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– Está decidido -musitó Emma.

– Y yo más -pero Logan también se hallaba cansado de la batalla. Una parte de él deseaba no tener que luchar contra su padre por cada paso que daba en su vida.

– ¿Sigues pensando que no necesitas mi ayuda? -preguntó la anciana.

– Te quiero por la preocupación que muestras, pero puedo manejar solo a mi padre.

– Pero el tipo de ayuda que te puede ofrecer ella será mucho más divertido.

Logan miró a la mujer que arreglaba una silla y estuvo de acuerdo. No obstante, y sin importar lo tentador que fuera, no utilizaría a una mujer inocente como peón en el juego de su familia.

Pero eso no significaba que no pudiera promover la atracción y llegar a conocerla por sus propios motivos. Como Emma probablemente había predicho, lo fascinaba de un modo que pocas mujeres conseguían y quería averiguar por qué. Dejó la copa de champán en la bandeja de un camarero que pasó por allí.

– Estaré aquí por si necesitas respaldo -dijo Emma.

Dio un beso en la mejilla de la anciana.

– Seguro que podré arreglármelas -comentó con ironía, sin dejar de observar a la joven. Una de las camareras se detuvo junto a ella y le susurró algo al oído. Catherine salió disparada de detrás del bar y se dirigió hacia la casa. Logan suspiró y vio la oportunidad de desaparecer al menos por el momento.

Su trasero bien torneado y su cintura estrecha fueron una visión maravillosa antes de salir por la puerta doble.

– Desde tu perspectiva -Emma carraspeó-, diría que no le falta nada -rió.

– Diría que tienes razón -Logan rió entre dientes.

Un hombre sexy había estado observándola los últimos quince minutos. Tenía el pelo oscuro, un aspecto de modelo y una mirada penetrante que le aflojaba los músculos. No podía imaginar qué había despertado su interés cuando había docenas de otras mujeres en la fiesta. Mujeres hermosas con vestidos de seda, uñas perfectamente arregladas y recién salidas de los salones de belleza.

Sus zapatillas crujieron sobre el suelo de mármol. Hacía años que no se sentía tan fuera de lugar. Bajó la vista a su uniforme de trabajo, el mismo que se ponía en todas las fiestas de las que se ocupaba. En vez de sentirse cómoda consigo misma, se sentía transportada al pasado, cuando su hermana y ella eran las chicas Luck, que venían de los arrabales.

Sacudió la cabeza y levantó un poco el mentón. No tenía sentido negarlo. Los ricos eran diferentes. Pero había trabajado con ahínco y llegado demasiado lejos como para permitir que la dominaran sus inseguridades. Mientras la lluvia no cayera… y su cocinero no se marchara, sobreviviría a esa fiesta.

Ni ella ni su empresa, Pot Luck, podían permitirse el desastre. Con Kayla, su socia y hermana, embarazada y con órdenes de permanecer en cama, era ella quien tenía que ocuparse de todo. No podía quejarse de estar ocupada. Algún día, cuando su fama se hallara consolidada y la cuenta corriente tuviera superávit, podría ser más selectiva y aprovechar más sus conocimientos culinarios. Y después de esa fiesta, quizá ese día se acelerara.

La fiesta de los Montgomery había sido un regalo del cielo y no le costó ajustar su agenda para incorporar la gala de Emma Montgomery. El éxito significaría recomendaciones con la gente más rica y las empresas más prestigiosas de Hampshire. No permitiría que nada estropeara esa oportunidad, y mucho menos un cocinero temperamental que era su mejor amigo.

Entró en la cocina impecable donde el acero inoxidable y el cromo brillaban en todos los rincones.

– ¡Nick, estás siendo un éxito! -rodeó una gran isla central y depositó un beso en la mejilla bien afeitada.

– El pato no está frío -negó él, golpeando un trozo de carne con un cuchillo para trinchar.

– Jamás dije que lo estuviera. A los invitados les encantan los canapés. Van a difundir tu nombre desde aquí hasta Boston.

El golpe seco se repitió sobre la tabla de cortar.

– Ya soy famoso en Boston. No es justo que me critiquen porque tu gente no sea capaz de llegar hasta aquí con la suficiente rapidez para servir la comida.

