedo y se acobardan. Sé que no es muy agradable, pero tú me preguntaste.
– Continúa.
– Así que tienes a una persona asustada, estúpida, incluso incapacitada, muda, fea, y ¿qué puedes hacer con alguien así, alguien que no merece ser tratado bien? Los tratas mal porque es lo que se merecen. Uno piensa en los pobres chiquillos a los que nadie quiere porque están sucios, llenos de mocos, mierda, y que siempre lloran. Entonces les pegas porque son odiosos, porque son como animales, porque son subhumanos. Para lo único que sirven es para pegarles, para hacerles todavía más despreciables.
Wexford permaneció en silencio. Sylvia confundió su silencio con sorpresa, no por el contenido de lo que había dicho, sino porque lo había dicho, y de inmediato se disculpó.
– Papá, sé que suena horrible, pero necesito saber todas estas cosas. Tengo que intentar comprender cómo funcionan el agresor y la víctima.
– No, no es eso. Lo sé. Soy policía, ¿recuerdas? Una cosa que dijiste me llamó la atención. Una palabra. Ahora no la recuerdo.
– ¿Subhumano? ¿Ineficacia?
– No. Ya la recordaré. -Se levantó-. Gracias, Sylvia. No sabes cuánto me has ayudado. -La mirada de su hija le llegó al corazón. Por un momento se pareció mucho a su hijo Ben. Wexford se inclinó y le dio un beso en la frente-. Sé lo que era -murmuró-. Ya me vendrá.
En el dormitorio, junto a la cama, todavía sin leer, estaban los folletos y panfletos que le había enviado Sheila, la literatura de su última pasión. Los leería en cuanto se marchara Sylvia. Pero también recordó algo del hombre que salió de la casa de los Epson y que conducía el coche de los Epson. No le había visto la cara. Y no había visto la cara de la persona que conducía aquel coche cuando un niño atravesó las puertas de la Thomas Proctor y subió al auto.
Wexford veía con toda claridad al niño en su imaginación, un niño moreno con el pelo castaño rizado, que podía haber sido el hijo de aquel hombre sólo si su madre hubiese sido negra y sólo si él le hubiese engendrado cuando él también era un niño.
¿Era este el hombre del que Sojourner había escapado dos semanas atrás?
No, pensó Wexford, se equivocaba en el enfoque que daba a todo esto…
20
Wexford, aquel día aplazaría su habitual visita a los Akande. Si su suposición era correcta, no estaría de humor para enfrentarse a ellos mientras tenía esto en la cabeza. ¿Y qué había que decir? Incluso las cortesías de rigor, los comentarios sobre el tiempo, el interés por su salud, sonarían forzadas. Pensó en sus esfuerzos por prepararlos, recomendándoles que abandonaran toda esperanza, y recordó el estado de ánimo de Akande, exultante un día y por los suelos al siguiente.
Se dirigió a su trabajo, pasó por delante de la casa de los Akande, pero mantuvo la mirada fija en la calle. Leyó los informes sobre las averiguaciones casa por casa pero todos eran negativos, no había ninguna novedad aparte de las manifestaciones de racismo donde menos se esperaban y de unas insospechadas actitudes liberales donde se anticipaba el prejuicio. Nunca se sabía cuando se trataba de seres humanos. Malahyde, Pemberton, Archbold y Donaldson continuarían con la tarea todo el día, llamando a las puertas, mostrando la foto, preguntando. Si no encontraban nada en Kingsmarkham, la búsqueda se trasladaría a los pueblos: Mynford, Myfleet, Cheriton.
Wexford llamó a Barry Vine y se fueron juntos a Stowerton. Evitaron la calle Mayor y tomaron por Waterford Avenue donde tenía su casa el jefe de policía. Los barrios cambiaban deprisa en Stowerton y Sparta Grove estaba a un tiro de piedra. Wexford sonrió cuando pasaron por delante de la casa, al pensar lo cerca que había estado Freeborn mientras toda esta, esta… conspiración, se desarrollaba delante de sus narices.
El coche rosa estaba aparcado en la calle, en el mismo lugar donde lo había visto la noche anterior. A la luz del sol se lo veía muy sucio. Algún gracioso había escrito con el dedo en el polvo de la tapa del maletero: «Amo, límpiame». No se veía ninguna ventana abierta en la casa. Parecía desocupada, pero el coche estaba allí.
El timbre no funcionaba. Vine utilizó el llamador y comentó, con la mirada puesta en las ventanas cerradas, que las nueve de la mañana era plena madrugada para algunas personas. Volvió a llamar y se disponía a gritar por la abertura del buzón cuando se abrió una de las ventanas de la planta alta y asomó la cabeza el hombre cuya espalda Wexford había visto la tarde anterior sin llegar a identificarlo. Era Christopher Riding.
– Policía -dijo Wexford-. ¿Me recuerda?
– No.
– Soy el inspector jefe Wexford, de la policía de Kingsmarkham. Por favor, baje y abra la puerta.