Bebés. Crystal le había dejado sus bebés. De acuerdo, embriones, pero la implicación estaba clara. Crystal quería que sus hijos nacieran y eso significaba que iban a tener que implantárselos a alguien y que ese alguien tendría que acabar dando a luz. Aunque eso ya le parecía lo suficientemente aterrador, también estaba el horror de tener que criarlos después.
Los niños no eran como gatos. Eso lo sabía muy bien. Necesitaban más que pienso, un cuenco de agua y una caja limpia para hacer pis. Mucho más.
– Oh, Dios, no puedo hacerlo -susurró.
Raúl frunció el ceño.
– No lo entiendo. ¿Quieres que aplacemos la reunión para otro día?
¿Reunión? Oh, claro. Él estaba allí por algo. Su campamento… quería que ella…
Volvió a quedarse en blanco y al instante sintió pánico.
Se levantó y comenzó a respirar hondo y aceleradamente.
– No puedo hacerlo. Es imposible. ¿En qué estaba pensando? No tenía que haberlo hecho.
– ¿Pia?
Raúl se levantó y justo cuando ella se giró para decirle que lo mejor era aplazar la reunión, todo comenzó a darle vueltas y más vueltas y a oscurecerse.
Lo siguiente que supo fue que estaba en su silla, con la cabeza entre las rodillas y que algo estaba haciéndole presión en la nuca.
– Esto es muy incómodo.
– Sigue respirando.
– Es más fácil decirlo que hacerlo. Suéltame.
– Un par de veces más.
La presión de su nuca disminuyó. Lentamente, se puso recta y se extrañó ante lo que vio.
Raúl Moreno estaba de cuclillas a su lado, con su oscura mirada cargada de preocupación. Respiró hondo una vez más y se dio cuenta de que él olía realmente bien; a limpio, pero con un toque de algo más.
– ¿Estás bien? -le preguntó él.
– ¿Qué ha pasado?
– Has empezado a desmayarte.
Raúl la miró a los ojos y ella parpadeó y sacudió la cabeza.
– Yo no me desmayo. Nunca me desmayo. Yo… -recobró la memoria-. Oh, mierda -se cubrió la cara con las manos-. No estoy nada preparada para ser madre.
Raúl se movió con una velocidad que hacía honor a su condición física y que resultó casi cómica al mismo tiempo.
– ¿Problemas con algún hombre? -preguntó con cautela y poniendo una distancia de seguridad.
– ¿Qué? -ella bajó las manos-. No. No estoy embarazada. Para eso hace falta sexo… o no. La verdad es que no haría falta… No, esto no puede estar pasando.
– De acuerdo -él parecía nervioso-. ¿Debería llamar a un médico?
– No, pero puedes irte si quieres. Estoy bien.
– Pues no pareces estar bien.
Ahora fue ella la que enarcó las cejas.
– ¿Estás criticando algo sobre mi aspecto?
Él sonrió.
– Jamás me atrevería a hacerlo.
– Pues ha sonado casi como una crítica.
– Sabes lo que quería decir.
Y lo sabía.
– Estoy bien. Me he llevado un fuerte impacto. Una amiga mía ha muerto hace poco; estaba casada con un militar y antes de que lo destinaran a Irak decidieron guardar unos embriones para fecundarlos in vitro para que ella pudiera tener hijos si le sucedía algo.
– Es triste, pero tiene sentido.
Ella asintió.
– Lo mataron hace un par de años. Fue muy duro para ella, pero al cabo de un tiempo decidió tener a los bebés porque así, al menos una parte de él viviría.
Pia se levantó y caminó hasta el otro lado del despacho; era como si moverse la ayudara. Respiró hondo un par de veces para asegurarse de que seguía consciente. ¿Desmayarse? Imposible. Y a pesar de ello, el mundo había empezado a desdibujarse.
Se forzó a volver al tema que estaban tratando.
– Fue al médico para hacerse un examen rutinario y le descubrieron un linfoma; un linfoma de los malos.
– ¿Es que los hay buenos?
Ella se encogió de hombros.
