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Pia enarcó las cejas.

– Eso es genial. Felicidades.

Montana no parecía muy emocionada.

– ¿Es genial, verdad? Llevo trabajando ahí dos años a jornada partida y ahora me van a dar un buen ascenso y tendré beneficios.

– ¿Pero?

Montana respiró hondo.

– No quiero -alzó una mano-. Lo sé, lo sé. ¿En qué estoy pensando? Es una gran oportunidad. Me ayudarían a pagar un máster en biblioteconomía. Me encanta vivir en Fool’s Gold y ahora tengo seguridad laboral.

– ¿Pero? -volvió a preguntar Pia.

– No es lo que quiero hacer -admitió Montana en voz baja-. No me encanta trabajar en la biblioteca. Quiero decir, me gusta, los libros son geniales, y me gusta ayudar a la gente y trabajar con niños, pero ¿a tiempo completo? ¿Todos los días durante ocho horas?

Apoyó los brazos sobre la mesa y se dejó caer en su asiento.

– ¿Por qué no puedo ser como los demás? ¿Por qué no puedo saber lo que quiero hacer con mi vida?

– Creí que te gustaba la biblioteca. El verano pasado te hizo mucha ilusión ayudar a montar la firma de libros de Liz.

– Eso fue divertido, pero… Tú sabías lo que querías hacer.

– No, no tenía ni idea. Empecé en este trabajo porque parecía que me ofrecía muchas opciones y empecé como asistente antes de descubrir que me gustaba. Tuve suerte. No estaba planeado.

– Yo necesito tener suerte -murmuró Montana y después sonrió-. Iba a decir que no en un sentido amoroso, aunque eso tampoco estaría mal -su sonrisa se disipó-. Me siento como una estúpida.

– ¿Por qué? No lo eres. Eres inteligente y divertida.

Montaba bajó la voz.

– Creo que puede que no sea muy fiable.

Pia hizo lo que pudo por no sonreír.

– Eres todo menos eso.

– No puedo elegir una carrera. Tengo veintisiete años y no sé lo que quiero hacer cuando sea mayor. ¿No debería haber crecido ya? ¿No es ahora mi futuro?

– Suenas como un póster. No se trata del futuro, sino de ser feliz. No tiene nada de malo intentar distintas carreras hasta que encuentres la que te guste. Te mantienes a ti misma. No es que estés viviendo con tu madre y viendo la tele todo el día. No pasa nada por explorar posibilidades.

– Tal vez -dijo Montana-. Nunca pensé que no sabría lo que quiero hacer.

– Mejor seguir intentándolo hasta descubrir lo que te hace feliz que elegir algo ahora y después odiar tu trabajo durante los próximos años.

Montana sonrió.

– Haces que suene muy fácil.

– Arreglar la vida de otro no es difícil. La única vida con la que tengo problemas es la mía.

Montana enarcó las cejas.

– ¿Este problema tiene que ver con cierto exjugador de fútbol americano alto y muy musculoso?

Pia se advirtió que no debía sonrojarse.

– No. ¿Por qué lo preguntas?

– Has almorzado con él.

– Fue un almuerzo de negocios.

– A mí no me pareció un almuerzo de negocios -dijo Montana.

«Así es la vida en un pequeño pueblo», pensó Pia.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Lo viste?

– Me lo han contado y hasta me han dicho que hubo un beso, pero no me han confirmado nada.

Pia suspiró.

– Te juro que por aquí necesitamos ampliar los canales de la televisión por cable. La gente está hambrienta de entretenimiento.

– Entonces, ¿no hay nada entre Raúl y tú? -preguntó Montana decepcionada.

Pia vaciló.

– ¡Sí que lo hay!

– No te emociones tanto. No es lo que crees. No es romántico -¿cómo podía serlo? Su futuro embarazo ahuyentaría a cualquier hombre en su sano juicio.

Pia respiró hondo.

– Crystal me ha dejado sus embriones.

Montana abrió los ojos de par en par.

– Creía que te habías quedado con su gato.

– Y así fue hasta que me enteré de lo de su testamento. Jo tiene el gato.

– ¿Y tú los bebés? Es increíble. ¡Oh, Dios mío! Vas a tener a sus bebés. Tienes que decidir qué hacer con ellos. ¿Te ha dejado instrucciones?

