– ¿Piensa comprar?
– Según la madre, ya se ha puesto en contacto con un procurador para que inicie los trámites. Por cierto, ocupaban ilegalmente aquella casucha de Glebe End, aunque a nadie le importaba. Al propietario no le sirve para nada. Tendría que invertir cincuenta mil libras para ponerla en condiciones antes de sacarla a la venta.
– ¿Crescent Comestibles es la propietaria de los pisos?
– Es lo que me dijeron los vendedores. No es ningún secreto. Construyen por todo Stowerton, allí donde hay un solar desocupado o derriban una casa vieja. Es el mismo proceso en todas partes. Los pisos son baratos, tal como va el mercado. Pagas el alquiler mientras esperas que te concedan la hipoteca que es por el total del precio, sin entrada. Las cuotas de la hipoteca son iguales al alquiler.
– Todo de acuerdo a los postulados políticos de la señora Khoori -comentó Wexford, con voz pausada-. Ayuda a los desfavorecidos a que se ayuden a sí mismos. No les des nada pero dales la oportunidad de ser independientes. Supongo que no es una mala filosofía. Me pregunto cuándo llegará el día en que alguien funde un partido político llamado conservadores socialistas.
Al doctor le avisaron entre consultas en el centro médico, a su esposa la llamaron a la unidad de cuidados intensivos. Wexford se presentó cuando el doctor Akande llegaba a casa y la expresión de dolor de su rostro era casi la misma de cuando pensaba que su hija estaba muerta. Hubiese sido peor si hubiese estado muerta, muchísimo peor, pero esto era terrible. Saber que su hija era capaz de hacerle pasar por esto, sin preocuparse si podría superarlo o no, sólo era soportable después de filtrarlo a través del enojo y Raymond Akande no estaba enfadado. Estaba humillado.
– Pensaba que nos quería.
– Se dejó llevar por un impulso, doctor Akande. -Wexford no mencionó a Christopher Riding. Que lo hiciera Melanie.
– ¿Estuvo en Stowerton todo el tiempo?
– Así parece.
– Su madre trabaja un poco más allá. Yo voy a allí a visitar a mis pacientes.
– Los Epson le dejaron un coche para hacer la compra y llevar a los niños a la escuela. No creo que saliera mucho a pie.
– Tendría que estar de rodillas agradeciendo a Dios por su bondad, tendría que estar saltando de alegría. ¿Es eso lo que piensa?
– No -contestó Wexford. Y se atrevió a añadir-: Sé cómo se siente.
– ¿Dónde nos equivocamos?
Antes de que pudiera responder -si es que se sentía capaz o dispuesto a contestar- entró Laurette Akande. Wexford pensó primero que parecía diez años más joven, después que rebosaba de alegría y por último que era la mujer más furiosa que había visto en años.
– ¿Dónde está?
– Un coche la traerá a las seis. Vendrá con los niños. Los traía o había que buscar una asistente social y dado que los Epson regresan esta noche…
– ¿En qué nos equivocamos, Laurette?
– No seas ridículo. No nos equivocamos. ¿Quién es esa mujer, esa tal señora Epson, que deja a sus hijos a cargo de una persona carente de toda preparación? Espero que alguien la denuncie, tendrían que acusarla. Estoy tan furiosa que la mataría. No a la señora Epson, a Melanie. La mataría.
– Por favor, Letty, no lo digas -le rogó el doctor-. Piensa en cómo nos sentimos cuando nos dijeron que estaba muerta.
El coche trajo a Melanie y a los escandalosos hijos de los Epson un par de minutos después de la seis. La muchacha entró desafiante en la sala, la cabeza erguida. Los padres, que estaban sentados, no se movieron, pero después de unos instantes de silencio el padre se levantó y fue hacia ella. Extendió una mano y cogió la suya. La acercó un poco hacia él y la besó en la mejilla con un poco de miedo. Melanie permitió que la besara, sin responder.
– Me voy -dijo Wexford-. Melanie, nos veremos mañana a las nueve.
Nadie le hizo caso. Se levantó y fue hacia la puerta. Laurette recuperó una voz fuerte y autoritaria. Ya no parecía furiosa sino sólo decidida.