– Hay un tipo que puede curarse, pero el suyo no era de ésos. Y ha muerto. Yo cuidaba de su gato y me imaginaba que acabaría quedándomelo. Nos llevamos bien… bueno, más o menos. Cuesta decirlo tratándose de un gato.
– Son muy reservados.
Hubo algo en el modo en que habló que hizo que Pia lo mirara y le preguntara:
– ¿Estás burlándote de mí?
– No.
Lo vio esbozar una media sonrisa.
– No me provoques o acabaré hablando de mis sentimientos.
– Lo que sea menos eso.
Pia volvió a su mesa y se sentó en su silla.
– No me ha dejado al gato. Me ha dejado a los embriones. No sé en qué estaba pensando. Bebés. ¡Podía habérselos dejado a cualquiera menos a mí! Y no es algo que pueda ignorar. La abogada me dio a entender que podía esperar un tiempo porque las tasas estaban pagadas durante tres años -lo miró-. Supongo que es por lo de la congelación. Tal vez debería ir a verlos.
– Son embriones, ¿qué hay que ver?
– No lo sé. Algo. ¿No pueden ponerlos en un microscopio? Tal vez si los viera, entendería algo -lo miraba como si él tuviera la respuesta-. ¿Por qué pensó que yo podía criar a sus hijos?
– Lo siento, Pia, pero no lo sé.
Parecía incómodo y tenía la mirada clavada en la puerta. De pronto, ella volvió a la realidad y se sintió avergonzada.
– Lo siento muchísimo -murmuró mientras se levantaba-. Dejaremos la reunión para otro momento, estaré mucho mejor la próxima vez. Deja que consulte mi agenda y te llamaré.
Él agarró el pomo de la puerta y se detuvo.
– ¿Estás segura de que estarás bien?
No, no estaba segura. No estaba segura de nada. Pero ése no era el problema de Raúl.
Forzó una sonrisa.
– Estoy genial. En serio, márchate. Voy a llamar a un par de amigas y me desahogaré con ellas.
– De acuerdo -él vaciló-. ¿Tienes mi número?
– Ajá -no estaba segura de si lo tenía o no, pero estaba decidida a dejarlo marchar mientras aún le quedara un átomo de dignidad-. La próxima vez que me veas, seré absolutamente profesional. Lo juro.
– Gracias. Cuídate.
– Adiós.
Y se marchó.
Cuando la puerta se cerró, ella se dejó caer en la silla y, después de apoyar los brazos en la mesa, posó la cabeza sobre ellos e hizo todo lo que pudo por seguir respirando.
Crystal le había dejado sus embriones y solo había dos preguntas que importaban: ¿Por qué y qué demonios se suponía que tenía que hacer ahora?
Raúl llegó a la Escuela Elemental Ronan poco después de las dos. Aparcó en el aparcamiento que había junto al patio y no le extrañó que el suyo fuera el único Ferrari por allí. Le gustaban esa clase de juguetitos.
Antes de poder bajar del coche, su móvil sonó. Miró el reloj, aún tenía unos minutos antes de acudir a su cita, y vio el número reflejado en la pantalla. Sonrió mientras contestaba.
– Hola, entrenador.
– Hola -dijo Hawk, su antiguo entrenador del instituto-. Hace tiempo que Nicole no sabe nada de ti y llamo para averiguar por qué.
Raúl se rio.
– La semana pasada hablé con tu preciosa mujer, así que sé que no me llamas por eso.
– Me has pillado. Estoy vigilándote, asegurándome de que estás siguiendo adelante con tu vida.
Así era Hawk, pensó Raúl con frustración y aprecio a partes iguales.
– Has pasado por cosas malas -siguió diciendo el hombre-, pero no te regocijes en ello.
– No lo hago. Simplemente estoy ocupado.
– Le das demasiadas vueltas a las cosas. Te conozco. Búscate un objetivo, implícate personalmente en tu nuevo pueblo. Te distraerá. No puedes cambiar lo que ha pasado.
El buen humor de Raúl se disipó. Hawk tenía razón. El pasado no podía cambiarse. Los que se habían ido no volverían y eso era algo que no podía solucionarse ni con todo el dinero del mundo.