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Él se levantó.

– Avísame cuando empiece todo y yo estaré ahí.

Pia no tenía muy claro cómo funcionaba el proceso de implantación, pero lo que sabía con seguridad era que no quería que él lo viera.

– En la sala de espera -se corrigió él al ver su inquietud.

– De acuerdo. Estaría bien. Te avisaré.

Y con eso, Raúl se marchó.

Ella siguió sentada en su silla, sintiéndose impactada y aliviada a la vez. Tal vez así era mejor, tener a alguien que la ayudara. Tener a alguien más que cuidara de los bebés de Crystal. ¿Y si se aburría o se marchaba? Ya la habían abandonado de formas que Raúl no se podría ni imaginar, así que no había forma de que le hiciera daño. Por eso estaba a salvo. Y estar a salvo era lo que más le importaba.

Raúl intentaba subir al campamento casi cada día y hacía que sus visitas coincidieran con la hora del almuerzo o del recreo para poder pasar algo de tiempo con los chicos en el patio de juegos. Era divertido jugar a la pelota con ellos y, aunque eran demasiado pequeños como para lanzar o atrapar un balón de fútbol americano, jugaban bien con una de béisbol y la tienda de deportes de Josh había donado varias.

Cuando llegó aquel día, los niños aún seguían almorzando y fue a ver a Dakota.

Ella era una de esas personas ordenadas que tenía archivos clasificados por códigos y colores. Muy parecido al despacho de Pia, pero sin el enorme calendario ni los pósters del Día de los Fundadores y del Puesto de los Besos. «Un dólar por beso».

– ¿Qué tal va todo? -preguntó él.

– Genial -ella le indicó que pasara y él se sentó-. Todos los niños están ubicados en sus clases. Vamos bien de pupitres, aunque un poco escasos de pizarras y libros. Así que estamos haciendo uso de la creatividad. Puede que a los alumnos les venga bien aprender que en la vida hay que ser flexibles.

Él se rio.

– Utilizar el desastre como método para la enseñanza.

– Claro, ¿por qué no? -ella sacó una carpeta y la miró-. Deberíamos tener un presupuesto estimado del coste de la reparación del colegio para finales de semana. Si oyes un gruñido generalizado el viernes a las diez de la mañana, eso es el consejo escolar reunido con el consejo de la ciudad. Creo que la cosa se pondrá fea.

– ¿No hay un seguro?

– Claro, pero no creo que sea suficiente para reformar toda la escuela. Seguro que también hay dinero estatal, pero veo que vamos a tener que hacer muchas recaudaciones de fondos.

Él recordó la divertida tarde de sábado que habían pasado en el parque.

– Pia montó una buena fiesta.

– Tiene mucha experiencia.

Un grupo de niños gritando pasó por delante de la puerta del despacho.

– El almuerzo debe de haber terminado.

– Eso parece.

Más niños pasaron corriendo.

– ¿Te molesta el ruido? ¿Quieres que te ponga el despacho en otra parte?

Dakota se rio.

– Somos seis hermanos. Estoy acostumbrada al ruido.

– ¿Una infancia feliz y llena de ruidos?

– Absolutamente. Los niños llegaron primero y con años de diferencia, pero cuando llegamos las chicas, mamá tuvo que vérselas con tres bebés a la vez. No entiendo cómo pudo hacerlo. Sé que mi padre la ayudó y también los vecinos echaron una mano, pero ¿trillizas? No sé cómo, pero lo logró.

Pensó en Pia. Le implantarían los tres embriones al mismo tiempo y si todos sobrevivían, ella también tendría trillizos.

– Entonces estás acostumbrada al caos.

– Ni siquiera lo noto. Hay complicaciones con muchos niños, pero por lo que yo sé, lo positivo supera a lo negativo.

– ¿Planeas tener una gran familia?

Ella asintió y se rio.

– Pero debería estar empezando ya, ¿eh?

– ¿Hay algún chico?

– Eso me gustaría -arrugó la nariz-. Lo sé… que aburrido, pero quiero ser tradicional. Casarme, tener hijos, una casa con valla y un perro. No son cosas que un jugador de fútbol americano pueda encontrar interesantes.

