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– ¿Quiere decir que esperan problemas? ¿Aquí?

– ¿En esta verde y tranquila tierra? Verá, Mike, hay muchísima gente sin trabajo. En Stowerton la tasa de paro es del doce por ciento, muy por encima del índice nacional. Y la gente no está para bromas -comentó Wexford-. Creo que es hora de hacer una visita a Mynford New Hall.

– La señora Khoori no estará en casa, señor. Está por ahí animando a los electores.

– Mucho mejor -dijo Wexford.

– ¿Se refiere a qué podremos hablar con las criadas?

– No buscamos a una criada, Mike -replicó Wexford-. Buscamos a una esclava.

22

Este era el camino más largo, por la carretera que iba a Pomfret y Cheriton. A campo a través desde Kingsmarkham se llegaba caminando en cuarenta minutos, o en veinticinco corriendo, sólo eran tres kilómetros, pero casi doce por aquí. Burden, que conducía, no conocía Mynford New Hall. Preguntó si era tan viejo como parecía, pero al enterarse de que la construcción se había terminado justo a tiempo para la fiesta, perdió todo interés.

Wexford había esperado ver carteles electorales, aunque Mynford estaba fuera del distrito por el que se presentaba la señora Khoori. Pero no había nada en las columnas de la entrada ni en las ventanas de la falsa casa georgiana. Alguien había plantado geranios florecidos en los parterres donde no había nada dos semanas antes. Habían añadido un cordón de campana desde su primera visita y una pareja de los más grandes y adornados faroles de carro que nunca había visto.

Pero dudó entre si la campana estaba conectada o si de verdad no había nadie en casa. Fue Burden el que miró hacia la planta alta y vio el rostro que les miraba, una cara pálida y oval con el pelo negro que se perdía en la oscuridad del fondo. Wexford, que había tocado la campana cuatro veces, gritó:

– ¿Quiere hacer el favor de bajar y abrimos la puerta?

La obediencia no fue inmediata. Juana o Rosenda continuó mirando impasible durante unos instantes. Después asintió, un leve movimiento de cabeza, y desapareció. Pero cuando por fin se abrió la puerta no fue ella la que la abrió sino una mujer de piel morena y facciones mongólicas. Wexford no había esperado un uniforme pero le sorprendió ver el chándal rosa afelpado.

Hacía mucho frío en la casa; producía la misma sensación que se tiene al entrar en la sección de congelados en un supermercado. Quizá tenían instalado el mismo sistema de aire acondicionado que utilizaban en la sección de alimentos perecederos de los supermercados Crescent. Wexford y Burden sacaron sus tarjetas de identificación. La mujer las miró con interés, al parecer le divertía comparar las fotos con los hombres vivos.

– Ha envejecido desde que se la hicieron -le comentó a Wexford con una carcajada.

– ¿Por favor, cómo se llama?

La carcajada desapareció y ella le miró como si hubiese dicho alguna impertinencia.

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Por favor, dígame su nombre. ¿Es usted Juana o Rosenda?

El cambio de la afrenta al malhumor fue instantáneo.

– Rosenda López. Aquélla es Juana.

La mujer que les había observado desde la ventana había entrado en el vestíbulo sin hacer ningún ruido. Al igual que Rosenda llevaba zapatillas blancas pero su chándal era azul. Tenía el mismo acento que Rosenda pero su inglés era mejor. Era más joven y casi justificable la parodia de Mikado que les había ofrecido Dix para indicar que las criadas de los Khoori eran adolescentes.

– El señor y la señora Khoori no están en casa. -Sus siguientes palabras sonaron como un contestador automático-. Por favor, si quiere deje su mensaje.

– ¿Juana qué? -preguntó Burden.

– González. Ahora váyanse. Muchas gracias.

– Señora López -dijo Wexford-, señora González, pueden escoger. Hablan con nosotros aquí o nos acompañan a la comisaría de Kingsmarkham. ¿Entienden lo que digo?