Debajo de su ira y frustración, ella reconoció la preocupación y la advertencia. Alguien se había quejado sobre la temperatura de la comida. Se encogió por dentro. Ya se ocuparía de sus perezosos empleados, pero primero debía calmar al chef.

Contempló su mohín exagerado. Había crecido con Nick. Sabía cuándo tomarse las cosas en serio o cuándo una o dos palabras bastaban para suavizar una situación. Se agachó para mirar el horno e inhaló el tentador aroma.

– Esto huele deliciosamente. No conozco a ningún otro chef con tus dotes creativas -regresó a su lado-. La comida es casi tan atractiva como tú.

El cuchillo volvió a sonar sobre la tabla de cortar y él alzó la vista con los ojos entrecerrados.

– No intentes halagarme, Cat. No funcionará -la miró por primera vez y le tocó la mejilla con una mano-. Estás colorada.

– El día es tan bochornoso que olvidé la protección solar -se encogió de hombros-. Además, no todos podemos broncearnos como tú.

– Tu piel es blanca. Debes de tener más cuidado.

Catherine no pudo evitar poner los ojos en blanco. Hasta donde era capaz de recordar, Nick había cuidado de ella. Tenía unos rasgos mediterráneos clásicos y la mayoría de las mujeres lo habría cazado a la primera oportunidad. Ella no. Los amantes iban y venían; los buenos amigos eran para toda la vida.

– Si tanto te preocupo yo, deja de gritarles a los empleados.

– Son incompetentes.

– Hablaré con ellos. Lo prometo.

– Es un comienzo. ¿Qué sucede ahí afuera? ¿El señor Perfecto se encuentra entre los invitados?

– Para, Nick. Que tú estés prometido no significa que todos deseen lo mismo -no tenía ganas de mantener otra vez esa conversación con él-. Mira, el barman no apareció. Ya me estoy ocupando de dos puestos y no puedo permitirme que las camareras se marchen llorando. ¿Vas a dejar tranquilas a las chicas?

– Si prometes usar esta fiesta como una oportunidad -enarcó una ceja-. Ahí afuera hay hombres, Cat. Todo tipo de hombres. Altos y delgados, gordos y calvos, ricos y más ricos. Elige.

Su mente la llenaba un desconocido sexy de pelo oscuro y ojos magnéticos.

Desterró el pensamiento. Antes de entrar en esa casa enorme llena de elegantes mujeres, había considerado superados los recuerdos dolorosos asociados con su infancia de clase baja. Pero llevar esa fiesta, estar rodeada de perfección, avivó esos recuerdos.

La atracción sexual en un lugar atestado no significaba nada cuando era evidente que el desconocido y ella pertenecían a mundos distintos.

– Sabes que estos invitados no forman parte de mi ambiente -le dijo a su amigo.

– Solo porque tú lo crees, no porque sea verdad. Pasas demasiado tiempo sola.

– Al menos la compañía es buena -se encogió de hombros. Nick gimió-. ¿Es culpa mía que todos los chicos con los que he salido no fueran él? -Catherine aún tenía que conocer al hombre por el que valiera la pena arriesgar el corazón. A pesar de lo que creía Nick, no lo iba a encontrar allí.

– Te marchas antes de que ninguno tenga tiempo de demostrártelo. Fíjate en mí, por ejemplo.

– Te rechacé cuando teníamos dieciséis años y sobreviviste -miró el reloj-. Prometo ocuparme de que todo salga bien de esta cocina. ¿Dejaras en paz a las chicas?

– Piensa en mantener los ojos abiertos ahí afuera -contrarrestó él.

– Lo pensaré -mintió-. Eres un príncipe -dijo por encima del hombro, ajustándose la pajarita mientras salía de la cocina.

Regresó al exterior y quedó consternada al ver que las nubes estaban más oscuras y pesadas que antes. La tormenta se acercaba más deprisa de lo previsto. Apoyó las manos en la barra y cerró los ojos. Respiró hondo y soltó el aire despacio, tratando de calmarse. Demasiadas cosas dependían de que el resto de la tarde pasara sin otro contratiempo.