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– Ey, colega -dijo Raúl al entrar en la habitación-. ¿Qué pasa?

– Quiero irme a casa… -lloraba.

– Estamos buscando a tus padres adoptivos.

– No, no los quiero a ellos. Quiero estar con mis papás.

Raúl maldijo en silencio. Ése era un problema que no podía solucionar. Miró a la señorita Miller, que estaba conteniendo las lágrimas, y después volvió a mirar al chico.

Raúl fue hacia la cama, tomó al niño en brazos y se sentó con él en una silla.

El chico lo abrazaba y lloraba sobre su hombro.

Estaba delgadísimo. Se le marcaban los huesos y pesaba demasiado poco para su edad. Raúl no le dijo nada al chico, solo le acarició la espalda, y al cabo de unos minutos, el llanto se suavizó y el niño pareció quedarse dormido.

– Me siento fatal por él -susurró la señorita Miller-. He llamado a todos los números que habían dejado los señores Folio y no ha habido respuesta. La empleada del señor Folio me ha dicho que el hombre ha salido del pueblo unos días. Pero si eso es verdad, ¿quién está cuidando de Peter?

Raúl no tenía respuestas. Sabía que la situación no era tan poco habitual, que ser pequeño y estar solo en el mundo nunca era nada bueno, que había padres adoptivos excelentes, pero que muchos de ellos solo iban tras el dinero.

Una mujer más mayor entró. Parecía cansada, agotada; llevaba el pelo recogido hacia atrás y unas gafas que le colgaban de una cadena.

– Soy Cathy Dawson -dijo y bajó la voz al ver a Peter-. ¿Está bien?

– Ha sido una rotura limpia y, según los médicos, se recuperará pronto -respondió la señorita Miller-. Pero no podemos localizar a sus padres adoptivos.

La trabajadora social frunció el ceño, se puso las gafas y leyó los papeles que tenía en la mano.

– Veo que también hay cierta preocupación por su estado físico. Puede que no esté comiendo bien -suspiró-. De acuerdo. Denme unos minutos.

Justo en ese momento, Peter se movió y se incorporó.

– Hola, señora Dawson -dijo y bostezó.

– Hola. Parece que te has caído.

Peter asintió.

– Me he roto un brazo -alzó la escayola y miró a Raúl-. Es del azul de los Cowboys de Dallas.

– Ya me he fijado -dijo Raúl-. ¿Vas a dejarme firmar tu escayola?

– Ajá -respondió el niño sonriendo tímidamente.

– Bien.

La señora Dawson se sentó en la otra silla.

– Peter, ¿dónde has estado los últimos días?

– Con la señora de al lado -le dio el nombre.

– ¿Cuánto hace que se fueron tus padres adoptivos?

Peter se encogió de hombros.

– Un tiempo.

– ¿Desde el fin de semana?

Peter arrugó la nariz.

– Desde antes, creo.

– Entiendo. ¿Sabes cuándo volverán?

Él sacudió la cabeza y se sujetó el brazo contra el pecho.

– ¿Se van a enfadar conmigo porque me he hecho daño?

– Claro que no -dijo ella con firmeza-. Se alegrarán de que estés bien. Todos nos alegramos -se detuvo-. ¿Sabes lo que pienso?

– ¿Qué?

– Creo que puede que necesites un poco de helado. Sé que tienen en la cafetería y si no te importa, voy a ir a por un poco.

El alivio se reflejó en el rostro de Peter, que sonrió.

– No me importa.

– Eres muy amable, pero bueno, es un hospital muy grande. ¿Te importaría que me acompañara el señor Moreno?

– Vale.

Raúl no sabía qué pretendía la trabajadora social, pero se levantó y volvió a dejar a Peter en la cama.

– Puede que tenga algunas pegatinas en mi despacho. Mañana lo comprobaré y si tengo, te las pegaremos en la escayola.

El niño sonrió.

La señorita Miller se movió hacia él.

– Te esperaré aquí -dijo ella.

Raúl siguió a la señora Dawson hasta el pasillo.

