– Él o ella, quien quiera que sea, debió decirle: averiguarán la hora de la muerte. Si regresas allí a las cuatro o más tarde sabrán que estaba muerta antes de tu llegada. Tendrás una coartada en lo que respecta al asesinato. Desde luego irás a la cárcel por robo, pero será una condena corta y vale la pena, ¿no? ¿Dices que te vio un viejo? Darán por sentado que si es un anciano se confundió con la hora.
– Lo hicimos -afirmó Burden-. Lo dimos por sentado.
– Todos lo hacemos. Nos mostramos condescendientes con los viejos. Los tratamos como si fuesen niños. Ya nos llegará la hora de pasar por lo mismo, Mike. A menos que el mundo cambie.
El apartamento tenía un curioso parecido con el interior de la chabola de Glebe End. Kimberley había transportado todas sus posesiones en cajas de cartón y cajones de plástico y allí seguían. Continuaban siendo para ella lo que los armarios y cómodas eran para las otras personas. Pero había comprado muebles: un enorme tresillo rojo y gris con trencillas y almohadones dorados, una mesa lacada roja con incrustaciones doradas, un televisor en un mueble blanco y dorado. No había alfombras ni cortinas. Clint, que había aprendido a caminar desde la última vez que Burden lo había visto, se tambaleó a través de la habitación, limpiándose las manos sucias con pastel de chocolate en cuanta tapicería encontraba a su alcance. Kimberley vestía unas mallas negras, zapatos de tacón alto blancos y un top rojo. Dirigió a Burden una mirada beligerante y le contestó que no sabía de qué le hablaba.
– ¿De dónde sacó todo esto, Kimberley? ¿Todas estas cosas? Hace tres semanas no sabía qué sería de usted si perdía aquella chabola.
Ella mantuvo la mirada de malhumor, pero después bajó la cabeza y contempló sus pies, con las puntas hacia adentro.
– Lo consiguió Zack, ¿no es así? No lo compró con la herencia de su abuela.
– Mi abuela murió -dijo Kimberley a sus pies.
– Claro que murió pero no le dejó nada, no tenía nada que dejarle. ¿Cómo le pagaron a Zack? ¿En efectivo? ¿O es que abrió una cuenta a su nombre y de usted y pidió que se lo depositaran?
– No sé nada de todo esto, sabe. No significa nada para mí.
– Kimberley -intervino Wexford-. Él asesinó a Annette Bystock. No sólo le robó el televisor y el video. La asesinó.
– ¡Él no la mató! -Torció la cabeza, con los hombros encogidos, como si quisiera protegerse el rostro de una bofetada-. Le robó las cosas, nada más -. El niño, entretenido otra vez con su ocupación favorita de sacar las cosas de una caja y ponerlas en otra, encontró una caja de saquitos de té y trotó hacia su madre con el hallazgo en las manos. Ella le cogió y le sentó en la falda. Era como si Kimberley lo utilizara como un escudo-. Él me lo dijo, sólo le robó la tele y lo demás. ¿Qué pasa si tiene dinero en el banco? Vale, el dinero proviene de su familia, no de la mía. Me pidió que dijera que era de mi abuela, porque había muerto. Pero se lo dio su familia. Su padre tiene dinero. No la abras, Clint, te ensuciarás todo de té.
El niño no le hizo caso. Rompió la caja y encontró los saquitos. Se mostró muy feliz. Kimberley le apretó con fuerza, los brazos alrededor de la cintura.
– El no cometió ningún asesinato -afirmó con fiereza-. Zack no. Nunca mataría a nadie.
Decía la verdad, pensó Wexford, hasta donde la sabía. Estaba seguro de que no la sabía.
– Zack le dijo que había dinero en el banco antes de marcharse, ¿verdad?
– En mi cuenta -afirmó Kimberley, asintiendo con mucho vigor-. Lo puso allí para mí.
Clint sujetó un saquito de té con las dos manos, la carita cada vez más roja por el esfuerzo de tironear.
– ¿A qué vino buscarse este piso, Kimberley? -preguntó Burden.
– Es bonito, ¿no? Me gustaba, tenía ganas de tener algo así. ¿No le parece suficiente?
– ¿Acaso fue porque no tuvo que hacer ningún esfuerzo? Es de Crescent Comestibles, que es lo mismo que decir el señor Khoori, ¿verdad? No tuvo que hacer nada. El señor Khoori la instaló aquí y le dio el dinero para que comprara lo que le viniera en gana.
