Esperaron un buen rato. Escucharon procedentes del interior los ruidos de alguien que caminaba arrastrando los pies y el sonido de algún objeto de vidrio que caía al suelo y se rompía. Una retahíla de maldiciones ahogadas seguidas por un golpe sordo. Vine, impaciente, sugirió que no estaría mal echar la puerta abajo.
– No, aquí viene.
La puerta se abrió poco a poco. Un niño de unos cuatro años asomó la cabeza y se rió. Le apartaron bruscamente y apareció el hombre que había asomado la cabeza por la ventana. Llevaba téjanos cortados a la altura de las rodillas y un suéter grueso mugriento. Iba descalzo.
– ¿Qué quieren?
– Entrar.
– Necesitarán una orden -replicó Christopher Riding-. No entrarán aquí si no la traen. Esta no es mi casa.
– No, es la casa del señor y la señora Epson. ¿A dónde han ido esta vez? ¿A Lanzarote?
La pregunta le desconcertó lo suficiente como para dar un paso atrás. Wexford, que le llevaba ventaja al menos en estatura, ya que no en juventud, le empujó con el codo y entró en la casa. Vine le siguió, apartando la mano extendida de Riding. El niño se echó a llorar.
Era una casa con muchas habitaciones pequeñas, y una escalera muy empinada en el centro. En mitad de la escalera estaba un niño mayor, con un muñeco de goma en una mano. Era el niño moreno con el pelo castaño rizado que Wexford había visto salir de la Thomas Proctor. Cuando el niño vio a Wexford dio media vuelta y escapó escaleras arriba. El sonido de una radio sonaba detrás de una puerta cerrada. Wexford la abrió sin hacer ruido. Una muchacha a cuatro patas recogía los vidrios rotos -sin duda los restos del objeto que había oído caer- y ponía los trozos en un cartucho de papel. La muchacha volvió la cabeza al escuchar el discreto carraspeo, se levantó de un salto y soltó un grito.
– Buenos días -dijo Wexford-. ¿La señorita Melanie Akande, supongo?
Su calma disimulaba sus verdaderos sentimientos. El inmenso alivio que sentía al verla sana y salva y viviendo en Stowerton se mezclaba con el enojo y una especie de terrible miedo por sus padres. Supongamos que Sheila hubiese hecho lo mismo. ¿Cómo se sentiría él si su hija hubiese hecho lo mismo?
Christopher Riding se apoyó contra la chimenea, con una expresión cínica en el rostro. Melanie, que en un primer momento dio la impresión de echarse a llorar, controló las lágrimas y se sentó, desconsolada. En la sorpresa se había cortado un dedo con un trozo de cristal. La sangre goteaba sobre los pies descalzos. Uno de los hijos de los Epson comenzó a chillar en el primer piso.
– Por favor, ve a ver qué quiere. -Melanie le habló a Riding como si llevasen varios años de casados y no fueran muy felices.
– Joder.
Riding encogió los hombros con muchos aspavientos. El niño pequeño le cogió de los téjanos y se colgó, hundiendo el rostro en la corva del hombre. Christopher salió de la habitación, arrastrando al niño, y cerró de un portazo.
– ¿Dónde están el señor y la señora Epson? -preguntó Wexford.
– En Sicilia. Regresan esta noche.
– ¿Y usted qué pensaba hacer?
– No lo sé. -Suspiró y al ver la herida del dedo, los ojos se le llenaron de lágrimas. Se envolvió la herida con un pañuelo de papel-. Preguntaré si quieren seguir manteniéndome. No lo sé, quizá duerma en la calle.
Llevaba las mismas prendas que aparecían descritas en la denuncia de personas desaparecidas, como las que vestía el día de la desaparición: téjanos, una camisa blanca y un chaleco largo bordado. La expresión de su cara reflejaba el desencanto más total con la vida que le había tocado vivir.
– ¿Prefiere explicármelo todo ahora o quiere que vayamos a comisaría?
– No puedo dejar a los niños.
Wexford pensó en el problema. Tenía un lado divertido que quizá descubriría con el paso del tiempo. Ella no podía dejar a los niños. Los hijos de los Epson figuraban en el registro del servicio social desde que los padres habían sido condenados a prisión suspendida por dejarlos solos en casa durante una semana. Pero no tenía ganas de llamar a una asistenta social, pedir una orden de tutela, de poner toda la maquinaria en marcha sólo por llevarse a Melanie Akande unas horas antes. Sin duda los Epson, asustados por lo ocurrido la última vez, la habían contratado más o menos para que cuidara de sus dos hijos.
