– Díganselo -gritó Anouk-, ustedes dos, díganselo. Nunca tuvimos a nadie como ella aquí, ¿no es verdad? A ustedes les gusta estar aquí, ¿no es así? Nunca nadie las trató mal, díganselo.
Juana soltó la carcajada. No pudo controlarla más.
– Está loco -dijo, casi ahogada por la risa-. Nunca vimos a nadie como ella, ¿no es verdad, Rosa?
– No, nunca vimos a nadie, de ninguna manera.
– No, de ninguna manera. Aquí tiene su pan y la mantequilla. ¿Quiere más limón?
– De acuerdo. Muchas gracias -se despidió Wexford-. Esto es todo.
En aquel momento, Anouk, quizás al recordar que él ya había votado, le gritó:
– ¡Fuera de mi casa! ¡Ahora mismo! ¡Los dos, fuera!
Ingrid soltó una pequeña exclamación, y se levantó de la mesa sin soltar la servilleta.
– Tengo que irme -dijo-. Llegaré tarde a la oficina.
Rosenda les abrió la puerta del comedor, al tiempo que murmuraba:
– Venga, venga, tener que irse ahora.
– ¿Me llevará, verdad? -le preguntó Ingrid a Wexford.
– Me temo que no -contestó Burden por el inspector.
– Pero es que…
– No somos un servicio de taxi.
Detrás de ellos, en el comedor, Anouk sufría un ataque de nervios que manifestaba con una serie de grititos agudos. Khoori comentó sin dirigirse a nadie en particular que quizá sería útil traer el coñac. Wexford y Burden atravesaron el inmenso vestíbulo desierto hasta la puerta, escoltados por las dos criadas que no paraban de reír. El calor exterior los envolvió como una ola de placer sensual. Apenas habían entrado en el coche cuando apareció Ingrid seguida por Khoori que la ayudó a subir en el coche en el que habían llegado.
– Me juego lo que quiera a que es la primera vez que alguien va a la oficina de la Seguridad Social en un Rolls como ese -dijo Burden, mientras arrancaba-. Parece otra sin las lentes de contacto, ¿no cree?
– ¿Quiere decir que aquel azul eran las lentillas?
– ¿Qué si no? Supongo que le producen alergia y se las tuvo que quitar.
Quizá fuera el perfume de la colonia para después del afeitado, pero Gladys Prior adivinó que era Burden antes de que abriera la boca. La mujer incluso deletreó su nombre sin darle tiempo a que hablara, insistiendo en la broma que la divertía tanto. La pregunta de Wexford motivó más carcajadas.
– ¿Si está en casa? Dios le bendiga, no ha salido de aquí en los últimos cuatro años.
Percy Hammond estaba en su mizpah, vigilando la llanura de Siria. Sin darse la vuelta, los identificó por las voces y las pisadas.
– ¿Cuándo lo van a pillar? -preguntó.
– Pienso que mañana, señor Hammond -contestó Wexford, lo que provocó una mirada de sorpresa y quizá de reproche por parte de Burden-. Sí, los pillaremos… este… mañana.
– ¿Quién se quedará con el apartamento de enfrente? -quiso saber la señora Prior.
– ¿Cómo dice? ¿El apartamento de Annette Bystock?
– Sí, ese. ¿Quién se lo quedará?
– No lo sé -respondió Burden-. Quizá lo herede el pariente más cercano. Ahora bien, señor Hammond, queremos que nos ayude un poco más…
– Si pretenden pillarle mañana, ¿eh?
La expresión de Burden mostró a las claras lo que pensaba de la insensata presunción de Wexford.
– Lo que deseamos, señor, es que nos diga otra vez lo que vio desde la ventana el ocho de julio.
– Y lo que es más importante -añadió Wexford-, lo que vio el siete de julio.
Hubiese sido algo sin precedentes, nunca lo había hecho, y esta vez tampoco lo hizo, pero Burden estuvo a punto de corregir a Wexford. Tenía en la punta de la lengua murmurar, «se equivoca, no quiere decir el siete, él no vio a nadie el siete sino a la muchacha con las lentillas azules, a Edwina Harris y a un hombre con un spaniel. Está todo en el informe». En lugar de decirlo, carraspeó, se aclaró la garganta. Wexford no le hizo caso.
– La mañana del jueves, muy temprano, vio al tipo joven que se parece un poco al señor Burden, aquí presente, salir de la casa con una caja grande entre los brazos.