– Bien, Melanie, escucharemos tus explicaciones y daremos por acabado este asunto. Creo que lo mejor es que te inscribas para cursar los estudios de administración de empresas. Podrías comenzar en octubre si te das prisa. La universidad del Sur tiene un curso muy bueno y además ofrece la ventaja de que puedes vivir en casa. Yo me ocuparé de enviar por ti toda la documentación necesaria y mientras tanto tu padre quizá te permita presentarte para el puesto de recepcionista…
El más pequeño de los hijos de los Epson comenzó a chillar. Wexford se marchó discretamente.
21
En la soledad de la cabina trazó una cruz sobre la papeleta electoral. Había tres nombres: Burton K. J., Partido Nacionalista Británico, Khoori A. D., Conservadores Independientes y Sudgen M., Liberaldemócratas. Sheila decía que los liberales no tenían ninguna posibilidad y la única manera de mantener fuera al BNP era uniendo votos en favor de Anouk Khoori.
Pero Wexford tenía ahora razones importantes para votar en contra de la señora Khoori y trazó la cruz junto al nombre de Malcolm Sudgen. Quizás era un voto desperdiciado pero no podía evitarlo. Plegó la papeleta en dos, salió de la cabina y la depositó en la urna.
Anouk Khoori llegó en un coche conducido por su marido, un Rolls Royce dorado, cuando Wexford salía de la escuela primaria Thomas Proctor. Burton del BNP también estaba allí, en el patio de cemento, rodeado por damas con vestidos de seda y pamelas de paja, la anterior vanguardia conservadora seducida por los encantos de la extrema derecha. Fumaba un puro, y el humo del tabaco formaba una nube en el aire cálido de la mañana. La señora Khoori se apeó del coche como un personaje de la realeza. Vestía como uno de ellos, pero del grupo de los jóvenes, con una falda blanca muy corta, camisa verde esmeralda, chaqueta blanca. El pelo formaba un velo amarillo por debajo del ala del sombrero blanco. Cuando vio al inspector jefe le extendió las manos.
– ¡Sabía que le encontraría aquí!
Wexford se asombró ante la confianza que le permitía a alguien que era casi un extraño hablar con los tonos de un amante.
– Sabía que usted sería uno de los primeros en votar.
El marido apareció detrás de ella, con una amplia sonrisa ensayada y tendió la mano hacia Wexford. El ademán era duro, como el de un boxeador, pero el apretón resultó fofo y sintió como si entre los dedos tuviera una flor marchita. El inspector apartó la mano mientras comentaba que hacía un día magnífico para los comicios.
– Tan inglés -dijo la señora Khoori-, pero me encanta. Quiero que me prometa una cosa, Reg.
– ¿Qué quiere que le prometa? -replicó Wexford, e incluso a él el tono de su voz le sonó a burla, pero Anouk no se dio por enterada.
– Ahora que los consejos comarcales están desapareciendo -continuó ella-, se ampliarán las funciones y ganarán en importancia las autoridades locales. Necesitaré un asesor en temas de seguridad ciudadana, en relaciones públicas, en el trato con los ciudadanos de esta ciudad dormida. Usted será ese asesor, ¿verdad, Reg? Me dará el apoyo que necesitaré más que cualquier otra cosa que haya necesitado en mi vida. ¿Qué me contesta?
Wael Khoori mostraba una sonrisa de oreja a oreja, algo muy apropiado, pero se trataba de una sonrisa vacía con la que obsequiaba a todos los que pasaban.
– Primero tienen que elegirla, señora Khoori.
– Anouk, por favor. Pero me elegirán, lo sé, y cuando me elijan, ¿me ayudará?
Era absurdo. Wexford sonrió pero no dijo nada, evitó el rechazo directo. Eran las nueve menos cinco y Raymond Akande iniciaba las consultas a las ocho y media. Laurette entraba en el hospital a las ocho. En los cinco minutos que tardó en ir a Ollerton Avenue, Wexford pensó en todas las visitas que había hecho a esa casa, en el sufrimiento del doctor, en las lágrimas del muchacho. Recordó la terrible visita al depósito y la furia histérica de Laurette. No podía hacer nada al respecto. No podía acusar a más personas de desperdiciar el tiempo de la policía porque eso también es malgastarlo.