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El conductor del coche delante del Range Rover, adrede o sin darse cuenta, dio marcha atrás un par o tres de centímetros. Era un movimiento peligroso y Christopher soltó un aullido de rabia y miedo. Por suerte para él, el conductor frenó a tiempo cuando estaba a punto de aplastarlo. Christopher se encontró pillado entre el parachoques trasero del primer coche y el parachoques delantero del Range Rover. Los dos vehículos formaban un cepo que le aprisionaba las piernas. El joven no dejaba de moverse, agitando los brazos al tiempo que gritaba: «¡Mete la primera, cabrón, mete la primera!».

La vanguardia de la columna, todavía sin apercibirse del tumulto a sus espaldas, continuó avanzando, imperturbable. Como un caballo de pantomima cuyas patas traseras han renunciado al juego, se movió al trote en los ochenta metros finales de su avance. La retaguardia se había desparramado en una multitud de espectadores fascinados. Burden, con un gesto rápido a Wexford, dio la vuelta por el espacio entre la parte de atrás del Range Rover y la furgoneta blanca, pasó junto a la muchacha secuestrada que no dejaba de gritar, y abrió la puerta del pasajero a la que Riding había quitado el seguro para que subiera su hijo.

– ¡Da marcha atrás, retrocede! -le gritó el muchacho.

Riding arrancó el motor; iba a poner la marcha atrás cuando Burden apoyó el pie en el estribo y subió al coche. Riding que nunca le había visto antes debió pensar que era un entrometido del público. Sin pensárselo dos veces, hizo algo totalmente inesperado. Echó hacia atrás el brazo derecho como un lanzador de disco y descargó un tremendo puñetazo contra la barbilla de Burden.

La puerta del pasajero se abrió. Burden salió despedido por el hueco. Frenó la caída sujetándose al marco pero así y todo medio cayó sobre el pavimento. La muchacha gritó más fuerte. Con la puerta del pasajero abierta, Riding dio marcha atrás sin parar mientes en la furgoneta blanca aparcada detrás y chocó contra la misma con gran estrépito. Entonces vio a los policías uniformados. Vio a Wexford.

– Abra la puerta -dijo el inspector jefe.

Riding se limitó a mirarle. La mitad de la muchedumbre se había situado en la acera de Woolworths. Alguien ayudó a Burden. Se tambaleó, mareado, se llevó una mano a la cabeza y se sentó con todo el peso del cuerpo en la pared baja, delante de la tienda. Wexford apartó al muchacho y, pasando entre el Range Rover y el coche de delante, entró por la puerta del pasajero.

– No intente hacer lo mismo conmigo -le advirtió a Riding.

Quitó el seguro de la puerta trasera y ayudó a salir a la muchacha. Sophie tenía la cara empapada de lágrimas. Se apoyó en Wexford, con las manos aferradas a las mangas. Tembló al escuchar la sarta de insultos que soltaba Riding. Con la cabeza asomada por la puerta abierta, le gritó a Burden:

– ¿A usted qué le importa lo que yo haga para evitar que mi hija haga el ridículo? ¿Quién le manda a usted meter las narices en asuntos ajenos?

La muchacha se estremeció. Le castañeteaban los dientes. Christopher, fuera de peligro, se frotó la pierna magullada y después tendió una mano hacia su hermana con la intención de calmarla. Ella le gritó:

– ¡Apártate de mí!

– Venga, todos a comisaría -intervino Wexford.

La sangre corría por el rostro de Burden. Murmuró alguna cosa mientras se sostenía la cabeza. El ulular de la sirena de la ambulancia, pedida por Stafford, hizo que la multitud retrocediera, dividida en dos grupos bien diferenciados, uno firme detrás de Burden, y el otro como espectador junto a la pared de la iglesia. La ambulancia salió de York Street y bloqueó la calle, aparcando donde había pasado la columna. La vanguardia de la manifestación se había perdido de vista y junto a la aparición de los enfermeros, dos de ellos cargados con una camilla que Burden miró disgustado, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia.

