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Le acarició las mejillas.

– Así que la gente se te está acercando a decirte cosas.

Ella asintió.

– ¿Quieres cambiar de opinión?

– No.

– Bien, porque yo tampoco -bajó la cabeza y la besó suavemente-. Lo que te dije iba en serio, Pia. Estoy absolutamente volcado en esto.

Pia no se había dado cuenta del nudo que se le había formado en la garganta hasta que él volvió a pronunciar esas palabras. Al momento, se le deshizo y de pronto le fue más fácil respirar.

– Gracias -le susurró-. Yo también.

– Bien.

Volvió a besarla y dejó que su calor manara desde dentro.

– ¿Quieres venir a cenar? Cocino yo.

– ¿Sabes cocinar? -le preguntó Pia.

Él se encogió de hombros.

– Haré una barbacoa.

Ella se rio.

– Hace frío fuera.

– Sobreviré el tiempo que me lleve asar un par de bistecs -y añadió diciéndole al oído-: Existe una cosa llamada chaqueta. Tengo una.

– Eres un listillo…

– Bueno, ¿eso ha sido un «sí»?

– Allí estaré.

– Genial. Ahora mismo voy al colegio, pero cuando baje, compraré bistecs y ensaladas. ¿A las seis te parece bien?

– Claro.

La besó una vez más antes de que se marchara y se fuera a su oficina. Mientras caminaba sintió un leve cosquilleo en los labios… como si aún perdurara el efecto de su boca.

Le gustaba ese hombre. Y teniendo en cuenta que iban a casarse, era genial. Pero Liz tenía razón, tenía que tener cuidado. Si dejaba que le gustara demasiado acabaría siendo vulnerable. Ya le habían hecho demasiado daño en la vida. No necesitaba buscar problemas. La mayor parte del tiempo parecía que ellos la encontraban a ella sin ninguna ayuda.

Raúl llegó al campamento justo cuando los niños estaban tomándose su descanso de la tarde. Hacía fresco, pero el cielo estaba claro. Se encontró en mitad de un grupo de niños que corrían para aprovechar al máximo sus veinte minutos de juegos.

– Ey, Raúl -le gritó Peter mientras pasaba por delante-. Ven a jugar.

Había visto al chico varias veces desde que habían almorzado juntos. Peter era inteligente, simpático y le gustaban los deportes. No había señal de abuso de ningún tipo. Tal vez, él se lo había imaginado al verlo encogerse de miedo durante el incendio.

Siguió a los niños hasta el patio y el nivel de ruido aumentó cuando comenzaron a jugar. Había gritos además de carcajadas.

Al mirar a su alrededor, quedó complacido al ver en lo que se había convertido su campamento. Era genial, pensó cuando unas niñas lo convencieron para que sujetara un extremo de una comba.

– Más deprisa -dijo una niña con el pelo rizado-. Yo salto muy bien.

La profesora, al otro lado de la cuerda, y él hicieron lo que les dijo y la giraron más deprisa mientras la niña se reía entre carcajadas.

Por el rabillo del ojo vio a varios chicos en los columpios y a Peter trepando hasta lo alto. Sospechó lo que iba a pasar, a pesar de saber que estaba demasiado lejos como para evitarlo.

A Peter se le resbaló la mano y mientras Raúl echaba a correr hacia él, el chico cayó al suelo aterrizando sobre su brazo. Inmediatamente, Raúl supo que sería grave.

– Quédate quieto -le ordenó cuando llegó a su lado.

Peter parecía más aturdido que lesionado. Comenzó a levantarse y Raúl vio la extraña forma que había adoptado su brazo.

– Me duele -dijo el chico, pálido y con el rostro desencajado antes de empezar a llorar.

– Lo sé. Es el brazo. ¿Te duele algo más?

Peter negó con la cabeza y las lágrimas cayeron sobre sus mejillas mientras Raúl lo tomaba en brazos.

Un puñado de alumnos se habían arremolinado a su alrededor y los profesores llegaban corriendo.

– Se ha roto el brazo -dijo Raúl-. No sé si se ha hecho daño en alguna otra parte. Me lo llevo al hospital. Será más rápido que esperar una ambulancia. Llamad al hospital para que sepan que vamos y a la policía por si pueden reunirse conmigo en la parte baja de la montaña y escoltarme hasta el hospital y localizar a sus padres adoptivos.

