La señorita Miller salió por la puerta. Los niños comenzaron a seguirla y Raúl esperó para asegurarse de que ninguno se quedaba atrás. Un niño pareció dudar un poco antes de marcharse.
– No pasa nada -le dijo Raúl con un tono deliberadamente calmado. Fue a agarrar al niño de la mano, pero el pequeño se estremeció y se encogió, como si fuera a esperar que lo golpeara. El chico, pelirrojo y pecoso, se alejó antes de que Raúl pudiera decir nada.
Raúl salió al pasillo. El olor a humo era más intenso. Había varios niños llorando y unos cuantos en mitad del pasillo tapándose los oídos. Las sirenas sonaban sin cesar mientras los profesores les gritaban a sus alumnos que los siguieran hasta la calle.
– Vamos -dijo él tomando en brazos a la pequeña que tenía al lado-. Vamos.
– Estoy asustada -dijo la niña.
– Soy lo suficientemente grande como para protegerte.
Otro niño se agarró a su brazo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
– Suena demasiado fuerte.
– Pues vamos fuera, donde hay menos ruido.
Caminaba deprisa, instando a los niños a avanzar con él. Los profesores corrían de un lado a otro, contando niños, comprobando que no se dejaban a ninguno atrás.
Cuando Raúl y su grupo de niños llegaron a las puertas principales que conducían a la calle, los niños salieron corriendo. Dejó en el suelo a la niña, que corrió hacia su profesora. Podía ver el humo alzándose en el aire, una nube grisácea que cubría el brillante azul.
Los estudiantes se agolpaban a su alrededor. Se gritaron sus nombres. Los profesores colocaron a los grupos por cursos y después por clases. Raúl se giró y volvió a entrar en el edificio.
Ahora podía hacer algo más que oler humo. Podía verlo. El aire era espeso y cada vez más oscuro, haciendo que resultara difícil respirar. Fue aula por aula, abriendo puertas, comprobando debajo de las grandes mesas de los profesores, observándolo todo para asegurarse de que nadie se había quedado atrás.
Encontró a una diminuta niña en una esquina de la tercera clase en la que entró; tenía la cara llena de lágrimas. Estaba tosiendo y sollozando. La levantó, se giró y casi se chocó con una bombera.
– Yo la llevo -dijo la mujer mirándolo desde detrás de una máscara y agarrando a la niña-. Salga de aquí ahora mismo. El edificio tiene setenta años. A saber qué cóctel químico hay en el aire.
– Podría haber más niños.
– Lo sé, y cuanto más tiempo estemos aquí hablando, en más peligro estarán. Ahora, muévase.
Siguió a la bombera hasta salir del edificio. No fue hasta que estuvo fuera cuando se dio cuenta de que estaba tosiendo y ahogándose. Se agachó intentando tomar aire.
Cuando pudo volver a respirar, se puso derecho. La escena era un caos controlado. Había tres camiones de bomberos delante de la escuela. Los alumnos se apiñaban en el césped, bien retirados del edificio. El humo salía en todas las direcciones.
Unas cuantas personas gritaron y señalaron algo. Raúl se giró y vio llamaradas saliendo del tejado en un extremo del colegio.
Se giró para volver a entrar, pero una bombera lo agarró del brazo.
– Ni se le ocurra -le dijo-. Déjeselo a los profesionales.
Ella sacudió la cabeza.
– ¿Ha entrado antes, verdad? Civiles. ¿Cree que llevamos máscaras porque son bonitas? ¡Médicos! -gritó la última palabra y lo señaló.
– Estoy bien -logró decir mientras sentía presión en el pecho.
– Deje que adivine. Es médico también. Coopere con esta agradable señorita o le diré que necesita que le pongan un enema.
Capítulo 2
No había nada como un desastre en la comunidad para sacar a una persona de un momento de autocompasión, pensó Pia mientras estaba en un extremo del parque de la Escuela Elemental Ronan y miraba hacia lo que había sido una hermosa vieja escuela. Ahora las llamas consumían el tejado y hacían que explotaran las ventanas. El olor a destrucción estaba por todas partes.
