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Lo más probable sería que nunca más volviera por aquí. Esta era la ultima visita. Incluso tras el día anterior, después de la identificación y las explicaciones, fue una sorpresa ver la cara de la foto, la cara muerta, viva. Melanie abrió la puerta y, por un momento, él se quedó mudo por el sólo hecho de verla allí, de su existencia.

– Estoy sola -dijo Melanie.

– Supongo que Christopher no sería bien recibido.

– Ha regresado a su casa. No quiero volver a verle nunca más. Era amiga de su hermana, de Sophie, no de él.

Wexford siguió a la muchacha a la sala cuyas paredes habían escuchado a sus padres preguntar si había alguna esperanza de encontrarla viva. Ella le sonrió, primero titubeante, después serena.

– Me siento feliz, no sé por qué. Será porque ya no tengo que aguantar a los hijos de los Epson.

– ¿Cuánto le pagaron?

– Cien libras. La mitad antes de marcharse y el resto anoche.

Wexford le mostró la foto de Sojourner.

– ¿La ha visto alguna vez?

– No lo creo.

Esta expresión, desde luego, significaba no, pero no era un no rotundo.

– ¿Está segura?

– Nunca la vi. ¿Le permiten que saque fotos a los cadáveres y las muestre por ahí?

– ¿Qué alternativa me sugiere?

– Podrían llevar registros de todo el mundo con fotos, huellas digitales, ADN y lo que haga falta, en un ordenador central con detalles de todos los que viven en el país.

– Nuestro trabajo sería mucho más fácil si tuviésemos registros de esa clase pero no los tenemos. Dígame qué hizo el día anterior a su visita a la oficina de la Seguridad Social, y conocer a la señora Epson.

– ¿A qué se refiere?

– A cómo pasó el día. Su madre dijo que salió a correr.

– Salgo a correr todos los días. Bueno, no salí mientras cuidaba de aquellos niños.

– De acuerdo. Salió a correr, ¿por dónde?

– Mi madre no lo sabe todo, por mucho que diga. No siempre hago el mismo recorrido. Algunas veces voy por Harrow Avenue y sigo por Winchester Drive, y otras tomo por Marlborough Road.

– Christopher y Sophie Riding viven en Winchester Drive.

– ¿Ah, sí? Nunca he estado en su casa. Se lo dije, sólo le vi un par de veces antes de que me siguiera hasta la casa de los Epson. Conocí a Sophie en la facultad.

Si cinco minutos antes Melanie se sentía feliz, ahora parecía muy angustiada. Wexford se preguntó qué sería de ella, si las tácticas prepotentes de la madre dominante la empujaban otra vez a buscar a Euan Sinclair. Volvió al tema del camino que había seguido mientras corría.

– ¿Qué camino siguió aquel día?

– Aquel día no fui por allí -contestó Melanie, como si le complaciera llevarle la contra-. Crucé el campo hasta Mynford. Por los senderos.

Wexford se sintió desilusionado, aunque no sabía por qué. Formulaba estas preguntas, cuya importancia presentía, con la esperanza de que le permitieran intuir alguna cosa.

– Casi llegué hasta Mynford New Hall -añadió Melanie, con una mirada idéntica a la de su padre-. Me sorprendió ver la casa, no sabía que estuviera tan cerca. -La mirada tenía una fuerza hipnótica-. Ese fue el día que fui a la oficina de la Seguridad Social. ¿Es ese el que le interesa, no?

– El que me interesa es el anterior al día que fue a la oficina de la Seguridad Social. -El inspector trató de no perder la paciencia-. El lunes.

– Ah, el lunes. Espere un momento. El sábado salí a correr por la carretera de Pomfret, y después el domingo… El domingo y lunes tomé el mismo camino, por Ashley Grove, subí por Harrow Avenue, doble en Winchester Drive y luego por Marlborough Road. Es muy bonito allá arriba, el aire es limpio y cuando miras abajo, se ve el no.

– ¿Mientras corría nunca vio a esta muchacha?