Peter apenas pesaba nada, pensó Raúl mientras corría al aparcamiento. Una de las profesoras iba con ellos y le sacó las llaves de la chaqueta. Les abrió la puerta, y él se agachó para tender al niño sobre el asiento.

La señorita Miller apareció a su izquierda.

– Yo también voy. Llevaré mi propio coche y os seguiré -se agachó y acarició el rostro de Peter-. Te pondrás bien. Cuidaremos de ti.

El chico seguía llorando.

Raúl le abrochó el cinturón y la señorita Miller se apartó y cerró la puerta.

– ¿Sabes dónde está el hospital? -preguntó ella mientras Raúl corría hacia el lado del conductor.

– Sí.

– Allí nos vemos.

Casi dos horas después, Raúl estaba en la sala de espera de Urgencias, donde habían atendido a Peter casi de inmediato. La radiografía mostraba una clara rotura que se curaría rápidamente. Estaban poniéndole una escayola mientras la señorita Miller esperaba para hablar con la trabajadora social con la que habían contactado. Por el momento, no habían aparecido los padres adoptivos.

– ¿Señor Moreno?

Él alzó la mirada hacia una enfermera alta y rubia con una carpeta.

– Sí.

– Hola, soy Heidi. Peter se pondrá bien, pero me preguntaba si podría hablar con usted un minuto.

– Claro.

La siguió hasta una sala de examen vacía.

– ¿De qué conoce a Peter?

– Del colegio. Va a la escuela que se ha quemado y por eso ahora todos los niños están en mi campamento. He jugado al balón con él y con sus amigos algunas veces. ¿Por qué?

Ella apretó los labios.

– Está muy delgado para su edad y nos preocupa cómo se está alimentando. Sus huesos no son tan fuertes como deberían. Por lo que nos ha dicho la señorita Miller del patio, no debería haberse roto ningún hueso con esa caída. ¿Sabe si come lo suficiente?

Él sacudió la cabeza, ignorando la rabia que bullía en su interior. No tenía paciencia para la gente que no se ocupaba de los niños que se les confiaban. Él había pasado por todo eso mientras creció.

– ¿Hará alguna prueba? -preguntó él.

– Tenemos que hablar con sus padres.

– Padres adoptivos. Perdió a sus padres hace un tiempo.

– No me gusta cómo suena eso. Ahora sé por qué la señorita Miller quería que llamáramos a los servicios sociales. Hablaré con la encargada del caso cuando llegue y le preguntaré qué hacer.

Raúl la miró.

– ¿Hay señales de maltrato físico?

– No hemos visto nada. ¿Sospecha que puede estar pasando algo?

– Estuve en la escuela cuando estalló el fuego y Peter fue uno de los últimos niños en salir. Cuando iba a ayudarlo, se apartó. Tal vez no signifique nada, pero…

– Tal vez -Heidi no parecía muy convencida-. También mencionaré eso. No tiene nada de malo ser cauto -tomó anotaciones-. Gracias por la información.

Heidi y él salieron de la sala y Raúl vio a la señorita Miller corriendo hacia él.

– ¿Puedes venir a la habitación de Peter? No está bien.

– ¿Qué pasa? Estaba bien hace unos minutos.

– Tiene la escayola puesta y están dándole algo para el dolor -dijo la mujer-. No es el brazo -bajo la voz-. Al parecer, la última vez que estuvo en un hospital fue después de aquel terrible accidente que se llevó a sus padres. No deja de hablar de ellos y de preguntar por ti -miró a Raúl-. Creo que verle lo haría sentir mejor.

– Claro.

– Adelante -le dijo Heidi-. Yo voy a ver a qué hora viene la trabajadora social.

Ya que a Peter le darían el alta en una hora, aproximadamente, no le habían asignado habitación. Raúl siguió a la señorita Miller por el laberinto de pasillos que conformaban la zona de Urgencias. Petar estaba incorporado en la cama, muy pequeño y pálido. La escayola le llegaba hasta el codo y era del azul de los Cowboys de Dallas. Pero el chico no pasea contento con ella mientras lloraba cubriéndose los ojos.