Riding abrió la puerta de su lado. Con el rostro congestionado de rabia, se bajó del coche y se encaró con Wexford.

– Oiga, lo que hice está plenamente justificado. Avisé a mi hija de que tomaría medidas si participaba en la manifestación, ella sabía lo que le esperaba. Ese tipo debió pensar en hacer un arresto ciudadano…

– Ese tipo es un inspector de policía -le informó Wexford.

– Ay, Dios. Yo no…

– Ahora si tiene la bondad de subir al coche iremos a comisaría. Allí podrá dar todas las explicaciones que quiera.

La muchacha era alta, fuerte y esbelta. Su aspecto correspondía a lo que era, el producto de veintidós o veintitrés años de buena alimentación, aire puro, cuidados y atenciones, la mejor escuela. Wexford no recordaba haber visto un rostro más vulnerable. No mostraba ninguna marca pero parecía golpeado. La piel era suave, casi transparente, los ojos hinchados, los labios cuarteados y eso que era pleno verano. Su pelo, del color de la cebada madura que segaban en los campos más allá de Mynford, parecía un marco contranatura para aquel rostro sufriente, parecía la peluca de una actriz inadecuada para su papel.

– Puedo irme a casa si ellos no están allí -le dijo Sophie a Karen Malahyde.

– Bueno, por ahora no irá usted a ninguna parte -respondió Karen, amablemente-. ¿Quiere una taza de té?

Sophie Riding contestó que sí.

– No iremos al cuarto de entrevistas -le dijo Wexford-. No es un lugar muy agradable. Subiremos a mi despacho. -Entonces pensó en Joel Snow y comprendió que Karen también pensaba en él. Sin embargo, esto era diferente, ¿no? Joel no había querido colaborar mientras que esta chica sabía que no tema otra salida. Mientras subían en el ascensor añadió-: No tardaremos mucho.

– ¿Qué quiere que haga?

– Algo que hubiera querido pedirle hace dos semanas.

Entraron en el despacho. Llovía con tanta fuerza que no se veía nada a través de las ventanas. Karen encendió las luces y el cielo al otro lado de las ventanas se convirtió en un crepúsculo tormentoso. Le ofreció a Sophie una silla. Wexford se sentó detrás del escritorio.

– ¿Fue usted la que me envió aquella pregunta sobre un violador en la reunión de ¡Mujeres, alerta!?

– ¡Oh, sí! -Sophie estaba ansiosa por hablar pero también tenía miedo-. Quise ir después a verle, como usted dijo. Hubiera ido de haber podido, espero que me crea.

De pronto, precediendo al trueno por unos segundos, el brillante zigzag de un relámpago lo borró todo, la lluvia quedó suspendida en el aire, el cielo negro desapareció, hasta que llegó el estruendo y el mundo continuó su marcha. Sophie se estremeció y murmuró algo, como una protesta. Llamaron a la puerta; era Pemberton con el té. La muchacha se tapó la cara con las manos por un momento, después las apartó para mostrar las lágrimas que rodaban por las mejillas. Karen le acercó la caja de pañuelos de papel.

– Le creo -afirmó Wexford-. Sé qué le impidió ir a verme.

– Gracias -dijo Sophie, cogiendo un pañuelo. Le preguntó a Wexford-: ¿Qué quiere que haga?

– Una declaración. Que nos lo cuente todo. Quizá le resulte difícil emocionalmente, pero después se sentirá mejor.

– No puedo seguir como hasta ahora -replicó Sophie-. Esto tiene que acabar. No puedo soportarlo ni un día más, ni un momento más.

– Hay otras maneras -señaló Wexford, sincero-. Podemos arreglamos sin su declaración. No tiene que hacerlo si no quiere. Pero si no lo hace, me temo… bueno, quizá puede…

Karen puso en marcha el magnetófono y dictó el encabezamiento:

– Sophie Riding en la comisaría de policía de Kingsmarkham, viernes, veintinueve de julio. Son las 12.43, presentes el inspector jefe Wexford y la detective Malahyde…