Había oído los camiones de bomberos desde su despacho y había visto el humo oscureciendo el cielo. Solo había tardado un segundo en darse cuenta de dónde estaba el fuego y que tenía mala pinta. Ahora, mientras estaba en el patio de juegos, sintió cómo se quedaba sin respiración cuando uno de los muros tembló antes de caer.
Siempre había oído a la gente hablar sobre el fuego como si estuviera vivo. Una criatura viviente con determinación y una naturaleza maligna. Hasta ese momento, nunca lo había creído, pero al ver el modo en que el fuego sistemáticamente destruía la escuela, pensó que podría haber algo de verdad en esa teoría.
– Esto está muy mal -susurró.
– Peor que mal.
Pia vio a la alcaldesa Marsha Tilson a su lado. La mujer, que ya pasaba de los sesenta, tenía una mano posada en el pecho y los ojos abiertos como platos.
– He hablado con la jefa de bomberos. Me ha asegurado que han revisado todas las clases y salas del edificio. No queda nadie dentro, pero el edificio… -se le entrecortó la voz-. Este fue mi colegio.
Pia rodeó a la mujer con un brazo.
– Lo sé. Es horrible ver esto.
Marsha controló sus emociones visiblemente.
– Vamos a tener que encontrar un lugar al que llevar a los niños. No pueden perder días de clase por esto, pero los demás colegios están llenos. Podríamos traer clases portátiles, debe de haber alguien a quien pueda llamar -miró a su alrededor-. ¿Dónde está Charity? Ella puede saber algo.
Pia se giró y vio a su amiga junto a una multitud de histéricos padres.
– ¡Allí!
Marsha la vio y frunció el ceño.
– No inhalará humo, ¿verdad?
Pia comprendió su preocupación. Charity estaba embarazada de varios meses y era la nieta de la alcaldesa.
– Está al aire libre, no le pasará nada.
Marsha contempló tanta destrucción.
– ¿Qué puede haber provocado esto?
– Lo descubriremos. Lo importante es que todos los niños y empleados están a salvo. El colegio podemos arreglarlo.
Marsha le apretó la mano.
– Eres muy racional. Ahora mismo es lo que necesito. Gracias, Pia.
– Lo superaremos juntos.
– Lo sé. Eso me hace sentir mejor. Voy a hablar con Charity.
Cuando la alcaldesa se marchó, Pia se quedó en el césped. Cada pocos segundos, una oleada de calor llegaba hasta ella junto con el olor a humo y a destrucción.
Justo esa mañana había pasado por delante del colegio y todo estaba bien. ¿Cómo podían haber cambiado las cosas tan rápido?
Antes de poder pensar en una respuesta, vio a unos padres llegando allí. Las madres y algunos padres corrieron hacia los niños, que seguían apiñados y protegidos por sus profesores. Hubo gritos de alivio y de terror. Abrazaron a sus hijos, buscaron posibles daños y les dieron las gracias a los profesores. El director del colegio estaba junto a los niños con un montón de papeles que, probablemente, serían las listas oficiales de alumnos, pensó Pia. Dadas las circunstancias, los padres tendrían que firmar antes de llevarse a sus hijos para así llevar la cuenta de todo.
Llegaron dos camiones de bomberos más y las alarmas contra incendios del colegio fueron silenciadas finalmente, pero el ruido seguía siendo ensordecedor. La gente gritaba, y los motores de los camiones rugían. Una voz por un megáfono advirtió a todo el mundo de que se mantuviera atrás, y después señaló la ubicación de los vehículos de emergencias médicas.
Pia miró en esa dirección y quedó sorprendida al ver a un hombre alto y familiar hablando con una de las mujeres de los servicios de emergencias. El pelo de Raúl estaba alborotado y su rostro manchado de hollín. Se detuvo para toser y, a pesar de todo, ese hombre seguía teniendo muy buen aspecto.
– Muy típico -murmuró mientras cruzaba el patio de juegos en dirección hacia él.
– Deja que adivine -dijo ella mientras se acercaba-. Has hecho algo muy heroico.