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Tess sentía el pálpito de su corazón en los oídos. De pronto se avergonzó de asustarse tan fácilmente. Aquella paranoia era un vestigio de su vida anterior. Sonrió a Delores y, apoyándose en el quicio de la puerta, aguardó a que su pulso recuperara su ritmo normal.

– Estoy bien. Pensaba que se había ido todo el mundo. ¿Qué haces aquí todavía? ¿No ibas a cenar con los Greeley?

Delores apretó unos botones y la máquina pareció cobrar vida con un suave zumbido casi reconfortante. Luego miró a Tess con los brazos enjarras.

– Cambiaron la cita, así que estoy adelantando un poco de papeleo. Y, por favor, no se lo digas aVerna. Se pondrá furiosa si descubre que he estado enredando con su criaturita -como a propósito, la máquina empezó a pitar-. ¡Santo Dios! ¿Y ahora qué he hecho? -Delores se giró y comenzó a apretar los botones.

Tess se echó a reír. Lo cierto era que Delores era la propietaria de la máquina, así como de cada silla y hasta de los clips del papel. Había fundado Heston Inmobiliaria casi diez años antes y había logrado hacerse un nombre en Newburgh Heights y sus alrededores. Lo cual era todo un logro para una mujer negra que había crecido en la pobreza. Tess admiraba a su jefa, quien, a las seis de la tarde, tras un arduo día de trabajo, seguía teniendo un aspecto impecable con su traje violeta oscuro hecho a mano. Llevaba el cabello sedoso y negro recogido en un moño compacto, sin un solo pelo fuera de su sitio. El único signo de que había acabado su jornada laboral eran sus pies descalzos, enfundados en medias.

El traje de Tess, en cambio, estaba arrugado debido a las largas horas que había pasado sentada. La humedad le había ensortijado el pelo abundante y ondulado, y algunos mechones escapaban de la pinza que usaba para recogérselo hacia atrás. Era quizá la única mujer en el mundo que, teniendo el pelo rubio, se lo teñía de un marrón indistinto para revestirse de credibilidad y evitar acercamientos sexuales. Hasta las gafas que llevaba colgadas de un cordón alrededor del cuello eran un simple aditamento. Tess usaba lentillas, pero ¿acaso no parecían siempre más inteligentes las mujeres jóvenes y atractivas si llevaban gafas?

Al fin la máquina dejó de pitar y empezó a escupir las copias. Delores se volvió hacia Tess alzando los ojos al cielo.

– No me extraña que Verna no me deje tocar este trasto.

– Pues parece que lo tienes bajo control.

– Bueno, niña, ¿y tú qué haces aquí tan tarde? ¿No tienes un hombre guapo con el que acurrucarte en casa un viernes por la noche?

– Quería acabar el papeleo de la casa Saunders.

– Ah, sí. Se me había olvidado que cerrabais el contrato esta semana. Un trabajo excelente, por cierto. Me consta que los Saunders tenían mucha prisa por venderla. ¿Qué pellizquito nos llevamos nosotros?

– La verdad es que la venta ha salido a pedir de boca para todo el mundo. Y, como no hemos consumido el plazo de dos semanas que nos dieron, además de la comisión nos van a dar la bonificación que ofrecieron.

– Uy, cuánto me alegro de oírlo. No hay mejor publicidad que superar las expectativas de un cliente. Pero esa bonificación es toda para ti, cielo.

Tess no supo si había oído bien a su jefa.

– ¿Perdona?

– Ya me has oído. Guárdate para ti la bonificación. Te la mereces.

Por un instante, Tess no supo qué decir. La bonificación ascendía casi a diez mil dólares. Eso equivalía más o menos a seis meses de sueldo cuando trabajaba de camarera. Su mirada de sorpresa hizo reír a Delores.

– Niña, me gustaría que pudieras ver tu cara ahora mismo.

Tess esperó sin decir nada y logró esbozar una débil sonrisa. Le daba vergüenza preguntarle si estaba bromeando. Sería una broma cruel. Pero, por otra, no sería la primera vez que sufría una crueldad semejante. En realidad, la esperaba, y la asumía quizá mejor que cualquier muestra de afecto.

Delores volvió a mirarla fijamente, con expresión preocupada.