Wexford volvió a sacar la foto. Melanie la observó otra vez pero sin ninguna emoción.

– Mi madre dijo que la sacaron porque creyeron que el cadáver era yo, sólo que no era. ¿Es ella?

– Sí.

– Vaya. En cualquier caso, nunca la vi. Casi nunca veo a nadie cuando corro. La gente no camina, ¿verdad? Va en coche. Supongo que usted sospecharía si viera a alguien caminando por allí. Los pararía y les preguntaría qué hacen.

– Todavía no hemos llegado a eso -respondió Wexford-. ¿Nunca vio su rostro en una ventana? ¿O la vio en un jardín?

– Ya se lo dije. Nunca la vi.

Era difícil recordar que Melanie Akande tenía veintidós años. Estaba seguro de que Sojourner, con diecisiete, hubiese parecido mayor. Pero Sojourner, desde luego, había sufrido, había padecido los rigores de la vida. Los Akande habían mantenido a su hija como una niña, tratándola como una persona irresponsable, que sólo servía para ser controlada y dirigida por los demás. Se estremeció al pensar que la muchacha quería tener un hijo para escapar de su casa.

Abandonaron la búsqueda casa por casa. No habían conseguido nada, así que cuando Wexford dijo que irían a Ashley Grove, Burden quiso saber el motivo.

– Vamos a visitar a un arquitecto -le explicó a Burden después de relatarle la entrevista con Melanie-. O quizás a la esposa de un arquitecto antes de que se marche a atender sus buenas obras por la parroquia.

Pero aquel no era el día en que Cookie Dix llevaba material de lectura a los enfermos. Se encontraba en casa con su marido, aunque no fue ninguno de los dos los que hicieron entrar a Wexford y a Burden en la casa.

¡Y qué casa! El vestíbulo, circular y con una escalera blanca que se levantaba como la proa de un velero, tenía el suelo de mármol con tiestos en los que los limoneros florecían y daban frutos al mismo tiempo. Otros árboles crecían en el suelo, en pequeños trozos de tierra: ficus con hojas susurrantes, abedules con hojas como plumas, cipreses como estacas y sauces plateados con los troncos retorcidos, se alzaban hacia la luz que entraba por la cúpula de vidrio muy por encima de ellos. La criada, de ojos y cabello negro, y piel cetrina, les hizo esperar debajo de los árboles mientras iba a anunciar la visita. Regresó en treinta segundos y les llevó a través de una puerta doble -Wexford se agachó para esquivar una rama- a una especie de antesala, negra y blanca, y otro par de puertas, hasta un comedor amarillo y blanco iluminado por el sol, donde desayunaban Cookie y Alexander Dix.

Al revés de lo que era habitual, Cookie se levantó mientras su marido permanecía sentado. Tenía The Times en una mano y un trozo de croissant en la otra. No respondió al saludo de los visitantes, pero le pidió a la criada:

– Margarita, por favor, traiga café para nuestros invitados.

– Esta mañana nos ha costado levantamos -comentó Cookie. No mencionó si Pemberton o Archbold la habían interrogado el día anterior. Vestía una prenda de satén verde oscuro, que parecía una bata sin acabar de serlo, porque era muy corta y la llevaba sujeta a la cintura con una faja de pedrería. Se había peinado de tal manera que su larga melena negra parecía el tallo de una zanahoria quemada por la escarcha-. Tomen asiento. -Señaló con un ademán las otras ocho sillas dispuestas alrededor de la mesa de cristal con una base de mármol veteado de verde-. Anoche estuvimos de parranda…, quiero decir una fiesta. Casi salía el sol cuando regresamos a casa, ¿no es así, cariño?

Dix pasó la página y comenzó a leer la columna de Bernard Levin. Algo le hizo reír. Su risa tenía el sonido de la leña húmeda cuando se quema, un chisporroteo y un siseo. Abandonó la lectura sin dejar de sonreír, miró primero a Wexford después a Burden y cuando ambos estuvieron sentados, les preguntó: