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La columna esperó. El agente de tráfico hizo pasar a los tres coches que esperaban que cambiara el semáforo y después de que pasaran, indicó a los manifestantes que cruzaran el puente. Wexford vio a los parroquianos en las mesas de la terraza del Olive levantarse y estirar el cuello para observar el paso de la manifestación.

– Por cierto, también me olvidé de decirle otra cosa -dijo Burden-. Eligieron a la señora Khoori.

– Nadie me dice nada -se quejó Wexford.

– Por siete votos. Lo que se dice una victoria muy ajustada.

– ¿Quiere que les siga, señor? -preguntó Donaldson.

Los manifestantes se disponían a doblar por Brook Road. Los portadores de la pancarta, a la cabeza de la marcha, se detuvieron al otro lado del puente y uno de ellos levantó una mano, señalando hacia la izquierda. Un consenso de opinión, una onda invisible, debió pasar entre la cuádruple fila de gente, porque el mensaje llegó hasta él, y la columna dobló moviéndose hacia la izquierda como un tren que recorre una curva cerrada.

– Aparque al otro lado de la oficina de la Seguridad Social -contestó Wexford.

Delante de ellos, el coche patrulla hizo lo mismo. En las balaustradas de piedra estaban sentados Rossy, Danny y Nige, y Raffy con ellos. Raffy, por una vez sin su gorra, mostraba el enorme casco de trenzas que coronaba su cabeza y le caía en cascada por la espalda. Mientras la manifestación llegaba y se detenía, Danny se bajó de la balaustrada y apagó la colilla de su cigarrillo.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Burden.

– Supongo que harán algún gesto.

Wexford no se equivocó. Sophie Riding le pasó su extremo del estandarte de seda al hombre que tenía a su lado. Abandonó la columna y subió las escaleras. Llevaba en la mano una hoja de papel, quizás una petición o una declaración. Rossy, Danny, Raffy y Nige la miraron mientras ella desaparecía en el interior de la oficina de la Seguridad Social.

No tardó más de quince segundos en salir. Había entregado el papel y se había conseguido un objetivo. Al cabo de unos instantes, se abrieron las puertas de la oficina de la Seguridad Social y apareció Cyril Leyton. Miró a izquierda y derecha, después directamente a la columna, que ya no era una columna, que había perdido el orden y se había convertido en una muchedumbre dispersa. Leyton frunció el entrecejo. Pareció que iba a decir algo y quizá lo hubiese dicho, de no ser que en aquel momento vio el coche patrulla aparcado al otro lado de la calle.

Las puertas batieron detrás de él cuando entró. Era una medida de prudencia para que no se pudieran dar portazos con ellas. Esta vez, sin ninguna voz de mando, como una bandada de pájaros cuyo líder los dirige por medios desconocidos, la multitud se agrupó como antes de cuatro en fondo, dio la vuelta -los que estaban en la vanguardia no querían renunciar a su posición de honor- y regresó por donde había venido.

Los muchachos de las escaleras se unieron a la retaguardia. Sophie Riding ocupó su puesto de portaestandarte. Mientras la columna doblaba por la calle Mayor, el carillón de la iglesia de San Pedro comenzó a dar las doce.

24

Hacía el mismo calor que en el corazón de un bosque tropical, o en una sauna. No soplaba ni una gota de viento. El sol se perdía detrás de bancos de una blancura espumosa que se superponían a una masa de nubarrones negros. Tronaba pero tan lejos que el sonido se perdía en el estrépito del tráfico.

La marcha ocupaba el carril izquierdo de la calle Mayor de Kingsmarkham. En este tramo la calle Mayor era bastante ancha y había espacio suficiente para permitir el paso de los coches provenientes de Stowerton, pero a los que iban hacia allí los desviaban por Queen Street y el largo camino alternativo del sur, lleno de curvas. La manifestación pasó por delante de la iglesia de San Pedro cuando sonaba la última campanada de las doce, y siguió hacia el norte casi pegada a las paredes del templo. En este lugar donde se desviaba el tráfico, dos agentes de policía, un hombre y una mujer, dejaban paso libre a los manifestantes. Se habían sumado más personas en la puerta de la iglesia y, delante del más grande de los supermercados de la calle Mayor, un hombre y una niña que habían cogido un carro de la hilera dispuesta en el patio lo abandonaron para irse con la manifestación.

El coche patrulla con la franja en el costado y el penacho en la puerta había sido reemplazado por un Vauxhall sin identificaciones, conducido por el agente Stafford, del cuerpo uniformado, y el agente Rowlands. Wexford y Burden habían dejado el suyo en la zona azul delante de las oficinas de Hawkins y Steele donde trabajaba Bruce Snow, pero cuando Stafford asomó la cabeza por la ventanilla y se ofreció a llevarlos, Wexford sacudió la cabeza y contestó que acompañarían a la columna a pie. Sophie Riding, que había entregado la petición en la oficina de la Seguridad Social, estaba dos personas por delante de ellos. Se encontraban encajonados entre ella y su estandarte y el coche de la policía. Fue así cómo pudieron presenciar sin perder detalle lo que iba a ocurrir.

El Range Rover estaba aparcado a mano derecha y enfrente de la raya discontinua amarilla a unos treinta metros más allá, delante de Woolworths. Era un lugar poco adecuado para aparcar precisamente esta mañana, pero su posición no infringía ninguna regla de tráfico. Wexford no reconoció el Range Rover, ni tampoco la furgoneta blanca aparcada detrás o el coche que tema adelante, pero si consideró que el comportamiento de su conductor, como el de los otros conductores al aparcar los vehículos en este lugar, era antisocial. También observó su color verde oliva que le hizo recordar la reunión de ¡Mujeres, alerta! y la nota que le habían pasado. Sin embargo en aquel momento resultaba más interesante la visión, mucho más lejana, sólo al alcance de alguien tan alto como él, de Anouk Khoori cruzando el césped delante de las oficinas del ayuntamiento, con los brazos abiertos. Vestía una prenda amplia y abría los brazos como un personaje real que regresa de una gira de buena voluntad, saludando a los niños que no veía desde hacía un mes.

Wexford le comentaba a Burden que seguramente ella le diría a los manifestantes que sabía que vendrían, que tenía el presentimiento de que vendrían, cuando se abrió la puerta del pasajero del Range Rover y Christopher Riding se apeó del coche. El Range Rover estaba ahora a unos cuatro metros de Wexford y Burden. Se abrió la puerta de atrás y apareció el padre de Christopher. Los acontecimientos se precipitaron.

Christopher rodeó el capó del Range Rover mientras su hermana Sophie se acercaba. Él y Swithun Riding actuando al unísono la sujetaron por los brazos y ella dejó caer el estandarte al tiempo que gritaba. La alzaron en volandas, abrieron del todo la puerta y la lanzaron al interior del vehículo. Ambos eran altos y fuertes, con manos grandes y brazos musculosos, y la levantaron y la balancearon en el aire, el largo pelo rubio flotando como una nube, antes de arrojarla en el asiento trasero.

Los más próximos se apartaron en abanico. Una mujer gritó. Alguien recogió el estandarte. Los que estaban por delante de la muchacha continuaron la marcha, sin darse cuenta de lo ocurrido, pero los que venían detrás se detuvieron a mirar. Ahora Swithun Riding estaba otra vez en el asiento del conductor, mientras su hijo se escurría entre el capó del Range Rover y el coche que tenía delante. El Range Rover debía estar equipado con cierre central, porque Sophie no podía abrir la puerta y escapar. Comenzó a golpear los cristales con los puños mientras gritaba.

Wexford miró el Vauxhall sin identificación y le hizo un gesto con la cabeza a Stafford. Se adelantó y cogió la manija del portón trasero, pero al comprobar que estaba cerrada, golpeó el cristal. Stafford y Rowlands salieron del Vauxhall. Esto no era lo que esperaban, esto no tenía precedentes, ¿algo así podía pasar en Kingsmarkham?