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El Servicio de Empleo y Centro de Trabajo estaba a este lado del puente de Kingsbrook, un poco más allá de Brook Road, entre la charcutería de Mark y Spencers y la Nationwide Building Society. No era el lugar más adecuado, pensó Wexford, que nunca se lo había planteado. A la gente que venía a firmar seguramente le haría poca gracia cualquier cosa que les recordara las gravosas hipotecas y las casas perdidas y muy poco les alegraría ver a los compradores salir de la charcutería cargados con bolsas de productos de lujo que ellos ya no se podían permitir. Sin embargo, nadie capacitado para hacerlo había pensado en esto y quizá el SEC había llegado antes. No lo recordaba.

Un aparcamiento cerca -«Para uso exclusivo del personal del SEC»- tenía acceso a la calle Mayor. Unas escaleras con balaustradas de piedra cuarteada conducían hasta las puertas dobles de aluminio y cristal. En el interior olía a rancio. Era difícil identificar el olor. Wexford vio dos carteles que prohibían fumar («Estrictamente prohibido») y nadie fumaba. Tampoco olía a sudor. Si dejaba volar la imaginación, y decidió contenerse, hubiese dicho que era el olor de la desesperación, de la derrota.

La gran sala estaba dividida en dos secciones; una, la más grande, era la oficina de la seguridad social, donde daban fe de vida, vecindad y permanencia en el paro, firmando ante un funcionario; en la otra, se ofrecían trabajos. A primera vista, parecía haber abundancia. En un tablero pedían recepcionistas; en otro, servicio doméstico y recaderos, y en un tercero, vendedores de toda clase, chóferes, camareros y oficios diversos. Leyó unos cuantos y vio que en todos los casos sólo podían presentarse aquellos con experiencia -se pedían referencias, títulos, formación-, aunque era obvio que sólo querían gente joven. Ninguna de las tarjetas ponía: «Edad máxima, 30 años», pero se insistía en la energía como un requisito esencial, o un aspecto joven y vigoroso.

La gente se sentaba en tres hileras de sillas. Todos debían tener menos de sesenta y cinco años pero los mayores aparentaban más. Los jóvenes parecían haber perdido toda esperanza. Las sillas que ocupaban era de un color gris neutro y ahora advirtió que había una combinación de colores, una combinación un tanto desafortunada de crema, azul marino y gris. Al final de cada hilera, en la moqueta jaspeada, había una planta de plástico en una urna griega de plástico. A un lado había varias puertas con carteles de «Privado» y una, que aparentemente comunicaba con el aparcamiento: «Estrictamente privado». Aquí tenían pasión por lo estricto.

Al parecer, tenías que coger un número de una máquina. Cuando tu número coincidía con el número que se encendía en rojo en una de las mesas, te levantabas y firmabas tu solicitud. Esto era lo que parecía, un poco como en la consulta del médico. Wexford dudó entre el mostrador de «Buscaempleos» (otra palabra compuesta nueva) y las mesas numeradas. En cada una de éstas había alguien sentado o de pie, discutiendo las complicaciones de su solicitud con un empleado. La placa gris y azul que llevaba la empleada más cercana a él informaba que era la señorita I. Pamber, oficial administrativo.

En una de las mesas no había nadie de momento. Wexford se acercó a W. Stowlap, oficial administrativo, y le preguntó cortésmente si podía hablar con alguno de sus superiores. Ella le miró y dijo con voz áspera:

– Tiene que esperar su turno. ¿No sabe que ha de coger una tarjeta de la máquina?

– Esta es la única tarjeta que tengo -replicó enfadado. Le enseñó su identificación mientras añadía tajante: -Policía.

Ella era una mujer delgada y pecosa, con las cejas blancas, y el rubor le sentaba mal. La marea rosa se extendió hasta las raíces de su pelo rubio casi blanco.

– Perdone -dijo-. Usted busca al director, el señor Leyton.

Mientras la mujer iba a buscarle, Wexford se preguntó el motivo para todas estas formalidades, las «Sra.» y los «Sr.», las iniciales en lugar de los nombres de pila. No es que le importara, sus nietos Ben y Robin llamaban a todo el mundo por el nombre, incluso al doctor Crocker, que era sesenta años mayor que ellos.