– ¿Qué te hace pensar que no quiero lo mismo?

– ¿Lo quieres? -preguntó ella ladeando la cabeza mientras lo observaba.

– Me gustaría.

– Has estado casado una vez.

– No funcionó.

– ¿Habrá una próxima vez?

– No lo sé -admitió. Igual que le sucedía a Pia, le costaba confiar en la gente. En su caso, su problema eran específicamente las mujeres.

– Puede ser distinto. Mejor.

Él estaba menos seguro.

– ¿Qué hay de ti? ¿Algún marido en el horizonte o estás esperando al chico perfecto?

– No tiene que ser perfecto, sino un chico normal que quiera una vida normal -sacudió la cabeza-. Encontrar eso es más complicado de lo que piensas. Aquí en el pueblo tenemos escasez de hombres.

– Ya lo he oído.

– Podrías decirle a alguno de tus colegas del equipo que nos visitara, como un gesto de cortesía hacia las solitarias mujeres del pueblo.

– Ceder el campamento ha sido mi buen acto de la semana.

Él se levantó y se asomó a la puerta. Un grupo de niños, en el que se encontraba Peter, pasó por allí.

Raúl se giró hacia Dakota.

– Hay un chico en la clase de la señorita Miller, Peter. Se asustó mucho en el incendio. Fui a agarrarlo de la mano para sacarlo, pero cuando alargué el brazo, se encogió como si pensara que iba a pegarlo.

Ella frunció el ceño.

– No me gusta cómo suena eso -anotó el nombre en una libreta-. Hablaré con su profesora e investigaré un poco.

– Gracias. Seguro que al final no es nada.

– Seguro que sí, pero nos aseguraremos -miró el reloj-. Será mejor que te vayas. Tus fans están esperando.

Él se movió incómodo.

– No son fans.

– Te veneran. Eres alguien a quien han visto jugar por la tele y ahora estás en su patio, lanzándoles una pelota de béisbol. Si eso no es cosa de fans, ¿entonces qué?

– Solo voy a pasar un rato con los chicos. No hagas que parezca más de lo que es.

– Afectuoso y modesto… sal conmigo.

– No soy tu tipo.

– ¿Cómo lo sabes?

Porque desde el momento en que se habían conocido, no había habido química. Además, Dakota trabajaba para él.

– ¿Me equivoco?

Ella suspiró teatreramente.

– No, no lo eres. Por eso me interesa conocer a tus compañeros de equipo.

– Lo dudo. Encontrarás a tu hombre tú misma.

– ¿Podrías decirme cuándo? -le preguntó ella con una carcajada-. ¿Para poder poner una estrella junto a ese día en el calendario?

– Cuando menos te lo esperes.

Pia estaba sentada frente a Montana Hendrix en su pequeño despacho. Conocía a las trillizas de toda la vida, unas chicas cuya familia siempre había sido importante allí y cuyo linaje se remontaba a los fundadores del pueblo.

La gente que daba por hecho que las tres hermanas actuaban igual, porque se parecían, estaba claro que no las conocían. Nevada era la más tranquila, la que había estudiado ingeniería y trabajaba con su hermano. Dakota era más como una niña… quería que todo el mundo le hiciera caso. Montana era la más pequeña, tanto en orden de nacimiento como en personalidad. Era divertida e impulsiva, y ésa a la que Pia estaba más unida.

– ¿Entonces está todo vendido? -preguntó Montana, doblando una carta y metiéndola en un sobre.

– Sí. La subasta ha sido todo un éxito. A pesar del hecho de que no había pujas mínimas, sacamos casi el doble de lo que esperábamos.

– Todo el mundo quiso ayudar -dijo Montana.

– Igual que tú hoy -sonrió Pia-. ¿Te lo he agradecido ya?

– Vas a invitarme a almorzar.

– Ah, sí, lo había olvidado.

Hablaron sobre lo que estaba sucediendo en el pueblo y con sus amigas.

– Me han ofrecido un trabajo a jornada completa en la biblioteca.