– No específicamente. Sé que lo de tenerlos está implícito, no es que quiera que los mantenga congelados para siempre. Dejó dinero para cubrir algunos de los gastos médicos y establecer un fondo para la universidad.

– ¿Vas a tenerlos?

Pia asintió lentamente, aún no lo había asumido del todo; aceptar algo así llevaba su tiempo.

Montana se levantó, rodeó la mesa, se agachó y abrazó a Pia.

– No puedo creerlo. Es increíble. Vas a tener los bebés de Crystal. ¿Estás aterrorizada?

– Mucho, además de confundida y preocupada. ¿Por qué me ha tenido que elegir a mí? Hay muchas otras mujeres con más potencial para ser madre.

Montana se puso derecha y volvió a su asiento.

– Eso no es verdad. Tú eres la persona que quería que tuviera sus hijos.

– Lo dices como si tuviera todo el sentido del mundo.

Montana parecía confundida.

– ¿Y por qué no iba a tenerlo?

– No sé nada de bebés y mucho menos de cómo criar a tres. No me habló de esto, no me advirtió. Se suponía que yo me quedaba con el gato. Le caigo fatal, así que es casi mejor que no lo tenga yo, pero aun así… -se mordió el labio-. ¿Por qué me eligió Crystal?

– Porque te quería y confiaba en ti. Porque sabía que tomarías las decisiones correctas.

– Eso no podía saberlo. Ni siquiera lo sé yo. ¿Y si sucede algo malo? ¿Y si los embriones me odian tanto como Jake?

– No están en posición de juzgarte.

– De acuerdo, no ahora, pero lo estarán. Una vez que hayan nacido.

– Los bebés se unirán a ti porque eres maravillosa. Pero incluso aunque no lo fueras, lo harían.

– Me sentiría mejor si les gustara por mí misma y no por algo biológico.

– Eso también pasará -le aseguró Montana-. Serás una mamá genial.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Pia, preocupada y desesperada-. Mis novios siempre me dejan, ni siquiera el gato quería vivir conmigo. ¿Qué tengo que ofrecerle a un bebé?

– Tu corazón -dijo sencillamente Montana-. Pia, harás todo lo que esté en tu poder por ocuparte de esos niños. Te sacrificarás y te preocuparás y estarás a su lado cuando te necesiten. Así eres.

– Me asusta mucho lo de ser madre soltera -admitió.

– Puede que estés soltera, pero no estarás sola -le recordó Montana-. Esto es Fool’s Gold. El pueblo se ocupará de ti. Tendrás toda la ayuda y consejo que necesites. Por cierto, si puedo hacer algo, por favor, dímelo.

– Lo haré.

Pia sabía que Montana tenía razón: si necesitaba ayuda, no tenía más que pedirla. Después estaba el extraño ofrecimiento de Raúl de ser su «compañero de embarazo». No estaba del todo segura de lo que Raúl pretendía, pero era agradable saber que estaba dispuesto a estar a su lado.

– Ojalá Crystal me hubiera contado esto antes de morir. Que me hubiera explicado lo que quería.

– ¿Le habrías dicho que no? -preguntó Montana.

Pia pensó en la pregunta.

– Probablemente habría intentado hacerle cambiar de opinión, pero al final, si esto es lo que quería, habría accedido. Pero por lo menos habría tenido la oportunidad de descubrir por qué.

– ¿De verdad no puedes imaginarlo? ¿Te confunde pensar por qué te dejó los embriones?

– Sí. ¿A ti no?

Montana le sonrió.

– No. Ni lo más mínimo. Supongo que tendrás que averiguarlo y cuando lo hagas, sabrás por qué te eligió a ti y te vio como la persona adecuada.

Capítulo 7

La doctora Cecilia Galloway era una mujer alta, de estructura ósea grande, que había ido a la Facultad de Medicina cuando se esperaba que las mujeres fueran o amas de casa o secretarias. Creía que una paciente informada era una paciente feliz, y que hasta que un hombre sufriera cambios de humor y calambres menstruales, no estaba en posición de decir si esas molestias estaban o no dentro de la cabeza del paciente.