– Tess, hablo en serio. Quiero que te quedes con la bonificación. Has hecho lo imposible por vender esa propiedad en dos semanas. Sé que es una casa preciosa y que el precio de partida era una ganga, pero aun así, con todo el ajetreo de los papeles y la negociación, vender tan rápido una casa de ese precio es poco menos que un milagro.

– Pero es… bueno, es un montón de dinero. ¿Estás segura de que quieres…?

– Absolutamente. Yo sé lo que me hago, guapa. Estoy invirtiendo en ti, Tess. Quiero que te quedes aquí. No me apetece que montes una empresa y me hagas la competencia. Además, a mí también me toca un buen pellizco de esa venta. Ahora vete a casa y celébralo con ese chico tan guapo que tienes.

De camino a casa, Tess se preguntaba si podría, en efecto, celebrarlo con ese «chico tan guapo». La semana anterior, Daniel se había puesto furioso porque se había negado a irse a vivir con él. En realidad, no podía reprochárselo. ¿Por qué sería que, cada vez que un hombre intentaba acercarse a ella, hacía lo posible por ahuyentarlo?

Cielos, ya no era una niña. Faltaban apenas un par de semanas para que cumpliera treinta y cinco años. Se estaba convirtiendo en una mujer de negocios seria y respetada. Pero ¿por qué no lograba enmendar su vida privada? ¿Estaba abocada a fracasar en todas sus relaciones de pareja? Hiciera lo que hiciera, el pasado parecía seguirla a todas partes, arrastrándola de nuevo a su antiguo y confortable, aunque destructivo, capullo de crisálida.

Los cincos años anteriores habían sido una batalla constante, pero al fin empezaba a hacer algún progreso. Su última venta había demostrado que servía para aquel trabajo. Podía ganarse la vida sin estafar a nadie. Incluso Daniel, con sus rasgos refinados, su cultura y sus modales distinguidos, se había convertido en una especie de trofeo. Era sofisticado y ambicioso, totalmente distinto a los demás hombres con los que había tenido trato. Así que, qué más daba que fuera un poco arrogante, o que tuvieran tan pocas cosas en común. Daniel era bueno para ella. Hizo una mueca de desagrado al pensarlo. Expresado así, Daniel parecía una cucharada de aceite de hígado de bacalao.

Tess se descubrió aparcando su Miata de alquiler en el aparcamiento del callejón trasero del Bar Parrilla Louie's. Decidió comprar una botella de vino. Luego llamaría a Daniel, le pediría perdón por lo de la semana anterior y lo invitaría a una cena tardía para celebrar su éxito. Sin duda se alegraría por ella. Le había dicho que le gustaba su independencia y su determinación, y Daniel era sumamente parco en cumplidos, incluso fingidos.

Se recostó en el asiento de cuero e intentó recordar por qué tenía la sensación de que debía pedirle disculpas. Pero, en fin, qué más daba mientras se olvidaran de ello y siguieran adelante. Empezaba a dársele bien relegar las cosas al pasado. Pero, si eso era cierto, ¿qué estaba haciendo allí, en el bar de Louie? La licorería de Shep estaba sólo a tres manzanas calle abajo, de camino a su casa. ¿Qué demonios tenía que demostrarle a nadie? O, mejor aún, ¿qué tenía aún que demostrarse a sí misma?

Tocó la llave de contacto. Estaba a punto de arrancar cuando la puerta trasera del bar se abrió de golpe, sobresaltándola. Un hombre corpulento, de mediana edad, salió de ella con las manos llenas de bolsas de basura, un delantal mugriento y la calva cabeza reluciente de sudor. De sus labios colgaba un cigarro. Sin quitárselo de la boca, metió las bolsas en el contenedor y se limpió el sudor de la frente con la manga de la camisa. Al darse la vuelta para entrar, la vio. Ya era demasiado tarde.

El hombre dio una última chupada al cigarrillo, se lo quitó de los labios y lo arrojó al suelo sin molestarse en pisarlo. Se acercó lentamente al coche, moviendo su corpachón con un balanceo que Tess sabía que había copiado de los luchadores profesionales a los que tanto admiraba. Creía que le sentaba bien, cuando, en realidad, lo hacía parecer simplemente un hombre maduro, entrado en carnes, calvo y patético. A pesar de todo, a Tess le resultaba enternecedor. Era lo más parecido a un viejo amigo que tenía.