– Sobre las cuatro y media de la mañana -contestó Percy Hammond, asintiendo con vehemencia.
– Muy bien. Ahora, la noche anterior, la noche del miércoles, se acostó pero se despertó al cabo de un rato y se levantó…
– Para hacer un pipí -intervino Gladys Prior.
– Y naturalmente miró a través de la ventana, y ¿vio salir a alguien de Ladyhall Court? ¿Vio salir a un hombre joven?
La cara arrugada se deformó todavía más por el esfuerzo de recordar. El viejo apretó los puños.
– ¿Yo dije eso?
– Lo dijo, señor Hammond, y entonces pensó que se equivocaba porque sí le vio por la mañana y no podía haberlo visto dos veces.
– Pero silo vi dos veces… -afirmó Percy Hammond, y después susurró: -Lo vi.
– ¿Lo vio dos veces? -preguntó Wexford, con voz calma para no intimidar al anciano-. ¿Por la mañana y la noche anterior?
– Así es. Sabía que lo había visto, por mucho que dijeran. Lo vi dos veces. Y la primera vez, él me vio.
– ¿Cómo lo sabe?
– La primera vez no llevaba la caja, no llevaba nada. Llegó a la verja, miró hacia arriba y me vio.
Era la última visita que le haría a Oni Johnson. Ella no tenía nada más que decirle. Su voluntad de contarlo todo la había salvado y al día siguiente dejaría la unidad de cuidados intensivos para pasar a otra habitación compartida con otras tres mujeres en el ala Rufford.
Laurette Akande salió a recibirlo. Le miró y le habló cómo si el último mes no hubiera existido. Nunca había perdido a una hija y él no la había encontrado, no habían habido angustias, ni sufrimientos ni feliz reencuentro. Él bien podía ser un amable desconocido. Sus modales eran despreocupados, el tono vivaz.
– Ojalá alguien convenciera a ese hijo suyo de que se bañara. Sus ropas y su pelo apestan, y no hablemos ya del resto.
– Se marchará cuando se vaya su madre -dijo Wexford.
– No veo la hora.
Oni estaba muy guapa, sentada en la cama con un salto de cama acolchado de satén rosa sobre los vendajes, una prenda en exceso abrigada para el calor reinante en la habitación, sin duda un regalo de Mhonum Ling. Mhonum estaba a un lado de la cama, Raffy en el otro. Era verdad que olía mal, la curiosa mezcla de olor a hamburguesa y a tabaco se imponían al agua de colonia Giorgio de la tía.
– ¿Cuándo le detendrá? -preguntó Oni.
Al parecer, esta tarde estaba condenado a ser la broma de todos los demás. Oni se rió, después Mhonum y por último Raffy se unió al coro con una risa que sonaba como el balido de una oveja.
– Mañana.
– ¿Lo dice en serio? -preguntó Mhonum.
– Así es.
Se estaba convirtiendo en un hábito. Sylvia traía en coche a Neil y a los niños a Kingsmarkham, Neil se iba a su curso de reciclaje, prometiendo encontrarse con ellos más tarde, y Sylvia se instalaba con sus padres. O, mejor dicho, con su madre. Wexford nunca preguntaba cuánto tiempo llevaba allí cuando llegaba a casa, no quería saberlo, aunque en los últimos tiempos Dora algunas veces se lo decía, sin dejar de calificar estas quejas con una advertencia: «Sé que no tendría que hablar así de mi propia hija…».
– Supongo que no tienes ninguna objeción -dijo Sylvia en cuanto le vio entrar-, a que participe mañana en la manifestación contra el paro.
A Wexford le sorprendió la pregunta, y también le conmovió un poco.
– No será una de esas manifestaciones en la que hay arrestos. No quemarán tiendas ni volcarán coches.
– Creía que debía preguntártelo -explicó Sylvia en un tono que implicaba una sufrida obediencia.
– Haz lo que quieras siempre que no asustes a los caballos.
– ¿Habrá caballos, abuelo?
Wexford se rió complacido de algo cuyo significado escapaba a los demás. De pronto sonó el timbre. Nunca venía nadie llamando a la puerta con el ritmo de la marcha del coronel Bogey: dadadididipompom. Tanta insolencia era algo totalmente inesperado. Wexford abrió la puerta. Se encontró con su yerno que, con una sonrisa de oreja a oreja, insistió en estrecharle la mano.