El señor Khoori habló por fin. No hizo ningún caso de todo lo que había dicho su mujer. Era como si no hubiese abierto la boca.
– Sé muy bien cuál es el motivo de la visita.
– ¿De verdad, señor? -replicó Wexford-. Entonces, quizá será mejor que hablemos de ello.
– Sí, desde luego, después de comer -intervino Anouk-. Venga, pasemos al comedor, y deprisa, porque Ingrid tiene que ir al trabajo.
Una vez más el marido no le hizo caso. Khoori permaneció donde estaba mientras Anouk cogía a Jeremy y a Ingrid del brazo, y los arrastraba a través del vestíbulo. Ingrid, afligida y pálida con su vestido sin mangas, se volvió por un instante para dirigirle una de sus miradas coquetas, picaras, tentadoras. Pero estaba cambiada, la mirada azul había perdido su poder. Sus ojos habían perdido el color y por un momento Wexford se preguntó si había imaginado aquel azul brillante, pero sólo por un momento, porque Khoori añadió:
– Acompáñenme. Por aquí.
Era una biblioteca, pero una ojeada rápida le permitió saber que no era una biblioteca de consulta ni un lugar donde nadie pasaba mucho tiempo. Quizá los Khoori habían llamado a un estudio de decoración y habían pedido que cubrieran las paredes con estanterías y las llenaran con los libros adecuados, antiguos y con encuadernaciones de lujo. Esto justificaría la presencia de La historia natural de los Pirineos en siete volúmenes, los Viajes de Hakluyt, la historia de Roma de Mommsen y el tratado de Motley sobre la república holandesa. Khoori se sentó delante de la réplica de un escritorio de estilo. La cubierta de cuero verde estaba rayada como si los escribas con las plumas de ganso la hubiesen utilizado durante siglos.
– No parece sorprendido por nuestra visita, señor Khoori -dijo Wexford.
– No, en absoluto, señor Reg. Molesto, pero no sorprendido.
Wexford le miró. Esta era una postura muy distinta a la de Bruce Snow que les había confundido con agentes de tráfico.
– ¿Cuál cree que es el motivo?
– Supongo, mejor dicho sé, que esas mujeres o una de ellas no ha presentado la solicitud de prórroga de la estancia al ministerio de Interior. Esto, a pesar de su gran interés por quedarse y que yo hiciera que les escribieran a máquina las solicitudes. Además saben que sólo pueden quedarse cumpliendo las disposiciones del acta de inmigración de 1971. Lo único que tienen que hacer es firmar la carta y llevarla al correo. Lo sé porque es lo que pasó la última vez, cuando las contratamos y pidieron una permanencia inicial de seis meses. Hay que vigilarlas constantemente y no tengo tiempo para ocuparme de todos los detalles. Así que ya lo ve, así están las cosas. ¿Qué tenemos que hacer para solucionarlas?
Un pequeño subterfugio no causaría ningún mal, pensó Wexford.
– Sólo tiene que presentar otra vez la solicitud, señor Khoori. Se cometió una falta pero no hubo mala fe.
– ¿Así que sólo debo repetir la solicitud y esta vez asegurarme de que llegue a su destino?
– Así es -afirmó Burden, que se transformó en el acto en un oficial de inmigración. Comenzó a improvisar con una naturalidad que asombró a Wexford-. En cuanto a aquella mujer. Corazón, tenemos entendido que deseaba cambiar de trabajo, cosa que desde luego es ilegal. Según las disposiciones del acta sólo se le permite trabajar para el empleador cuyo nombre aparece estampado en el pasaporte.
– Se quejaba de que las otras criadas la maltrataban…, bueno, que no eran buenas compañeras. No hacía más que llorar. -Khoori encogió los hombros-. No era algo muy agradable para mí ni para mi esposa.
– Por lo tanto, sabiendo que no podía trabajar en otra parte, regresó a su país. ¿Cuándo se marchó?
Khoori alzó una mano y se acarició el casquete de pelo blanco. Le encajaba como una peluca pero saltaba a la vista que no era una peluca. La mano era morena, larga, con una manicura perfecta. Frunció un poco el entrecejo mientras hacía memoria.