– La cafetería está por allí -dijo señalando.

– Entonces no necesita que la ayude a encontrarla.

– Quería tener la oportunidad de hablar con usted. Supongo que conocerá a alguien en el pueblo, ¿verdad?

– Sí -respondió él con cautela.

– Bien. Eso ayudará con el papeleo. Conozco a un juez muy agradable. Si me da dos o tres nombres que utilizar como referencia, podemos solucionar esto en una hora.

– ¿Solucionar qué?

– Que Peter se quede con usted hasta que regresen sus padres adoptivos y veamos si es seguro que vuelva con ellos.

Pia llegó a casa de Raúl a las siete con dos bolsas de la compra. Él tenía la puerta abierta antes de que ella llegara al pequeño porche.

– ¿Qué es todo eso?

– Cena para muchos días. Hay más en el coche.

– ¿Más qué?

Pobre hombre, pensó al entregarle las bolsas.

– Comida. Se dice que vas a quedarte con Peter. La gente no sabía cuándo volverías a casa, así que me lo han llevado todo a mí.

Él seguía de pie confundido cuando ella volvió al coche a por una segunda ronda de bolsas. Recogió las tres últimas, cerró la puerta con la cadera y volvió a la casa.

– No lo entiendo -dijo Raúl siguiéndola hasta la cocina.

– ¡Pia!

Ella se giró y vio a Peter corriendo hacia ella. Tenía una escayola en su delgadito brazo y llevaba puesto un pijama de coches de carreras.

– Hola -dijo ella dejando las bolsas-. ¿Qué te ha pasado?

– Me he caído. Mira.

– Es impresionante. ¿Te duele?

– No. Me han dado gotas.

Algún analgésico, supuso ella.

– Guai. ¿Has cenado?

Peter sacudió la cabeza.

– Solo helado.

Pia enarcó las cejas.

– A mí no me mires -le dijo Raúl-. Ha sido idea de la señora Dawson.

– Ya, seguro -se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla-. Bueno, ¿qué nos apetece? Hay mucho donde elegir.

Ella se movió hacia la encimera y comenzó a sacar cacerolas de las bolsas.

– Lasaña, pastel de tamales de siete pisos -fue leyendo cada etiqueta según dejaba los recipientes-. Pollo con fideos, pastel de verduras -arrugó la nariz hacia Peter-. Seguro que esto no, ¿verdad?

Él se rio.

– Me gusta la lasaña.

– A mí también -miró a Raúl-. ¿Puedes poner a calentar el horno? No está congelada, así que no tardará mucho en estar lista.

Él seguía de pie, mirándola.

– No lo entiendo.

– Cuando la gente se ha enterado de que Peter se quedaría contigo unos días, han traído comida para ayudarte y que no tengas que cocinar por las noches.

– ¿Cómo se han enterado?

– Alguien se lo ha contado. ¿Es que no sabes cómo es la vida en los pueblos?

Pia se giró hacia el horno y caminó hasta la nevera.

– Dime que el congelador está vacío porque tienes comida para varios días.

Él asintió, aún impactado.

– ¿Por qué no ayudas a Peter a que se lave las manos? Ya sabes que la escayola no puede mojarse.

– Sí.

– Bien. Yo lo prepararé todo por aquí. Dejaré dos cenas en la nevera para las dos próximas noches. Oh, también hay pegatinas en esa bolsa blanca para tu escayola.

– ¡Qué guai! -Peter metió la mano y sacó hojas de pegatinas-. ¿Podemos ponerlas ahora?

Raúl la miró y ella se rio.

– Adelante. La cena estará lista en unos treinta minutos.

Los dos salieron de la cocina y unos minutos después. Raúl volvió.

– Lo siento.

– ¿Por qué?

– Se suponía que cenaríamos juntos.

– Y eso haremos.

– Pero no así. No sé exactamente cómo ha pasado. La trabajadora social estaba hablándome y al instante ya tenía al niño conmigo.

Ella le dio una palmadita en el torso.

– Sé cómo te sientes.

– ¿No estás enfadada?