– ¿Quién? -Burden se sentía muy seguro de su posición-. Si es así, ¿por qué esta persona no le dijo dónde estaba? ¿O, incluso, por qué no le ayudó a escapar? ¿Por qué no le dijo cómo recurrir a la ley?
– No lo sé.
– Si esta persona le habló de trabajo y de subsidios de paro y de cómo escapar de su situación, ¿por qué él o ella no se puso en contacto con nosotros?
– Esos son detalles menores, Mike. Todas esas preguntas tendrán respuesta a su debido momento. Por ahora no sabemos dónde le dieron la paliza, ni dónde murió. Pero sí sabemos el por qué. Porque, al no recibir ayuda de Annette, no tuvo más elección que regresar a su casa. ¿A qué otro lugar podía ir?
La columna dobló a la izquierda por Ángel Street y, a paso más rápido, llegó al cinturón de ronda. La primera salida era la de Sewingbury, la segunda correspondía a Kingsmarkham, y la tercera llevaba al polígono industrial que Wexford había visitado dos días antes. Después de desfilar entre las fábricas, regresarían a la carretera de Kingsmarkham en el cruce donde había un bar llamado Halfway House.
– No tiene mucho sentido pasar por el polígono -opinó Burden-. La mitad de las fábricas están cerradas.
– Precisamente por eso -replicó Wexford.
El sol que había brillado con todo su esplendor mientras estaban en la plaza del mercado de Stowerton aparecía ahora tapado por una capa de nubes. Se había convertido en un disco blanco y distante, un simple charco de luz. Las nubes presentaban un reborde oscuro. Pero el calor se mantenía, incluso se hizo más intenso, y dos jóvenes de la manifestación se quitaron las camisas y se las ataron alrededor de la cintura.
Les esperaban refuerzos en la esquina de Southern Drive, media docena de hombres y mujeres con una pancarta propia, con un lema no muy claro: «Sí al eurotrabajo». Quizá no haya un espectáculo más desconsolador en términos sociales que una hilera de fábricas vacías. Las tiendas cerradas no son nada en comparación. Las fábricas, dos de ellas flamantes, tenían todas las ventanas cerradas a pesar del calor, los portones con candados, y carteles que ofrecían los edificios en alquiler o venta plantados en los jardines donde sólo crecía la mala hierba. Los miembros de la columna, una vez más en respuesta a una señal secreta, volvieron las cabezas al unísono para mirar a estos monumentos a la desocupación mientras pasaban frente a ellos, como un regimiento que rinde honores ante el panteón de un héroe.
No todas las fábricas estaban cerradas. Una, que producía componentes de maquinaria, continuaba abierta, así como otra dedicada a la elaboración de cosméticos naturales que parecía floreciente. Burden comentó que la imprenta de la esquina de Southern Drive y Sussex Mile había reabierto y las rotativas volvían a funcionar. Era una buena señal, añadió, una señal de que se acababa la recesión y el retorno de la prosperidad. Wexford no opinó. Pensaba, y no sólo en los problemas económicos. Según su comportamiento previo, los manifestantes tendrían que haber dado vivas pero desfilaron en silencio. No parecían compartir el optimismo de Burden. La columna subió por la suave pendiente de la colina. La distancia era de un kilómetro y medio, y Wexford hubiese podido pedirle a Donaldson que adelantara la manifestación pero era imposible pasar. La carretera se convirtió en un angosto camino rural, un sendero blanco entre setos altos y árboles gigantes.
Sólo encontraron un coche antes de llegar a la curva de entrada a la carretera de Kingsmarkham. Se detuvo y lo mismo hizo el Ford blanco. Pero antes de que el agente pudiera abrir la puerta, los miembros de la columna cambiaron de posición, formaron en fila india, las pancartas estiradas contra los setos. El coche avanzó lentamente y a medida que los ocupantes dejaban de ser sólo unas siluetas, Wexford vio que el conductor era el doctor Akande, acompañado por su hijo en el asiento del pasajero. Akande asintió y levantó una mano en el clásico gesto de gracias. Bajó la mano antes de ver a Wexford o quizá la bajó porque no le vio. El muchacho mostraba una expresión de agravio y malhumor. Esa era una familia que nunca le perdonaría la recomendación de prepararse para la muerte de una hija, de una hermana.
