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– Adelante -le indicó a Kayla.

– Cat necesita un sitio donde pensar…

– ¿Sí?

– Y va a quedarse aquí hasta que solucione algunas cosas.

– ¿Sí? -replicó Kane, a quien la idea obviamente le desagradó.

– Sí -corroboró Catherine, cruzando los brazos. Hasta que su hermana no manifestó esas palabras, no se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba el consejo de Kayla. La observó, con el vientre sobresaliendo por debajo de las sábanas. Iba a dar a luz en cuestión de semanas y no había ningún otro sitio en el que deseara estar cuando naciera el bebé.

Kane se acercó al lado de su mujer.

– ¿No tienes trabajo en casa? -le preguntó a Catherine.

– Puedo ir allí, recoger los libros y ponerme al día desde aquí. No me espera ninguna fiesta hasta la semana próxima. Nuestra nueva supervisora se encargará de la del sábado. Dispongo del domingo. De modo que me parece que me quedo.

– Qué maravilloso -musitó él antes de recibir el codazo de Kayla-. Quiero decir, estás en tu casa. Pero nada de redecorarla durante tu estancia.

– Un hombre al que no le gustan los cuadros de animales tiene un problema importante con la vida -informó ella-. Añaden calor…

– Para eso están los de verdad -aseveró Kane.

– Todos mis accesorios son falsos. Soy una firme creyente en los derechos de los animales. Pero si lo que buscas es una mascota, puedo pasar por el estanque…

– Me voy -anunció a las dos hermanas.

– Ésa era la idea -Catherine sonrió-. Pero, en serio, Kane, gracias por dejar que me quede.

– De nada -le ofreció una sonrisa auténtica.

– Lo agradezco. No me vendrá mal la compañía.

– Quédate el tiempo que desees. Pero mantente alejada de mi camino.

– No habla en serio -afirmó Kayla.

– Claro que sí, cariño… cuando esté a solas contigo -explicó con un tono de voz reservado para la intimidad.

Para sorpresa de Catherine, sintió una punzada de celos en el corazón. Pasaba mucho tiempo con Kayla y Kane, pareja felizmente casada. El día de Acción de Gracias, en Navidad y en otras fiestas, había experimentado gozo de que su hermana hubiera encontrado el amor y la aceptación, a pesar de la actitud hosca de él. Pero jamás había envidiado lo que compartían. Nunca había pensado que lo quería para ella.

Hasta ese momento.

Hasta Logan. El soltero favorito de Hampshire.

«El atractivo soltero destinado a casarse con una mujer rica y de su clase», pensó al recordar el final del artículo. Las palabras que no fue capaz de leer en voz alta.

Capítulo 8

El lunes al mediodía Logan se hallaba ante una cabina telefónica en el tribunal. Desde el momento en que entró en su despacho a primera hora había estado reunido con su jefe para estudiar un caso importante de un colega hospitalizado, ya que el juez se había negado a posponerlo.

Introdujo una moneda, marcó el número de Catherine y escuchó las incesantes llamadas hasta que se activó el contestador automático. En su único descanso del día no la encontraba en casa.

– Montgomery, el juez te quiere en su despacho. Parece que tu cliente vuelve a causar problemas -indicó el alguacil desde el pasillo.

Logan gimió, colgó y, con mirada de pesar, se marchó.

Pensó que a veces las prioridades fastidiaban.

Esconderse no era inteligente. No hablaba muy a favor de su capacidad de hacer frente a las situaciones. Pero no era eso lo que deseaba Catherine. Quería olvidar. Que se había acostado con Logan y que no la había llamado.

Había llegado a la casa de Kayla el domingo y ya era martes. ¿Y qué si no le había revelado dónde encontrarla? Era un abogado. Un tipo listo. De haber querido dar con ella, podría haberlo hecho. Con facilidad.

A pesar de lo mucho que se había insistido en no esperar gran cosa, en que no buscaba nada, el silencio de él le dolía. Porque a pesar de todo, su corazón quería creer que Logan era diferente, especial. No una aventura.