Con discreción, sin mirar descaradamente, observó a las personas que esperaban. Había muchas mujeres, casi la mitad. Antes de que su mujer le metiera la bronca, tratándolo de sexista, machista y antediluviano, Mike Burden comentaba siempre que si todas las mujeres casadas renunciaran a sus empleos las cifras del paro se reducirían a la mitad. Un negro, alguien que parecía del sureste asiático, dos o tres indios; Kingsmarkham se hacía cada vez más cosmopolita. Entonces, en la fila de atrás, vio a la joven ligeramente obesa que había estado en la sala de espera del centro médico. Vestida con unas mallas rojas y verdes estampadas y una camiseta blanca ajustada, se reclinaba en la silla con las piernas abiertas, mirando un cartel en el que, debajo de un dibujo de un globo pintado con colores vivos, anunciaba el «Taller del Plan-trabajo». Y recomendaba a los candidatos que «den un impulso a la búsqueda de empleo».

Wexford pensó que miraba sin ver. Parecía sumida en el letargo a fuerza de martillazos, sin pensamientos, incluso sin resentimiento, en la desesperación más absoluta. Hoy Kelly no estaba con ella, la niña que corría sobre las sillas y rompía revistas. Seguramente la había dejado con otra madre o una vecina, y no, confió, en una de esas guarderías donde ataban a los niños a los cochecitos y les dejaban delante del televisor para que vieran películas de monstruos horripilantes. Mejor eso que solos. A su lado, mejor dicho dos sillas más allá, una joven guapa y delgada ofrecía un cruel contraste. Tenía el sello de la clase media, desde el pelo largo color miel, limpio reluciente y cortado recto como el ruedo de una cortina, la camisa blanca y la falda lejana azul hasta los mocasines marrones. Otra Melanie Akande, pensó Wexford, otra nueva licenciada que acaba de descubrir que la licenciatura no viene acompañada automáticamente por un empleo…

– ¿En qué puedo ayudarle?

Wexford se dio la vuelta. El hombre tenía unos cuarenta años, el rostro enrojecido, el pelo negro, facciones grandes, un tipo con pinta de los que tienen la presión alta. En la americana gris llevaba prendida la placa con el nombre y cargo: Sr. C. Leyton, director. Tenía una voz áspera y chirriante y el acento de algún lugar al norte del Trent.

– ¿Quiere ir a algún lugar privado? Leyton formuló la pregunta como si esperara un «no» o un «no se moleste».

– Sí -contestó Wexford.

– ¿De qué se trata? -le preguntó Leyton por encima del hombro mientras llevaba a Wexford más allá del mostrador y las cabinas de nuevas solicitudes.

– Puedo esperar hasta que lleguemos a su lugar privado. Leyton encogió los hombros. El hombre fornido que vigilaba delante de la puerta se apartó al verles. La oficina de la Seguridad Social necesitaba más guardias de seguridad que la mayoría de los bancos y era el empleo favorito de los miembros de los cuerpos uniformados. La desesperación, la paranoia, la indignación, el resentimiento, el miedo y la humillación engendraban violencia. La mayoría de las personas que venían aquí estaban furiosas o asustadas.

– Soy Cyril Leyton -se presentó el director, aunque un poco tarde. Cerró la puerta-. ¿Cuál es el problema?

– Espero que no haya ninguno. Quiero que me diga si una… solicitante vino aquí el martes para ver a uno de sus consejeros de nuevas solicitudes. El martes, seis de julio, a las dos y media.

Leyton frunció los labios y enarcó las cejas. Su expresión hubiese sido la apropiada de un jefe del MI5 ante la petición de un subordinado, un chófer o alguien de la limpieza para tener acceso a documentos ultrasecretos.

– No quiero ver la documentación -añadió Wexford, impaciente-. Sólo quiero saber si estuvo aquí. Y también quiero hablar con el consejero que la atendió.

– Bueno, yo…

– Señor Leyton, esto es una investigación policial. Sabe que puedo conseguir una orden judicial en un par de horas. ¿Tiene algún sentido demorar las cosas?