– No pasa nada, pequeño -le dijo Maggie al perro con voz pausada y suave-. Vamos a ayudarte. Tranquilízate.
Se acercó un poco más, extendiendo una parte de la manga y dejando que colgara sobre su mano. El perro le lanzó un mordisco, y Maggie se echó hacia atrás bruscamente, casi perdiendo el equilibrio.
– ¡Jesús! -masculló. ¿Se había vuelto loca por completo? Intentó no pensar en su aversión a las agujas, y sin embargo se descubrió preguntándose si el tratamiento contra la rabia requeriría aún seis pinchazos.
Procuró calmarse. Tenía que mantener la concentración. Lo intentó de nuevo, más despacio esta vez. El perro husmeó la manga que colgaba, floja, y reconoció al instante el olor de su dueña. Su gruñido se tornó en gemido y, después, en llanto.
– No pasa nada -le dijo Maggie susurrando, sin saber si intentaba convencer al perro o a sí misma. Se acercó un poco más, con la raqueta en la otra mano. El lazo de la corbata colgaba hacia abajo. Movió lentamente la raqueta mientras el perro la observaba, gimoteando. Dejó que el animal olfateara la corbata y le deslizó el lazo alrededor del hocico sin que el perro se resistiera. Suavemente apretó el nudo.
– ¿Cómo vamos a sacarlo de ahí? -el agente Hillguard estaba ahora de rodillas al otro lado de Maggie.
– Desdoble una de esas mantas y acérquesela.
Pero en cuanto el agente Hillguard acercó las manos, el perro comenzó a gruñir y a revolverse, intentando librarse del improvisado bozal. Se abalanzó hacia el agente, y Maggie aprovechó la ocasión para agarrarlo por el cuello desde atrás. Tiró de él hacia la manta sin dejar de sujetar la raqueta y manteniendo prieto el bozal. El perro lanzó un agudo gemido, y al instante Maggie temió haberle abierto la herida.
– Joder -rezongó el detective Manx, pero no desenfundó el revólver.
– Ya lo tenemos -el forense se levantó y le indicó al agente Hillguard que se acercara. Entre los dos tiraron de los picos de la manta y sacaron al perro de debajo de cama-. Podemos usar mi furgoneta para llevarlo a la clínica Riley.
Maggie se sentó en cuclillas, notando de pronto que estaba empapada en sudor.
– Mierda -Manx parecía de nuevo enfurecido-. Eso significa que seguramente la sangre de la puerta y de la bañera es del puto perro y que no tenemos nada.
– Yo no contaría con eso -dijo Maggie-. Aquí ha pasado algo violento, y puede que la dueña del perro se haya llevado la peor parte -observó cómo el forense y el agente cubrían al perro tembloroso y aseguraban su improvisada camilla. Se alegró de que estuvieran ocupados. Así no notarían que apenas se tenía en pie-. Supongo que este pequeño -señaló al labrador- intentó impedir lo que estaba ocurriendo, sea lo que sea. Es posible que el agresor se haya llevado un par de buenos mordiscos y que parte de la sangre sea suya. Sobre todo esta, la de la cama. Los técnicos del laboratorio seguramente podrán obtener una muestra, aunque la haya limpiado.
– ¿Le importaría dejar que prosiga con mi investigación? -Manx le lanzó una mirada desdeñosa.
Maggie se apartó el pelo húmedo de la frente. Cielos, ¿no podía darle aquel hombre un respiro? Entonces se dio cuenta de que tenía sangre en las manos y se había manchado la frente y el pelo. Cuando volvió a fijar los ojos en el forense, éste estaba mirando a Manx con irritación mientras sacudía la cabeza, como si él también estuviera harto de las salidas de tono del detective.
– Sí, por supuesto, la investigación es toda suya -dijo Maggie finalmente, y agarró un pico de la manta para ayudar a transportar al perro malherido-. Estoy segura de que el barrio entero dormirá tranquilo esta noche sabiendo que el caso está en sus manos.