Quería olvidar, y cuidar de su hermana embarazada la ayudaría. Además, le permitiría a Kane irse de la casa sin preocuparse de que dejaba sola a Kayla. Era lo menos que podía hacer por invadir su espacio y su intimidad. Llevó una bandeja con comida a la primera planta y llamó a la puerta del dormitorio.

– Si son más bollos, ya estoy llena.

– Es una tostada -empujó la puerta con el pie. Kayla se incorporó en la cama-. Te la he preparado tal como te gusta. Con un poco de sirope bajo en calorías…

– Cat, siéntate.

Después de dejar la bandeja sobre la cómoda, se reunió con su hermana.

– Estoy sentada. ¿Qué pasa? ¿Es el bebé? -vio un movimiento bajo el edredón-. Es bastante activo.

– Escúchame. Quiero hablarte de toda esta… comida.

– Te juro que he limpiado la cocina. Y estoy congelando raciones. Kane y tú dispondréis de suficiente comida para pasar…

– La primera década de vida del bebé. Catherine, relájate. Te conozco mejor que nadie. Sólo cocinas como una diablesa cuando estás inquieta. Han transcurrido dos días y no has mencionado su nombre, aunque apenas has salido de la cocina.

– ¿El nombre de quién? -preguntó, evitando la mirada de su hermana.

– Sabes que el estrés no es bueno para el bebé -Kayla puso los ojos en blanco-. Y preocuparme por ti me estresa. Deja de hacerte la tonta y cuéntame qué pasa.

– ¿Recuerdas cuando éramos niñas y llegaba la Navidad? Todos los chicos del barrio recibían montones de regalos. Aunque fuera una bicicleta usada o una muñeca vieja, tenían regalos bajo el árbol y Papá Noel iba a verlos.

– Pero a nosotras no -musitó Kayla.

– Exacto. ¿Cuántos deseos de cumpleaños y listas de Navidad desperdicié pidiendo que papá viniera a casa?

– No estoy segura. Nunca me lo contaste. Juraste que jamás te molestó tanto como a mí. Y debí darme cuenta de que no era así.

– Ya empiezas otra vez -Catherine meneó la cabeza-. Asumes la responsabilidad por las cosas que no puedes controlar. Si no lo reconocí, es porque no quería que lo supieras -la miró y Kayla le indicó que continuara-. Tardé un tiempo, pero después del primer par de años, me enteré. No iba a volver… y dejé de creer.

– En algo más que en Papá Noel.

– Y entonces conocí a Logan. Sabía que éramos de mundos distintos, que yo era una distracción interesante. Y, sin embargo… -para su horror, los ojos se le llenaron de lágrimas y se las secó con el dorso de la mano.

– Creíste en él -Catherine asintió-. Entonces, ¿no crees que deberías darle la dirección de tu casa? ¿Tu número de teléfono?

– Sé que suena terrible, pero creo… Pensaba que si tenía que esforzarse, sabría que era sincero. No era tan difícil. Su abuela sabe dónde localizarme.

– ¿Has controlado tu contestador automático?

– Sí -cada hora del día-. Nada. Además, él me trajo hasta aquí. Como mínimo sabe dónde encontrarte a ti -sacudió la cabeza y descartó el tema con un gesto de la mano-. Olvídalo.

– Podría estar ocupado en el trabajo.

– No hace falta mucho para llamar por teléfono -averiguar dónde ir a recogerla el viernes para la cita que no se iba a producir. El timbre la sacó de su línea de pensamientos-. ¿Esperas a alguien? -le preguntó a su hermana.

– Podría ser la mujer del jefe de Kane. Me refiero de su antiguo jefe. Se jubiló el año pasado. Pasa cada semana con… más comida -gimió.

– Iré a abrir. Pero recuerda que nadie cocina como yo -se obligó a mostrarse jocosa al salir de la habitación. Si iba a quedarse allí, necesitaba apoyar a su hermana y no estregarla. Ninguna de las dos sabía cómo desconectar su instinto maternal con la otra.