– ¿Qué hizo? ¿Contestó a un anuncio en el centro de trabajo?
– La señora Epson, me dijo que la llamara Fiona, estaba allí. Cuando acabé la entrevista con el consejero de nuevas solicitudes di una vuelta por el centro de trabajo y allí estaba esta mujer junto al tablero donde piden niñeras, cuidadoras de ancianos y cosas así. Nunca había pensado en esa clase de trabajo pero, al ver que leía las tarjetas, ella se acercó y me preguntó si quería trabajar para ella durante tres semanas. Bueno, sabía que no hay que marcharse con las personas que te ofrecen trabajos de esta manera pero la mujer no parecía ser de ésas. Me refiero a que todo es una cuestión de acoso sexual, ¿no? Ella me dijo: «¿Porque no me acompañas y lo ves tu misma?», así que la acompañé. Tema el coche en el aparcamiento, el coche que vio en la calle, y salimos por la puerta lateral.
– Por eso no la vieron salir aquellos chicos de la escalera -dijo Vine.
– Quizá. -De pronto Melanie cayó en la cuenta-. ¿Mis padres me han estado buscando?
– Todo el país la está buscando -contestó Vine-. ¿No lee los periódicos? ¿No ve la televisión?
– El televisor se estropeó y no sabíamos a quién llamar para que viniera a repararlo. No he leído ningún periódico.
– Su madre pensó primero que estaba con Euan Sinclair -le explicó Wexford-. La asustaba esa posibilidad. Después pensó que estaba muerta. ¿Así que la señora Epson la trajo aquí? ¿Sin más? ¿No le preguntó si primero quería ir a su casa, si necesitaba recoger alguna cosa?
– Se iban al día siguiente. Tenían más o menos decidido llevarse a los niños. Comprendo que no quisieran llevárselos. Son unos niños terribles.
– No es de extrañar -comentó Vine, el padre responsable.
Melanie encogió los hombros ante el comentario del sargento.
– Le dije a Fiona que aceptaba el trabajo. Llevaba mis cosas conmigo, vera… bueno, tema suficiente con lo que llevaba para ir a la casa de Laurel. Pero no quería ir allí. Tenía una cita con Euan pero tampoco quería verle, no quería escuchar más sus mentiras. Esta casa y estar aquí era precisamente lo que quería. Al menos, era lo que pensaba. Ganaría un dinero que no era de una beca o dinero de bolsillo de papá. Pensé que estaña sola y eso es lo único que deseaba, estar sola. Pero no puedes estar sola con los críos.
– ¿Christopher Riding no estuvo aquí todo el tiempo?
– No sé dónde estaba. No le conocía muy bien, al menos entonces. Fue… fue al cabo de una semana de estar aquí. Ya no aguantaba más, estos chicos son un desastre, tenía que llevar al mayor a la escuela, por eso me dejaron el coche, y Chris me vio, me reconoció, y entonces él… me siguió hasta aquí.
Después de estar una semana aquí, pensó Wexford. Esto correspondía al mismo día, o al siguiente, después de que él hablara con Christopher Riding y le preguntara sobre Melanie. Al menos, entonces le había dicho la verdad.
– Pensó que sería divertido -añadió Melanie-. Me refiero a todo el montaje. Le fascinaba. Se quedó por aquí. -La muchacha desvió la mirada-. Me refiero a que iba y venía. Me ayudaba con los niños. Son unos niños terribles.
– ¿Y usted no es una niña terrible? -señaló Vine-. ¿No es una niña terrible la que se va, desaparece, sin decirle ni una palabra a los padres? ¿Les deja que piensen que está muerta? ¿Que la han asesinado?
– ¡No pueden haber pensado eso!
– Claro que lo pensaron. ¿Qué le impidió llamarlos por teléfono?
La muchacha no respondió, la mirada puesta en el pañuelo de papel manchado de sangre que le envolvía el dedo. Wexford pensó en todas las personas que la habían visto y no habían dicho nada, que no habían dicho nada porque siempre iba con dos niños negros que tomaron por sus hijos. O que la habían visto con Riding, al que habían tomado por el padre de los niños, que iba con ellos. Wexford había pensado que encontrar a una muchacha negra no sería difícil porque no había muchos negros por aquí, pero también era válida la situación inversa. Por este último motivo no la habían reconocido.