– Hará cosa de un mes, quizá menos.
Hacía exactamente cuatro semanas del día en que Wexford vio por primera vez a Anouk Khoori en el centro médico. Por aquel entonces todavía tenía una cocinera, una criada que tal vez estaba enferma por culpa de la añoranza y la crueldad de los demás.
– ¿Le importaría decirme, señor, dónde consiguió el dinero para el pasaje de regreso? -preguntó Wexford.
– Se lo pagué yo, señor Reg. Lo pagué yo.
– Muy generoso de su parte. Una cosa más. Quiero que me aclare una cosa ¿Es cierto que en los estados del golfo Pérsico las leyes laborales no reconocen al personal doméstico cómo trabajadores sino que los consideran como miembros de la familia?
La sospecha de que podía tratarse de una trampa apareció en los ojos del millonario.
– No soy abogado -contestó.
– Pero es ciudadano kuwaití, ¿verdad? Debe estar enterado si es así o no, que es algo que se da por supuesto.
– En términos generales supongo que es así, sí.
– ¿Diría que hay familias procedentes de los estados del Golfo que tratan a sus criados como miembros de la familia o amigos, que no tienen contrato laboral como personal doméstico y, en consecuencia, están desprotegidos? Y aunque está claro que no vienen de vacaciones sino a trabajar se les permite quedarse como visitantes.
– Es posible. Aunque no lo sé de primera mano.
– ¿Pero sabe qué ocurre? Ocurre que prohibir la entrada de personal doméstico, ya sea como trabajadores ligados a un empleador y restringidos a estancias de doce meses o como miembros de la familia, amigos o visitantes, podría desanimar a inversores ricos como usted a venir aquí.
– Que me aspen si pensara quedarme aquí teniendo que lavar mis platos -exclamó Khoori con una carcajada.
– Sin embargo, ¿usted nunca trajo a nadie con esas circunstancias especiales?
– No, señor Reg, nunca. Se lo puede preguntar a mi esposa. También a Rosenda o a Juana.
Khoori les acompañó al enorme comedor helado con diez ventanas en una pared y el techo pintado. A unos tres metros por debajo de los querubines, cuernos de la abundancia y lazos dorados, Anouk, Jeremy e Ingrid comían salmón ahumado y bebían champán en una mesa de caoba con lugar para veinticuatro comensales.
– Celebramos mi victoria por anticipado, Reg -dijo Anouk-. ¿Cree que es una tontería?
El marido le susurró algo al oído. Provocó en ella una carcajada que no tenía nada de alegría. Wexford volvió a sentir la repulsión y se volvió instintivamente para mirar a Ingrid, la hermosa, joven y fresca Ingrid cuyo pelo todavía era fuerte y suave, con la piel resplandeciente de salud pero cuyos ojos se habían vuelto opacos como piedras. Mientras la miraba, ella sacó unas gafas del bolso y se las puso.
Si Ingrid parecía cambiada, su cambio no era nada comparado con el sufrido por Anouk Khoori. Debajo del maquillaje se había puesto roja como un tomate y sus facciones se veían abultadas por la tensión.
– ¿Busca la muchacha asesinada, no es así? ¿Aquella muchacha negra? Nunca la hemos visto. -La voz cuidadosamente modulada se volvió aguda-. No sabemos nada de ella. Nunca tuvimos a nadie trabajando para nosotros aquí, aparte de Juana, Rosenda y aquella Corazón que se marchó para regresar a su casa. Pienso que es horrible que esto ocurra precisamente hoy. ¡No quiero que pase nada que pueda arruinar mis probabilidades de triunfo!
Mientras su voz alcanzaba una nota de pánico. Juana y Rosenda entraron en el comedor, la primera cargada con una jarra de agua en una bandeja y la segunda con un plato de pan integral y mantequilla. La irritación de su patrona, la súbita furia que Wexford nunca hubiese imaginado, provocó en ellas una hilaridad que apenas podían disimular. Juana se tapó la boca con una mano y Rosenda intentaba controlar los movimientos espasmódicos de los labios sin dejar de mirar a su señora.
Wexford no se esperaba una deducción tan acertada de parte de Anouk. ¿O no era una deducción sino auténtica culpa?