El tráfico no era muy denso en la carretera de Kingsmarkham por ser un viernes al mediodía, pero tampoco era escaso. El Ford blanco adelantó a los manifestantes y tomó nuevamente posición a la cabeza de la columna. Más personas se unieron en la curva de la carretera de Forby y la manifestación se detuvo para dejar pasar a una docena de coches provenientes de Kingsmarkham. Wexford calculó que ahora eran unas ciento cincuenta personas. Aparentemente, muchos habían decidido que este era un buen tramo para sumarse a los manifestantes, familias enteras que habían abandonado sus coches en las franjas de hierba, mujeres con tres o cuatro niños que se tomaban esto como un bonito paseo y adolescentes que, en opinión de Burden, sólo estaban aquí porque buscaban jaleo.
– Ya lo veremos. Quizá no.
– Ahora que lo recuerdo, quería decirle una cosa. Con toda esa historia de la esclavitud me olvidé por completo. Annette hizo testamento. ¿A que no adivina a quién le dejó el apartamento?
– A Bruce Snow.
– ¿Cómo lo sabe? Vaya, yo que pensaba darle una sorpresa.
– No lo sabía. Lo adiviné. No hubiera puesto esa voz si hubiese sido el ex marido o Jane Winster. Espero que esté agradecido. Tendrá algún lugar donde vivir después de que su esposa lo esquilme. Aunque no estará muy cómodo con Diana Graddon al otro lado de la calle.
La columna se aproximaba a las afueras de Kingsmarkham. Como en la mayoría de las ciudades rurales inglesas, se accedía por carreteras flanqueadas por grandes casas de mediados y finales del siglo xix, villas con setos altos y jardines al viejo estilo, que marcaban una sutil diferencia con Winchester Avenue y Ashley Grove. La riqueza se escondía detrás de las paredes de estas casas en lugar de exhibirse, se disimulaba detrás de una indiferencia que casi llegaba a lo ruinoso.
Una mujer salió de una de las casas, y corrió por un largo sendero de lajas, para unirse a la marcha. Quizás era una empleadora o una empleada, resultaba imposible deducirlo de sus téjanos y la camisa sin mangas. ¿Se quedaría Sylvia en su casa ahora que ya no tenía necesidad? ¿O se uniría a la marcha para hacer campaña por los demás? Burden, que había estado muy callado, dijo de pronto:
– Esa historia que me contó, ¿cita la nacionalidad del empleador?
– No. Aparentemente, la familia era británica.
– Quizá, pero también podían ser nigerianos. -Burden se encontraba en un dilema y Wexford no le ayudó-. Me refiero a que quizás eran nigerianos antes de ser británicos. -Renunció al esfuerzo-. ¿Eran negros?
– Es un libro políticamente correcto. No lo dice.
El puente de Kingsmarkham apareció a la vista delante de ellos. La oposición general a la construcción de cinturones de ronda había mantenido el centro de la ciudad antigua, al menos a primera vista, tal como siempre había sido. Pero el cuello de botella provocado por el puente viejo había provocado tantos atascos que lo habían ensanchado hacía dos años. Su longitud sólo abarcaba un arco de poca altura reproducido en multitud de postales, y la ampliación, de acero pintado color gris, daba a los terrenos del hotel Olive y Dove. Se habían salvado la mayoría de árboles, los sauces, los abedules y los gigantescos castaños de India.
Era el lugar favorito de los adolescentes que coman entre los coches detenidos por el semáforo para limpiar los parabrisas. Hoy los muchachos también estaban allí, pero renunciaron a su desagradecida y muchas veces rechazada faena para unirse a la marcha. A este lado del puente un grupo de personas, quizás una docena, se sumó a la cola de la manifestación. Entre ellas estaba Sophie Riding, la muchacha de la cabellera rubia que Wexford había visto por primera vez esperando su turno en la oficina de la Seguridad Social y cuyo nombre había sabido a través de Melanie Akande. Ella junto con otra mujer llevaban una pancarta de seda roja, muy bien hecha y con las palabras «Dad a los graduados una oportunidad» escritas con letras blancas cosidas a la seda.