Una profunda voz masculina captó su atención.
– Dime qué ha provocado ese ceño en una cara tan hermosa.
Catherine nunca había oído esa voz, pero su cuerpo reaccionó al instante. Sabía a quién pertenecía. Lo que no sabía era cómo manejarlo.
Capítulo 2
Catherine abrió los ojos y se encontró observando unos ojos castaños del color del café con leche que tomaba por la mañana. Forzó una sonrisa segura.
– ¿Qué puedo servirle? -inquirió.
– La especialidad de la casa. ¿Cuál es la tuya? -una sonrisa casi perfecta y sexy la cegó y la obligó a contener el aliento.
Catherine se preguntó a cuántas mujeres seducía ese hombre sólo con su aspecto. «A las suficientes como para ser peligroso», reflexionó.
Lucía un traje italiano como una segunda piel, y cuando esos ojos la capturaron no la soltaron. Intentó descubrir cuál era su bebida preferida, pero estaba fuera de su especialidad. Sólo sustituía a un empleado ausente. Aunque era capaz de preparar una amplia variedad de cócteles, las peticiones mayoritarias habían sido de champán y Mimosas, bebidas delicadas que no le parecía que encajaran con él.
– ¿Por qué no me indica qué tenía en mente?
Con los codos apoyados sobre la barra, él se acercó más. Su colonia irradiaba un aroma masculino y caro, una combinación sensual que le recordó especias, tentación y problemas.
– Algo que me refresque y me quite el calor -respondió.
Las nubes habían adquirido una tonalidad gris tormentosa y una fuerte brisa ya había empezado a soplar procedente del cercano océano, mitigando parte del bochorno. Catherine reconoció sus palabras por la insinuación que eran. Aunque quería sentirse halagada, tampoco pudo experimentar una cierta decepción.
– Un poco de agua fría funcionaría a la perfección -musitó.
– Se me ocurren muchas cosas que lo harían mejor -sonrió.
Exhibía demasiada seguridad… era demasiado sexy. A pesar de toda su fachada de valor, Catherine no se sentía tan segura como quería hacerle creer al mundo. Las duras realidades de la vida le habían enseñado a confiar en pocas cosas… en particular en un hombre tentador que poseía encanto y sabía cómo usarlo. Lo miró con cautela y decidió no seguirle el juego.
– ¿Qué le parece una cerveza fría?
– Ya empezamos a aproximarnos -su sonrisa se amplió. Rodeó la esquina del bar y se sentó en un taburete, demasiado cerca del exiguo espacio de trabajo de ella. Sólo los separaba el ancho de la barra, pero bajo ningún concepto era suficiente. Y con las camareras que entraban para recoger copas de champán, la fila de bebedores había menguado. De hecho, estaban solos.
Sacó una botella de las marcas que el propio juez Montgomery había seleccionado y le sirvió su copa. Depositó el vaso sobre una servilleta de papel y la deslizó hacia él.
– ¿Me acompañas?
– Estoy trabajando -repuso mientras limpiaba la ya impecable barra.
– Lo arreglaré con la dirección.
– Yo soy la dirección y no mezclo los negocios con el placer -«menos cuando el riesgo será mayor que el placer», pensó.
– Señorita… Un whisky con soda, si me permite la interrupción -la voz surgió del otro extremo de la barra.
Catherine aprovechó la excusa y se dirigió hacia el otro invitado. Mientras trabajaba, sintió la ardiente mirada de él quemándola. Entonces, al vislumbrar un problema en potencia en el jardín, corrió para evitar el desastre entre su camarera y un invitado ebrio.
Para empeorar las cosas, el juez Montgomery la paró de regreso al bar. Aunque Emma le había hecho creer que era ella quien se encargaba de todo, su hijo no dejó ningún atisbo de duda de que él iba a pagar la factura. E insistió en que las camareras debían circular más entre los invitados y que ella no tenía que confraternizar con estos. Catherine se vio obligada a tragarse el orgullo y la réplica que danzó en la punta de su lengua.
