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Se detuvieron en la plaza y estaban a punto de dar la vuelta y regresar por el mismo camino, como hace la gente que pasea sin rumbo fijo, cuando a Wexford le llamó la atención la multitud congregada delante de la Bolsa de Cereales. Era un edificio Victoriano, y se accedía al pórtico de columnas por una escalera. Numerosas personas sentadas y de pie conversaban en los escalones como si fueran las gradas de un anfiteatro. Junto a la entrada, media docena de personas desenrollaban una pancarta. Cuando acabaron quedó a la vista el texto: «Queremos derecho a trabajar».

– Es el comienzo de la manifestación contra el paro -comentó Burden-. ¿Quién hubiera imaginado que esto podía llegar a pasar aquí? Me refiero a que es más propio de Liverpool, o Glasgow. ¿Pero aquí?

– ¿Quién podía imaginar que tendríamos esclavos? Pero Sojourner era una esclava.

– Esclava, lo que se dice, esclava no.

– Si alguien trabaja sin salario, o sin un salario del que pueda disponer, si no puede abandonar su empleo, si no se le permite salir, se le golpea y es objeto de abusos, ¿qué es sino un esclavo? «Los esclavos no pueden respirar en Inglaterra, porque si sus pulmones reciben nuestro aire, desde ese momento son libres; pisan nuestra patria y se rompen sus cadenas.» Lo leí en un libro, no pensaba que pudiera recordarlo. La cuestión es que quizá fue verdad en otra época, pero ya no lo es. -Wexford sacó un trozo de papel del bolsillo-. Copié una página. Es un caso verídico y no ocurrió en el siglo xvii ni el xix sino hace seis años.

«Roseline -leyó Wexford-, es del sur de Nigeria. A la edad de quince años su pobre padre la “vendió” por dos libras creyendo que recibiría la misma cantidad mensualmente para alimentar a sus otros cinco hijos. Roseline, le dijo la pareja compradora, se quedaría como invitada en casa de ellos y aprendería economía doméstica. La trajeron a Sheffield, donde el marido ejercía su profesión de médico. Se la trataba como una sirviente, no se le permitía salir, dormía en el suelo, y la obligaban a permanecer de rodillas durante dos horas si se dormía antes de que le dieran permiso para ir a acostarse. Su jornada laboral comenzaba a las cinco y media de la mañana y duraba dieciocho horas. Tenía que atender a sus patronos y a sus cinco hijos. Le pegaban y le daban poco de comer. En una ocasión, impulsada por la desesperación, escribió una nota para el ocupante de la casa vecina ofreciendo sexo a cambio de un bocadillo. La nota fue descubierta y ella fue objeto de nuevos castigos. En septiembre de 1988, mientras sus explotadores se encontraban de viaje, reunió el coraje suficiente y habló con un transeúnte que a menudo le había visto mirando a través de la ventana y la saludaba. Esta persona le ayudó a escapar, y ella denunció a sus antiguos patronos. Recibió una indemnización de veinte mil libras. Sin embargo, como sólo le habían dado un permiso de entrada de tres meses, y sus empleadores la habían tenido más de tres años, se la consideró inmigrante ilegal y por lo tanto merecedora de la deportación inmediata.»

Burden permaneció en silencio por unos momentos mientras pensaba en el contenido de la lectura. Por fin, dijo:

– Sojourner intentó escapar y fue objeto de nuevos castigos. ¿Es esto lo que intenta decir?

– Llegaron demasiado lejos con los castigos. Sin duda tenían miedo de la publicidad y de tener que pagar una cuantiosa indemnización. Quisieron asegurarse de que no ocurriría. Lo hicieron tan bien que mataron a Annette, porque quizás estaba en situación de revelar sus identidades y paraderos, e intentaron -por dos veces- matar a Oni que quizá sabía cuál era su domicilio.

– ¿Cree que le permitieron la entrada como visitante, como en el caso de Roseline? ¿Que le dieron sólo tres o seis meses pero se quedó?

– ¿Quién iba a saberlo si no la dejaban salir nunca ni veía nunca a nadie? ¿Si los visitantes de la casa nunca la veían? De hecho, el empleador sólo tenía que decirle que si la descubrían sería deportada para que ella colaborara con sus raptores en el incumplimiento de la ley.