Fue necesario repetirlo varias veces. Wexford lo repitió y Burden lo expresó con otras palabras, antes de conseguir una respuesta. Las dos mujeres eran expertas en el arte de la insolencia silenciosa. Pero cuando de pronto Juana dijo algo que él tomó por tagalo y ambas se rieron, Wexford comprendió el sufrimiento de Corazón, la hermana de Margarita, al escuchar cómo se reían de ella por echar de menos a sus hijos.

Juana repitió las palabras incomprensibles y después hizo una brevísima traducción.

– Ningún problema.

– De acuerdo. Está bien -dijo Rosenda-. Siéntense.

Al parecer no era necesario adentrarse más en la casa. El vestíbulo era un lugar enorme, con columnas, arcadas, alcobas, las paredes tapizadas y columnas hundidas, muy parecido al tipo de habitación donde recibían a los invitados en alguna abadía de Pemberley o Northanger. Sólo que este era nuevo, flamante, recién acabado. Incluso a principios del siglo xix, incluso en invierno, ninguna mansión hubiese sido tan fría como ésta. Wexford se sentó en una silla tapizada de azul claro con patas doradas, pero Burden permaneció de pie como las dos criadas, que parecían estar pasándoselo bomba.

– ¿Trabajaban para el señor y la señora Khoori cuando estaban en Dower House?

Burden las acompañó hasta la ventana y señaló los bosques en el valle, los techos invisibles. Los cabeceos de asentimiento lo alentaron.

– ¿Y también, desde luego, cuando se mudaron aquí en junio? -Más asentimientos. Recordó el comentario de Cookie Dix sobre encerrar a la gente-. ¿Salen mucho?

– ¿Salir?

– Si van a la ciudad. Si salen y ven a los amigos. Si conocen gente. Si van al cine. ¿Salen?

El movimiento de las cabezas pasó del vertical al horizontal.

– No conduzco coche -contestó Juana-. La señora Khoori hace la compra y nosotras no queremos ir al cine, tenemos la televisión.

– ¿Corazón estaba con ustedes en Dower House?

Su pronunciación muy inglesa del nombre provocó las risas de las mujeres que repitieron su forma de decirlo.

– Era la cocinera -le informó Juana.

Wexford recordó el centro médico y la mujer que se había saltado el prohibido fumar.

– ¿Tuvo que ir al médico? ¿Estaba enferma?

– Siempre enferma. Añorada. Se fue a su casa.

– Y se quedaron ustedes dos -dijo Wexford-. ¿Pero hubo otra criada, al mismo tiempo que Corazón o quizá después? -Resultaba difícil saber si tenían la mente en blanco o eran precavidas. Buscó la corrección política y añadió con mucho cuidado-: Una chica joven, de diecisiete o dieciocho años, procedente de África.

Burden, que casi tiritaba de frío, les mostró la foto. El efecto fue provocar más risas. Pero antes de que Wexford decidiera si se reían por el prejuicio racial, si sólo se preguntaban cómo alguien podía sospechar que eran capaces de identificar a esta muchacha o que les provocaba un horror placentero -el rostro de Sojourner parecía más muerto cada vez que mostraba la foto- se abrió la puerta principal y entró Anouk Khoori, escoltada por su marido, Jeremy Lang e Ingrid Pamber.

– ¡Reg, qué alegría! -exclamó Anouk, como si tal cosa-. Tenía la sensación de que le encontraría aquí. -Le tendió las manos, con un cigarrillo en una de ellas-. ¿Por qué no me avisó que vendrían?

Wael Khoori no dijo nada. Su actitud era la habitual de los empresarios millonarios que sonríen en silencio, mientras parecen estar en otra parte, preocupados por cosas distantes, las altas finanzas, quizás el índice Hang Seng. Sonreía, era paciente. Esperaba.

– Venimos a comer -añadió la señora Khoori-. Esto de la campaña electoral es un trabajo muy duro, se lo juro y estoy hambrienta. ¿No se está de maravilla aquí, tan fresco? Tiene que quedarse a comer, Reg, y usted también, ¿señor…? -Se dirigió a Rosenda con el mismo tono amable aunque un tanto excitado-. Espero que prepares algo delicioso y rápido, porque tengo que volver a la lucha.