Inclinó la cabeza, se acercó a su ayudante y le pidió que mantuviera una rápida charla con los empleados. Luego corrió a la barra.
Una cosa sabía, y era que iba a ser feliz cuando terminara el día.
Él seguía sentado en el mismo sitio, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho.
– Necesitas un descanso -le informó con el ceño fruncido.
– Eso no entra en mi agenda.
– Has tenido un día abrumador -lanzó una mirada hacia el sitio donde había mantenido la charla con el anfitrión.
Catherine pensó que era Emma quien podía haber contratado sus servicios, pero no le cupo duda de que era el juez Montgomery quien controlaba el mundo que lo rodeaba. Entonces su acompañante indicó un taburete a su lado.
– Siéntate y desahoga tu corazón -ofreció-. Soy un buen oyente -esbozó lo que parecía una preocupación auténtica.
Si se lo permitía, sin duda la seduciría con esa preocupación. Seguro que ella era su objetivo, pero eso no impidió que la temperatura de su cuerpo se elevara.
– Creo que tenemos nuestros papeles invertidos. Yo soy la encargada de la barra que se supone que debe mantener un oído atento.
Logan alargó la mano y tocó uno de los pendientes de plata de ella.
– Pero no soy yo quien necesita un hombro amigo.
Era sobrenatural lo bien que la analizaba. Su mano fuerte le encendió la piel. Se hallaba en peligro de experimentar una sobrecarga sensual. Cerró los ojos y pensó que la afectaba a más niveles que el físico y eso hacía que la dinámica que había entre ellos fuera explosiva.
– Agradezco el pensamiento -se detuvo un segundo-, pero no debo confraternizar con los invitados.
– Aquí estás realizando un trabajo estupendo, y no dejaría que nada, ni nadie, te indicara otra cosa -murmuró.
Era evidente que entendía poco sobre complacer a un cliente y pagar las facturas.
– Es demasiado mayor para no comprender que todos respondemos a una autoridad superior -comentó ella con ironía.
– Pero sólo cuando dicha autoridad está revestida de verdad y honestidad, no de aires de grandeza -repuso con una sonrisa.
Catherine no pudo evitar reír. El juez Montgomery había dejado bien clara su insatisfacción. Ella no sólo quería tener éxito ese día, sino obtener buenas referencias. Y no las conseguiría si pasaba la tarde dejándose seducir por un hombre sexy y muy alejado de su ámbito social.
– He venido a trabajar -le recordó.
– Sabes que la fiesta es un éxito. Olvídate de ese hombre -sugirió-. ¿Por qué permitir que te diga lo que tienes que hacer?
– Porque firma mi cheque. Además -enarcó una ceja-, me recalcó que me mantuviera alejada de usted. Creo que es un buen consejo.
– El cinismo es triste -él meneó la cabeza.
Habló como si más allá de las palabras de ella hubiera leído su filosofía de vida, amor y citas para el nuevo milenio.
– Es sincero. El único modo en que sé comportarme.
– No lo olvidaré -aseveró.
No sabía qué era lo que quería de ella, pero sospechaba que le parecía una distracción interesante. El pensamiento penetró en sus miedos más arraigados, que no sólo era como su madre, sino que también terminaría como ella. Esta se había excedido en su manera de vestir y de actuar y jamás había obtenido lo que buscaba. Nunca había dejado de ser una mujer con dos hijas y demasiadas responsabilidades. Una mujer sola.
A diferencia de los ricos Montgomery, la familia Luck apenas había conseguido llegar a fin de mes y había subsistido comprando productos rebajados. Y eso cuando las cosas iban bien.
Aunque había dejado muy atrás sus raíces, Catherine no era tan tonta como para pensar que una mujer que había vivido en la zona más pobre de Boston pudiera tener algo en común con ese hombre elegante y sexy.
– Bueno, si no quieres quitarte alguna carga, podemos volver a tu trabajo. ¿Otra copa? -preguntó él-. La mía se ha quedado sin gas -la voz profunda vibró muy cerca del oído de ella.