Para Wexford era obvio que ella no entendía nada de lo que decía Burden. No era una actriz. Sólo era una ignorante y estos nombres no significaban nada para ella. El niño sentado en su falda había conseguido sus propósitos, había roto el saquito y desparramaba el té sobre las mallas de la madre y el suelo. Pero Kimberley ni se dio cuenta. Miró a Burden atónita hasta que por fin replicó:
– ¿Que hice qué?
– ¿Cómo fue? -le preguntó Wexford, convencido de que no valía la pena dar explicaciones.
Kimberley se limpió las diminutas hojas negras de las piernas y sacudió a Clint sin mucho entusiasmo.
– Iba caminando por la calle Mayor con él en el cochecito cuando vi aquel cartel que ponía todo eso de los pisos y las hipotecas y todo lo demás y pensé por qué no, está toda esa pasta que Zack dice que ahora es mía, y entré y vi al tipo aquel y le dije tengo la pasta, se la puedo dar en metálico o en un cheque y cuándo me puedo mudar. Y eso fue lo que hice, me mudé. Y no sé nada del tal señor Coo-no-sé-cuántos que usted dice. Ni siquiera sé quién es.
Desde luego, ella debía saber que el origen de todo aquel dinero era sospechoso. El dinero legítimamente ganado, sin duda muchos miles de libras, no aparece como por arte de magia en las cuentas bancarias de personas como Zack Nelson. Las familias como los Nelson no tienen fortunas privadas, ni pagan fondos de inversión para ayudar a sus hijos más humildes. Kimberley lo sabía tan bien como ellos. Pero Wexford era consciente de que ella nunca lo admitiría, ella nunca diría que era un dinero mal habido porque su deseo de bienestar era tan grande que no quería ni pensarlo. Si era necesario continuaría inventando las excusas y explicaciones más disparatadas.
– Lo importante -le comentó Wexford a Burden mientras caminaban por la calle Mayor de Stowerton-, es que ella no sabe de dónde proviene el dinero. Zack Nelson, en su sabiduría, nunca se lo dijo. O, mejor dicho, le contó una mentira que sabía que ella entendería como una mentira pero que la aceptaría. Quería que ella estuviera a salvo y lo está. No tenemos motivos para esquivar la calle Mayor.
– Pero él lo sabe.
– ¿A quién se lo dirá? -Wexford encogió los hombros-. ¿A estas alturas? Podemos ir a la cárcel y preguntárselo y él nos soltará toda la historia sobre que Percy Hammond es un viejo senil y que Annette murió mucho antes de que él entrara en Ladyhall Court. Y eso es lo que no podemos probar, Mike. Nunca probaremos que Percy Hammond vio a Zack dos veces. Si Zack no abre la boca y no la abrirá, lo peor que puede pasarle es que le condenen a seis meses por robo.
Caminaban sin prisa y sin rumbo fijo; el calor justificaba el paso lento, pero se encontraron en Market Cross casi sin darse cuenta. Los bancos siempre se agrupan en la parte de la ciudad más concurrida y al pasar primero por delante del Midland y después por el Natwest, hizo que Burden dijera:
– La cuenta bancaria que abrió Zack. Tuvo que abrirla antes de matar a Annette. En cuanto aceptó hacerlo, el martes o el miércoles a más tardar. Podemos averiguar quién ingresó un cheque, un giro o lo que sea un par de días más tarde.
– ¿Podemos, Mike? -replicó Wexford, casi con añoranza-. ¿Con qué excusa podemos examinar una cuenta bancaria a nombre de Kimberley Pearson? No ha hecho nada. Ni siquiera está acusada. No sabe de dónde provino el dinero, pero probablemente ya está convencida de que es un regalo del abuelo rico de Zack. Es inocente a los ojos de la ley y ningún banco nos permitirá inmiscuimos en su intimidad.
– No consigo entender por qué Zack Nelson se denunció a sí mismo haciendo que Bob Mole pusiera a la venta aquella radio delante de todo el mundo, en un mercado que sabe que siempre vigilamos.
– Precisamente por eso, Mike. -Wexford se rió-. Ahí tiene la razón. Por el mismo motivo que entró en el apartamento de Annette, llamando la atención sobre sí mismo. Es lo que buscaba, acabar con esto lo antes posible, que le acusaran de robo y le condenaran, verse fuera de la circulación. Incluso eligió la cosa más llamativa entre los objetos robados, la radio blanca con la mancha roja.