– Si sus condiciones de vida eran tan malas, ¿no hubiese preferido la deportación?

– Eso depende de lo que le esperaba. Hay muchos lugares en el mundo donde la prostitución es el único recurso para una mujer sola y desamparada. En cualquier caso, quién sabe si Sojourner colaboró. Suponemos que le informaron de sus derechos antes de venir aquí, que le dieron el folleto con las explicaciones de las leyes de inmigración y lo que debía hacer en caso de malos tratos. Pero esto es válido hasta cierto punto. Si, como pienso, Sojourner entró aquí con la familia como visitante, como invitada, no habría tenido ningún derecho y además quizá no sabía leer. Al menos no creo que supiera leer en inglés.

»Es probable -prosiguió Wexford-, que conociera muy poco del mundo exterior, de Inglaterra, de Kingsmarkham. Era negra, pero nunca veía otras personas negras. Hasta que un día, mientras miraba por la ventana, vio a Melanie Akande corriendo…

– Reg, eso es pura fantasía.

– Es una conjetura inteligente -replicó Wexford-. Vio a Melanie. No una sino muchas veces. Casi cada día a partir de mediados de junio en adelante. Vio a una muchacha negra como ella, una nigeriana, y quizá presintió los orígenes africanos de Melanie.

– Aun en el caso de que esto sea verdad, cosa que dudo, entonces ¿qué?

– Creo que le dio confianza, Mike. Le mostró que era posible escapar y que el mundo no podía ser tan extraño. Así que escapó, en la oscuridad, sin saber nada más…

– No, eso no es válido -protestó Burden-. No pudo ser así. Ella conocía la existencia de la oficina de la Seguridad Social. Sabía que era el lugar donde se va a buscar trabajo o a que te den dinero si no hay trabajo… Mire… comienza la manifestación.

¿Un centenar de personas? Como la mayoría de la gente, Wexford no era muy ducho a la hora de calcular números de una ojeada. Primero tenía que verla ordenada en grupos de cuatro o de ocho para poder decirlo. Ahora comenzaban a formarse, de cuatro en fondo, con dos escogidos en la vanguardia sosteniendo la pancarta, dos hombres de mediana edad. Burden creyó reconocer a uno de ellos de sus frecuentes visitas a la oficina de la Seguridad Social. Fue entonces cuando vio a los dos agentes del cuerpo uniformado, que aparecieron de pronto en los escalones de la Bolsa de Cereales.

Ya estaba formado el cortejo y se puso en marcha. Resultaba difícil saber cuál había sido la señal. Una palabra susurrada de uno a otro, o la pancarta enarbolada. Los dos agentes de las escaleras volvieron a su coche, aparcado en los adoquines de la plaza, un Ford blanco con la faja roja y el águila de la policía de MidSussex.

– Les acompañaremos -dijo Wexford.

Se apartaron para dejar pasar a la columna. La marcha era lenta como siempre ocurre al principio. Ganaría velocidad cuando entraran en la carretera principal a Kingsmarkham. Casi todos llevaban téjanos, camisa o camiseta, zapatillas de deporte, el uniforme universal. La persona más vieja era un hombre ya bien entrado en los sesenta que no podía esperar ningún trabajo y que sin duda se manifestaba por solidaridad social, por altruismo, o incluso por divertirse. La más joven era una niña en su sillita, la madre una réplica de Kimberley Pearson antes de que se hiciera con dinero.

Una segunda pancarta cerraba la retaguardia: «Trabajo para todos. ¿Es mucho pedir?». La llevaban dos mujeres, una pareja tan parecida que seguramente eran madre e hija. La columna avanzó por la calle Mayor, escoltada por el coche de policía a paso de tortuga. Wexford y Burden regresaron a su coche y Donaldson se situó detrás del Ford blanco.

– Alguien debió decírselo -dijo Wexford, que se mantuvo en sus trece, respondiendo a la crítica de Burden como si no hubiese habido un corte en la conversación-. Tuvo que ser alguien que fue allí o alguien que ella conoció quien le dijo dónde debía ir.