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– No puedo olvidarlo -admitió.

– Tendrás que hacerlo. Tal vez no hoy, pero pronto. Puedes recuperarte, Raúl. Ábrete a la gente.

Parecía imposible, pero llevaba casi veinte años confiando en Hawk.

– Haré lo que pueda.

– Bien. Llama a Nicole.

– Lo haré.

Colgaron.

Raúl se quedó unos segundos sentados dentro del coche pensando en lo que Hawk le había dicho. Implicarse. Encontrar un objetivo. Lo que el otro hombre no sabía era lo mucho que él quería evitar todo eso. Implicarse era lo que había causado el problema en un principio. La vida era mucho más segura si la vivías desde la distancia.

Salió del coche y agarró la mochila que había llevado. Siempre que visitaba una escuela, llevaba unos cuantos balones oficiales de la Liga Nacional y tarjetas firmadas de los jugadores. Eso ponía muy contentos a los niños y por eso estaba allí. Para entretenerlos y motivarlos.

Se fijó en el edificio principal de la escuela. Era viejo, pero estaba bien conservado. Solía charlar con chavales de instituto, pero la directora y la maestra le habían insistido demasiado. Era nuevo en el pueblo y, ya que tenía pensado quedarse en Fool’s Gold de manera permanente, había decidido que cedería y cooperaría.

Entró en el edificio y lo primero en lo que se fijó fue en que, a diferencia de las escuelas de las grandes ciudades que solía visitar, en ésa no había ni detector de metales ni guardias. Las puertas dobles estaban abiertas, los pasillos eran amplios y bien iluminados, las paredes libres de grafitis. Al igual que el resto de Fool’s Gold, la escuela era demasiado perfecta para ser verdad.

Siguió las indicaciones que lo conducían hasta el despacho principal y se vio en una gran zona abierta con un largo mostrador donde estaban los típicos boletines de anuncios con folletos para fomentar la lectura y programas extra escolares. Una mujer de cabello oscuro estaba sentada en un escritorio tecleando algo en un viejo ordenador.

– Buenos días -dijo él.

La mujer, que parecía estar cerca de los cuarenta, alzó la mirada. Se quedó boquiabierta, se levantó y sacudió las manos.

– Oh, vaya, estás aquí. ¡Estás aquí! No puedo creerlo -corrió hacia él-. Hola, soy Rachel. Mi padre es un súper fan tuyo. Se va a morir cuando le diga que te he conocido.

– Espero que no -dijo Raúl con tono distendido mientras sacaba una tarjeta de la mochila y buscaba un bolígrafo.

– ¿Qué?

– Que espero que no se muera.

Rachel se rio.

– No lo hará, pero se pondrá celoso. Había oído que vendrías y aquí estás. ¡Esto es tan emocionante! Raúl Moreno en nuestra escuela.

– ¿Cómo se llama tu padre?

– Norm.

Firmó la tarjeta y se la dio.

– Puede que esto le ayude a llevar mejor la decepción.

Ella tomó la tarjeta con sumo respeto y se llevó una mano al pecho.

– Muchas gracias. Es maravilloso -miró el reloj y suspiró-. Supongo que ahora tengo que llevarte a la clase de la señorita Miller.

– Sí, creo que será mejor que vaya a hablar con los niños ya.

– Bien. Para eso estás aquí. Ha sido maravilloso conocerte.

– Lo mismo digo, Rachel.

Ella salió de detrás del mostrador y fueron al pasillo. Mientras caminaban, la mujer le hablaba sobre el colegio y el pueblo a la vez que lo miraba con una mezcla de aprecio y flirteo. Estaba acostumbrado a eso, iba con su profesión, y hacía tiempo que había aprendido a no tomarse tanta atención demasiado en serio.

La clase de la señorita Miller se encontraba al final del pasillo. Rachel le abrió la puerta.

– Buena suerte -le dijo.

– Gracias.

Entró solo en el aula.

Había alrededor de veinte niños, todos mirándolo con los ojos como platos, mientras su profesora, una atractiva mujer de unos cuarenta años, se sonrojaba.

– Oh, señor Moreno. No puedo darle las gracias lo suficiente por estar hoy con nosotros. Es muy emocionante.