Manx pareció sorprendido ante su sarcasmo y se puso colorado al notar que ninguno de los dos hombres salía en su defensa. Maggie sorprendió al médico sonriendo. No se giró para comprobar si Manx también lo había notado.
– Mantenga su placa del FBI y su bonito trasero alejado de mi investigación -gritó Manx a su espalda, decidido a decir la última palabra-. ¿Está claro, O'Dell?
Ella no se molestó en mirarlo ni en responder. Aquel tipo era un hijo de puta desagradecido. Ni siquiera habría encontrado al perro de no ser por ella. Maggie se preguntaba si se molestaría en recoger muestras de sangre, sencillamente porque ella se lo había sugerido.
Mantuvo tenso su pico de la manta y siguió al forense y al agente Hillguard. Al llegar al descansillo, se volvió para mirar a Manx, que estaba en la puerta del dormitorio.
– Ah, detective Manx -dijo alzando la voz-. Una cosa más. Puede que quiera hacer examinar el barro de los escalones. A no ser, claro, que lo haya traído usted, contaminando así la escena del crimen.
Manx alzó instintivamente el pie derecho para mirarse la suela, antes de darse cuenta de lo que hacía. El forense se echó a reír a carcajadas. El agente Hillguard se lo pensó mejor, conformándose con una leve sonrisa. Manx se puso colorado otra vez. Maggie se dio la vuelta tranquilamente y concentró toda su atención en tranquilizar a su paciente mientras lo bajaban por las escaleras.
Capítulo 6
Tess McGowan guardó una copia del contrato, procurando ignorar el barniz deslustrado y el asa resquebrajada de su maletín de cuero. Un par de ventas más y tal vez podría comprarse un maletín nuevo para sustituir a aquél, adquirido en una tienda de saldos.
Garabateó una nota en el calendario de su mesa: Joyce y Bill Saunders: una docena de galletas de chocolate de tallo largo. Los niños de los Saunders se pondrían como locos, y Joyce era una adicta al chocolate. Luego anotó: Maggie O'Delclass="underline" un ramo de flores. Enseguida tachó la anotación. No, era demasiado simple, y a Tess le gustaba personalizar los obsequios que enviaba a sus clientes. Las recomendaciones que conseguía gracias a aquellos obsequios, los cuales se habían convertido en su marca personal, compensaban de sobra el gasto. Pero ¿qué podía enviarle a O'Dell? Un ramo de flores no le parecía apropiado, a pesar de que imaginaba que hasta a las agentes del FBI les gustaban las flores, y O'Dell parecía entusiasmada con su enorme jardín. No, para la agente O'Dell parecía más adecuado un dóberman asesino. Tess sonrió y anotó un tiesto de azaleas.
Satisfecha, apagó el ordenador y se quitó la chaqueta. En los demás despachos reinaba el silencio desde hacía horas. Ella era la única lo bastante chiflada como para trabajar hasta tan tarde. Pero no le importaba. Daniel estaría en la oficina hasta las ocho o las nueve y aún tardaría en acordarse de ella varias horas más. Pero Tess no quería detenerse a pensar en su falta de delicadeza. A fin de cuentas, ella saldría huyendo si empezaba a llamarla constantemente, amenazando su independencia o presionándola para que se comprometieran. No, las cosas estaban bien tal y como estaban: sin complicaciones y con una inversión afectiva casi insignificante. Era la relación perfecta para una mujer incapaz de soportar el compromiso.
Pasó junto al cuarto de las fotocopiadoras, pero se detuvo al oír el arrastrar de unos pies. Miró la puerta del fondo del pasillo para asegurarse de que nada obstruía su camino en caso de que tuviera que huir. Se apoyó contra la pared y miró cautelosamente al otro lado de la esquina, al interior de la habitación en la que zumbaba la fotocopiadora encendida.
– Chica, pensaba que te habías ido a casa hacía horas -la voz de Delores Heston sobresaltó a Tess. La mujer se irguió tras la fotocopiadora y metió una bandeja de papel por la bocaza de la máquina. Al fin miró a Tess y de pronto pareció preocupada-. ¡Cielo santo! Lo siento, Tess. No quería asustarte. ¿Estás bien?