Raúl sonrió.

– Siempre me alegra charlar con los niños -miró a toda la clase-. Buenos días.

Unos cuantos alumnos lo saludaron mientras que otros parecían demasiado impactados y emocionados como para hablar. Por lo menos los chicos. La mayoría de las niñas no parecían en absoluto impresionadas.

– Cuarto curso, ¿verdad?

Una niña con gafas sentada en la fila de delante respondió:

– Somos el grupo avanzado, estamos por encima de nuestro nivel en lectura.

– ¡Oh, vaya! -exclamó él, dando un paso atrás de manera exagerada-. Así que sois los más listos. ¿Vais a hacerme alguna pregunta de Matemáticas?

La boca de la niña se curvó en una sonrisa.

– ¿Te gustan las Matemáticas?

– Sí… claro -miró a toda la clase-. ¿A quién de aquí le gusta mucho el colegio de verdad?

Unos cuantos niños alzaron la mano.

– El colegio puede cambiaros la vida -dijo él apoyando una cadera en la mesa de la maestra-. Cuando crezcáis, vais a tener trabajo y así os ganaréis la vida. Hoy la mayoría de vuestras responsabilidades se centran en trabajar bien en el colegio. ¿Quién sabe por qué tenemos que aprender cosas como leer y Matemáticas?

Más manos se alzaron.

Su charla habitual giraba en tomo a sentirse motivado, a encontrar un mentor y a hacer de sus vidas una vida mejor, pero eso le parecía demasiado para niños de nueve años. Así que tendría que hablar de lo importante que era que les gustara el colegio y que lo hicieran lo mejor posible.

La señorita Miller se acercó.

– ¿Necesita algo? -le preguntó con un susurro-. ¿Le traigo algo?

– No, gracias, estoy bien.

Volvió a centrar su atención en los niños. La niña de la primera fila parecía más interesada en lo que sucedía al otro lado de la ventana. Resultaba extraño, pero le recordaba a Pia. Tal vez era por el pelo ondulado y castaño, o por su obvia falta de interés en él como persona. Pia tampoco se había inmutado; apenas se había fijado en él… aunque tampoco era de extrañar, dado el modo en que había comenzado la mañana para esa chica. Pero él sí que se había fijado en ella y le había parecido encantadora y divertida, incluso sin que lo hubiera intentado.

Centró su atención de nuevo en los alumnos, respiró hondo y frunció el ceño. Volvió a inspirar y olió algo extraño.

Si hubiera sido un instituto, habría dado por hecho que algún experimento había salido mal en el laboratorio de ciencias o que se les estaban quemando las galletas en clase de labores domésticas. Pero en las escuelas elementales no disponían de esa clase de instalaciones.

Se giró hacia la señorita Miller.

– ¿Huele eso?

Ella asintió con una mirada azul cargada de preocupación.

– Tal vez ha sucedido algo en la cafetería.

– ¿Hay un incendio? -preguntó uno de los niños.

– Quedaos sentados todos -dijo con firmeza la señorita Miller mientras iba hacia la puerta.

La abrió lentamente y, al hacerlo, el olor a humo se hizo más intenso. Unos segundos después, saltaron las alarmas de incendios.

La mujer se giró hacia él.

– Es solo el segundo día de colegio. Aún no hemos practicado el simulacro. Creo que hay un incendio de verdad.

Los niños ya estaban de pie y parecían asustados, al borde del pánico.

– ¿Sabéis hacia dónde tenemos que ir? ¿Conocéis la salida? -les preguntó él.

– Claro.

– Bien -se giró hacia los estudiantes-. ¿Quién está al mando aquí? -preguntó lo suficientemente alto como para que lo oyeran por encima de la sirena.

– ¡La señorita Miller! -gritó alguien.

– Exactamente. Poneos en fila y seguid a la señorita Miller por el pasillo. Habrá muchos niños ahí fuera. Mantened la calma. Yo iré el último y me aseguraré de que todos salís del edificio.

La señorita Miller les indicó a sus alumnos que fueran hacia la puerta.

– Seguidme -les dijo-. Iremos deprisa. Todos de la mano. No os soltéis. Todo va bien. Manteneos juntos.